Como se sabe, la ultraderecha actual y el fascismo no son lo mismo ni se escriben igual.
Desde los fasci de combattimento y los camisas negras de Mussolini, los camisas pardas y el Partido Nacionalsocialista de Hitler, hasta las dictaduras de los regímenes militares latinocaribeños, nacidas del huevo contrainsurgente puesto por la Alianza para el Progreso en los 60, todos sometieron las instituciones del Estado republicano y liberal a las estructuras político-militares.
Las ultraderechas actuales, en cambio, no se proponen suprimir los sistemas políticos institucionales ni basan su poder en las fuerzas armadas como su eje vertebral.
Las corrientes conservadoras entrelazadas ideológicamente con las dictaduras fascistas reflejaban los intereses de las oligarquías y en especial de sus sectores más atrabiliarios. Aunque enarbolaban una retórica populista y chovinista que pretendía encarnar al “pueblo” o “la nación”, su rol real, al servicio de esa oligarquía, se dirigía a reprimir a las organizaciones obreras y los movimientos sociales, a toda la izquierda y, sobre todo, a los comunistas. Las dictaduras militares latinocaribeñas de los 70 ni se tomaban el trabajo de pasar por populistas.
En cambio, el boom de la ultraderecha actual, el éxito electoral creciente de los últimos años, no se explica primordialmente por su asociación ideológica con esos poderes oligárquicos ni por articularse en estructuras dictatoriales. Se trata de una ola más siniestra y desafiante, por su arraigo, bases sociales y alcance; y además por su legitimidad.
Estas ultraderechas han aprendido muy bien —a menudo más que las izquierdas y centroizquierdas, particularmente— ciertas lecciones que los izquierdistas han ignorado u olvidado.
Para algunas voces muy conspicuas que arbitran la democraticidad en nuestra región, esta se mide sobre todo por elecciones técnicamente correctas, respeto formal al balance de poderes, y lo demás pasa a segundo plano. Basta con que la ultraderecha no llegue al poder mediante un golpe de Estado ni suprima a la oposición de izquierda, aunque esta sea inocua, para concederle el sello de legitimidad.
Ese sello se preserva incluso si el régimen ultraconservador desencadena o perpetúa un estado de guerra civil, empuja a más de la mitad de los trabajadores a la pobreza, judicializa la política, suprime regulaciones de salud en medio de una pandemia devastadora, criminaliza el aborto, ejecuta deportaciones masivas con riesgo para la vida de decenas de miles, pretende controlar el delito a base de una brutal represión, es incapaz de erradicar la influencia de las mafias en los aparatos de justicia, etc.
Si hubieran estado en Alemania en 1933, esos árbitros habrían convalidado a Hitler y el Partido Nazi, por haber ganado la mayoría en las elecciones; y no se habrían empezado a preocupar, quizá, hasta la Noche de los cristales rotos. Y a eso le llaman “respetar el imperio de la ley”. ¿Qué se le va a hacer, verdad?
Claro que si el “autoritarismo” en el poder es de izquierda, entonces se trata de una “infame dictadura”.
Aunque parezca asombroso, ese discurso minimalista sobre la democracia como evento electoral y competencia interpartidaria se reproduce hoy en América Latina y el Caribe, donde casi ningún país ha estado exento de dictaduras militares, y donde la ocurrencia de partidos de derecha y muy de derecha en el Gobierno no ha cesado nunca.
Lo nuevo en el mundo actual, en cambio, es que la multiplicación de los regímenes de ultraderecha ha tomado un impulso inusitado en Europa, en medio de ese orden supranacional que garantiza la convivencia armónica entre Estados y partidos, adoptado precisamente para prevenir conflictos y extremismos políticos como, digamos, los que condujeron a la última guerra mundial.
Para quienes gustan de las cifras, un vistazo a las últimas elecciones en el Parlamento europeo resulta revelador. Mientras los socialdemócratas perdieron escaños, igual que los Verdes y los liberales (suponiendo que todo eso fuera “izquierda”), la tendencia de extrema derecha conocida como Patriota ganó 35, alcanzando un total de 84. Esos asientos fueron a Vox (España), el Frente Nacional (Francia), el Fidesz (Hungría). Los ultraconservadores subieron 9, llegando a 78: PiS (Polonia) y Hermanos de Italia (partido gobernante en el país). Y la ultraderecha nacionalista de Alemania (AfD) y de Francia (Reconquête), subió 25 asientos. Se trata de la Eurocámara con menor presencia relativa de izquierda en los últimos 40 años.
