La inocencia es como un reloj que también necesita cuerda o alguna batería para funcionar, y aunque nos aferremos a ella, en realidad nunca nos salva sola. Rodeados de circunstancias que ponen a prueba los límites de la fe y la tolerancia, la ingenuidad nos da refugio. Si nos dieran a elegir, preferiríamos volver a ella y transitar la vida como aquel personaje, Giosué, con la certeza de que siempre es bella.
Cuando éramos niños los apagones eran momentos esperados para jugar a esconderse por el barrio; nuestros padres conseguían carne para nuestras comidas con esfuerzos inenarrables y nosotros, sin embargo, podíamos triturarla en la boca, acumularla y escupirla sin que ellos se dieran cuenta, sin el más mínimo remordimiento, solo una pícara sensación de triunfo.
En aquellos tiempos, cuando se acercaba un ciclón, nos llegaba un salto de emoción al estómago. Cualquier tempestad significaba quedarse en casa, comer galletas, tomar agua con azúcar, recibir toda la atención de los adultos. Recostarse a la pared a sentir el viento, asomarnos insolentes a la ventana para ver cómo se doblaban los árboles y esperar que cayeran o volaran las tapas de los tanques.
Después vendrían los días sin clases, con un paisaje cambiado y mucho por descubrir. Los troncos derribados y el cielo azul, feliz.
Con los años uno entiende que cuando se sobrevive a una desgracia o situación extrema lo único que importa es eso, la supervivencia; y nos envuelve el orgullo de haber sido fuertes, la certeza de poder con todo, de ser invencibles, y el presentimiento de que la próxima catástrofe no existe.
Ahora, cuando se acerca otro huracán a Cuba, cuando ya hemos entendido el significado de la muerte, cuando hemos visto árboles sobre las casas o sobre las carreteras que impiden el paso, y sabemos que algunos lo han perdido todo, cuando hemos mirado de cerca los ojos de las madres mientras sus hijos juegan en albergues en condiciones precarias, y les hemos compartido nuestra ropa y comida; ahora que ya no hay inocencia y recordamos la infancia desde la memoria de nuestros padres, despertamos en otra vida, agradecidos del sueño de la belleza en todas partes.
El resguardo
El edificio parece de madera y cartón, se escuchan los golpes de martillos, y el crujir de las precintas. Todas las ventanas ya están cerradas, todos los envases llenos de agua —en otras partes del país no tienen esa suerte—, todos los silencios han vuelto.
En un rincón estaba la caja vacía donde mis hijos juegan a esconderse. Para mí ahora es la materia prima para asegurar las persianas ante la contingencia.
Con la tijera en la mano pensé en las infinitas utilidades de los cartones. Y ya he visto en mi país a varias personas usándolos para dormir en los portales; he visto a hombres, mujeres y niños sacarlos de los contenedores de basura desbordados; yo solo pretendía forrar con ellos mis ventanas, que vibran con cualquier corriente de aire.
Súbitamente, pensando en mis hijos, o quizás en mis padres, en Giosué, que me emociona cuando avanza triunfal sobre un tanque de guerra después de ganar su juego, o quizás en su padre marchando burlón hacia la muerte; pensando en la felicidad que me fue entregada cuando era un niño en aquellos otros tiempos duros del llamado Período Especial, en la inocencia que me sostuvo, decido otro uso para los cartones.
Le pedí a mi padre, que se convirtió en abuelo, y que mantiene activa la misma imaginación que lo hizo aprender a hacer piñatas para cumpleaños, adornos con cáscaras de huevo para pasteles, ambulancias y robots de juguetes con restos de poliespuma, que transformara los cartones en una pequeña casa para mis hijos.
Yo les cuento que la tempestad es dura, que habrá vientos, les hablo de la desigualdad y del ruido, pero que allí, dentro de la casita que les construyó su abuelo, podrán resguardase siempre y compartir la calma.