El título recuerda a un libro de Paul Auster, que tanto y tan bien escribió sobre la soledad, pero no era bajo su influencia que me encontraba cuando desarrollé la idea que me mueve este jueves. Aquí la soledad es orfandad. Hoy pensaba en eso, en ausencias.
Hace mucho, cuando el mundo era para mí un lugar paciente y sencillo, sentía que, además de mi madre, me protegían ciertas personas con las que jamás había conversado o conversaría.
Entre tal gente y yo existía una conexión de ideas, sensaciones y sentimientos. En realidad se trataba de un flujo unidireccional que experimentaba como otro cualquiera; fruto de la influencia que sobre mí ejercía la obra artística de ellos. También era un efecto de cómo estas personas interpretaban distintos aspectos del mundo en los medios de comunicación.
Por esas personas, en la mayoría de los casos escritores o músicos, las jornadas eran menos aburridas y uno tenía la impresión de encontrarse acompañado: algunas veces, la vida se tornaba un trayecto lleno de esperanzas con nuevas metas a alcanzar solo por sus consejos o ideas.
Sus palabras también funcionaban como escudo o defensa, pues se tenía siempre a mano un verso, la contundencia de una metáfora o cualquier otra frase de construcción genial para espantar rutinas y malos augurios.
En mi caso, a veces llegaba incluso a asumir una postura que no pertenecía tanto a la naturaleza de mi persona, sino a la de mis pequeños grandes héroes, los que habían escrito las canciones y los libros que más me impresionaban.
Al tratarse de figuras conocidas mundialmente, estos personajes siempre le ponían el pecho a los problemas del mundo, y gracias a su actitud podía uno confirmar un criterio propio sobre este o aquel asunto; ponerle nombre definitivo a la situación problemática y entender cómo entre el bien y el mal las diferencias suelen ser confusas.
Hay que saber nombrar las cosas y clarificar las ideas. En eso, ellos eran los mejores.
Entre los escritores que creía yo mis protectores ante la desolación, uno era el colombiano Gabriel García Márquez. Su nombre, rostro y voz podía verse reiteradamente en los periódicos, cualquiera te hablaba de algún libro suyo o te sorprendía con una frase sacada de su imaginación. Era imposible que no terminaras creyendo que lo conocías y que había sido tu amigo desde que tenías consciencia de la amistad.
Se trataba de un tipo de escritor que la mayoría de las veces estaba cerca de nosotros, para mostrarnos que Cuba y el Caribe no era tan soporíferos como se nos revelaba, que pese al Tercer Mundo la región podía ser un sitio maravilloso para encontrar la sintonía con el universo, porque era nuestro lugar natural, al que estaríamos conectados misteriosamente por siempre. A ese tipo de cosas las llamo también sentirse protegido, que es lo mismo que decir acompañado.
Casi al mismo tiempo, tuve igual sensación con las ideas de Mario Vargas Llosa, que llegó una vez, directamente, a darme herramientas para enfrentar la escritura. Algunas de ellas llegaron promovidas por otros escritores que, aunque no produjeron el mismo impacto en el mundo, ejercieron otra clase de influencia en mí. Uno de ellos fue Eduardo Heras León, quien compiló aquel libro de técnicas narrativas donde los consejos de Vargas Llosa eran de los más abundantes.
Su estilo podía llegar a ser mi obsesión; su pasado en el periodismo de la crónica roja el sitio al cual quería empujar mi presente; su nuevo libro, el espacio a alcanzar de inmediato para conocer por dónde iban sus pensamientos.
El propio Vargas Llosa mantuvo hasta hace poco una columna de opinión, y había que leerla. A pesar de sus años, solía irse a ferias y eventos, donde provocaba polémicas y explicaba por qué lo hacía. De esa manera pude encontrarlo una vez en Buenos Aires, donde por fin lo escuché disertar en persona, y decir en vivo sobre el miedo a la enfermedad y su pasión por la literatura.
Sentía uno que esta clase de creadores tenían linternas que estarían encendidas siempre para alumbrarnos el camino. Te quedaba la impresión de que pertenecías a la órbita en la que gravitaban sus palabras; por lo que concluías que había sido bueno haber pertenecido a su tiempo. De algún modo eras parte de las energías que daban forma al universo, tal como ellos mismos lo concebían.
Ahora que García Márquez no está y que Vargas Llosa tuvo que alejarse definitivamente de la vida pública, me he preguntado muchas veces cómo reaccionarían ante determinadas novedades, cuando la realidad se complica y los retos intelectuales bullen como en una caldera hirviente. Otras voces cincelan a su manera la realidad, pero a veces siento que no alcanzan la mágica claridad que tuvieron las palabras de aquellos acompañantes en el crecer, y que en algún sentido no dejan de serlo, porque su obra es parte de lo que ya somos; no sé si me explico.
También me sorprendo preguntándome cómo hacer desde nuestro pequeño espacio para mantenernos a la altura de aquellas enseñanzas: cómo tener una actitud coherente ante el mundo impreciso que tantas veces se cierne sobre uno, y en el cual las voces anónimas y sin ninguna importancia real influyen sobre nuestros estados anímicos.
Un verso de Pablo Milanés, otro de los que nos acompañaban para hablar por uno cuando era necesario, encierra un sentimiento parecido al que he intentado desarrollar en estas líneas. Y supongo que no se refiriera solo a quienes van dejando el mundo por la fuerza natural de la existencia, sino también a quienes salieron de su tierra, Cuba, obligados por la violencia de la utopía, la terquedad entrampada que llegaba a convertir la vida en un calvario o tránsito infernal.
Armando guerra
Felito ayón
Por qué se fueron
Qué solo estoy…
Llanto de un día
Melancolía.
Hoy tengo frío
Y no ha salido aún el sol…
¡ya me alzaré de este gorrión!
García Márquez hablaba de aquella estirpe condenada a segundas oportunidades sobre la tierra después de siglos de olvido, y soledad. En otro tema, aquel que dedica a Mercedes Sosa, Milanés imagina la soledad como un pájaro adolorido en cada intento por emprender el vuelo.
La soledad ante aquellos personajes protectores me hace pensar en este animal que imaginó Pablo Milanés; creo en su segunda oportunidad garciamarquiana. Aunque deje dolores, vale la pena que siga su curso, que emprenda el vuelo; al final queda algo de trecho por recorrer y los vacíos no pueden superarse con vacíos.
ante cualquier reto intelectual, vargas llosa reaccionaría echándole la culpa al socialismo que es lo que ha estado haciendo desde hace bastante tiempo