Mirando por países, en el reino histórico de la socialdemocracia, Suecia, un partido de extrema derecha, convertido en el segundo ganador, opuesto a la Unión Europea y alérgico al Islam, pasó por primera vez a la opción de formar gobierno. La ultraderecha austriaca acaba de ganar hace unos días casi la tercera parte del parlamento, con los conservadores en segundo puesto y los socialdemócratas en la cola con apenas una quinta parte. En países ex socialistas como Hungría, desde hace más de una década en el arco político no hay casi nada a la izquierda del centroderecha. En Polonia, una alianza de partidos nacionalistas conservadores han reformado la legislación para considerar inconstitucional el aborto aun si el feto presenta malformaciones. Etcétera.
Si miramos transversalmente estas elecciones, el abstencionismo fue el denominador común. En la mayoría de países de la UE (incluidos Italia, Grecia, España y Polonia) ha votado menos del 50 % del censo. Pero incluso en países con altos índices de votación, como Austria, el auge de la ultraderecha resulta rampante.
Hace dos años, cuando los Fratelli d’Italia y su líder, Giorgia Meloni, llegaron a la jefatura de Gobierno, no escondían su admiración por las glorias del fascismo ni por las enseñanzas de cómo construir hegemonía para la ultraderecha, aprendidas nada menos que de Antonio Gramsci. Entonces no parecía que esa ola ultra pudiera llevar al Frente Nacional dirigido por otra mujer, Marine Le Pen, a cimbrar el sistema político en la Francia de la Quinta República. Y mucho menos que el partido Alternativa para Alemania (AFD), heredero desembozado del legado nazi, iba a capturar 83 escaños en el parlamento.
Pero ese espeluznante repunte de la ultraderecha en la culta Europa no se mide solo con resultados electorales, naturalmente, ni se explica por la resurrección ideológica de los viejos fascismos y sus íconos.
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Comentando sobre el auge del populismo en esta misma columna, anotaba hace poco la caducidad de los sistemas partidistas, y su pérdida de credibilidad. En ese espacio enrarecido, los líderes populistas han logrado sonsacar viejas fobias y enajenaciones sepultadas en el lado oscuro de la cultura popular; entre ellos, racismo, misoginia, homofobia, intolerancia religiosa, antiintelectualismo, puritanismo, xenofobia, tabúes y prejuicios heredados, latentes en familias y regiones.
Esa revitalización de los genes más oscuros de la cultura política occidental brota de un déficit muy palpable, consistente en la incapacidad del orden democrático realmente existente para responder a la promesa de nivel de vida, seguridad, bienestar, justicia, derechos ciudadanos.
Esos síntomas, asociados al cambio en el modo de vida y la incertidumbre que la acompaña, son manifestaciones de una crisis, que la ultra maneja como arma y amenaza. Sobre esa vivencia real es que el discurso ultra construye su razón profética e hipernacionalista, que predica la desconfianza en alianzas y pactos internacionales, promueve políticas aislacionistas, y exalta un liderazgo fuerte que concentre la autoridad para garantizar soluciones a los grandes problemas nacionales.
Quienes aprendieron entre nosotros a pensar la política con los hábitos mentales del materialismo vulgar, acostumbran a explicar todo eso desde la ideología, y a reducir la ideología a los estereotipos de los discursos de los líderes. De manera que el análisis crítico de las circunstancias sociales y económicas, y de la imagen invertida de esa realidad en la conciencia social, se confunde con la “denuncia” de la retórica que la manipula. Ese enfoque ideologístico, que reduce el auge de la ultra a cómo se imbrican los argumentos en su discurso, ignorando los problemas económicos y sociales reales, ni siquiera logra desmontar las contradicciones entre argumentos y prácticas políticas.
Por ejemplo, el recurso al aislacionismo, como si se tratara de un principio efectivo. Mientras, la Conferencia de Acción Política Conservadora (CAPC), el principal foro de la derecha en Estados Unidos, en su último encuentro, celebrado en México, convoca a crear alianzas trasnacionales:
En un mundo donde los valores tradicionales y las libertades fundamentales enfrentan constantes amenazas, es imperativo formar alianzas internacionales conservadoras que defiendan la vida, la familia y nuestras libertades. Ante los ataques del socialismo político y cultural, con sus intentos de erosionar nuestras bases culturales y sociales, es crucial que unamos fuerzas para salvaguardar lo que es más preciado para nosotros: Dios, patria y familia.
Bajo estas banderas se reúnen los fans de Nayib Bukele, Javier Milei, Nigel Farage, Santiago Abascal, Steve Bannon, enarbolando la idea de una alt-right, opuesta a la ONU y su agenda 2030, que repudia la emergencia climática, los derechos humanos de los inmigrantes, el derecho al aborto, y denuncia como ideologías perversas el socialismo, la globalización, el progresismo y las políticas de identidad.
Pero esos focos y redes conspirativas de la ultraderecha, con todo su estruendo, no son los que explican su nueva fuerza política. Además de los vacíos y debilidades de los sistemas políticos mencionados, hay motivos que pueden tocarse con las manos.
El Norte, con sus rituales por la razón, la liberté y la fraternité, preserva “culturas identitarias” nunca resueltas en términos de la egalité. En esas culturas, donde perviven vetas racistas y xenófobas seculares, el empleo, los servicios de salud y educación, la seguridad, la vida comunitaria, y todo el modo de vida, reaccionan ante oleadas de inmigrantes que traen consigo sus culturas “ajenas” —o sea, subalternas. Aunque los inmigrantes no compitan por los mismos trabajos, ni vivan en los mismos barrios, ni sean culpables de los delitos, son los perfectos chivos expiatorios para todo lo que no funciona o “se ha perdido”. La intolerancia intrarreligiosa en Francia, en especial contra el Islam, es una medida de ese malestar.
Aunque algunos también la perciben como “imbricada con la ideología”, la muy concreta razón geopolítica ha empujado a Occidente en una nueva cruzada contra Rusia y China. La prolongación de la guerra en Ucrania, desencadenada por un régimen de ultraderecha, y prolongada más allá de lo calculado por la OTAN, ha generado un desgaste económico en el bloque, que ha llevado agua al molino de una ultraderecha anti atlántica y supuestamente aislacionista.
El segundo foco de conflicto en torno a la nueva invasión de Israel a Palestina, con un efecto multiplicador que alcanza ya a Líbano e Irán, y cuya salida ahora mismo no se avizora, parece repercutir en la misma dirección: ¿Qué partidos y Gobiernos serían más capaces de proveer un camino hacia la paz y la estabilidad? ¿No sería mejor entenderse con China en vez de hacerle guerras comerciales? ¿No? ¿Solo porque EE. UU. insiste en llevar la voz cantante de las tecnologías digitales? Etcétera.
Claro que todo esto es mucho más complicado y no se resuelve con par de frases rotundas. Solo lo evoco para ilustrar que el auge de la ultraderecha no es simple manipulación, ni sus recursos políticos se reducen a la pirotecnia verbal de un tal Trump o un Milei.
Si volviéramos a nuestra realidad más inmediata, podríamos preguntarnos, como hacía un amigo en una conferencia hace unos días, cómo se explica que algunos cubanos nacidos y criados en una cultura socialista puedan de pronto convertirse en fanáticos de Trump y el Partido Republicano. Algunos se lo atribuirán enseguida a que en este mundo globalizado, donde la ideología viaja a la velocidad de la luz, esa ultraderecha les ha penetrado el cerebro con sus argucias y papeles de aluminio. O que solo están reflejando su “berrinche ideológico” con el Gobierno cubano.
Pero para evacuar ese berrinche bastaría con que adoptaran la fe en el capitalismo, e igual les servirían los del Partido Demócrata, de manera que podrían escoger a cualquiera, a la derecha y la izquierda de Kamala Harris y compañía, como hacen otros inmigrantes parecidos a ellos. ¿Por qué precisamente la ultraderecha?
Si queremos considerar este problema en serio, en vez de mover piezas a la carrera, no tenemos más remedio que dejar sellada nuestra partida.
Será muy interesante leer su opinión sobre por qué los cubanos abrazan la dercha en EEUU, no solo los de ahora, ya que siempre ha sido así.