Días atrás tuve una interacción bastante simpática con una de las personas más importantes en mi vida. Conversaba con mi querida amiga de la infancia, Marla, mi abogada de confianza. Era sábado y me preguntaba si quería salir con ella a no recuerdo qué plan, a lo que respondí que no podía porque el lunes tenía clase. Debía quedarme en mi casa estudiando. Ella, lógicamente, me pregunta: “¿Pero tú no tienes clases siempre?”.
Me doy cuenta de que no había especificado que me refería a mi clase de piano. Cuando le expliqué, me lanzó la siguiente pregunta, que me hizo romper a reír: “Ah, ¿no recibes clases de piano todos los días?”.
Naturalmente alguien que no estudie música no tiene por qué conocer las dinámicas de los intérpretes; sin embargo, cuando algo es tan cotidiano para nosotros podemos llegar a olvidar que puede no serlo para otros.
Por eso decidí explicar cómo son las clases, frecuencias y “tareas”, cuando se aprende un instrumento, basándome en el sistema de enseñanza cubano y, por supuesto, en el piano.
A modo de contexto: en la enseñanza musical cubana hay tres niveles, el elemental (de tercer grado a noveno), el medio (cuatro años a partir de décimo, como un politécnico o un preuniversitario profesional) y el superior (la universidad).
La clase de instrumento, a pesar de ser la más importante, académicamente hablando no es más que otra asignatura del perfil. Algunos alumnos reciben una; otros, dos frecuencias semanales. Según el programa, deben durar una hora pero, en la práctica, la duración y dinámica de cada clase las determina el profesor. Es individual, muy práctica y con una base teórica importante: lo que no se entiende primero no puede llevarse a cabo después.
Los pianistas tenemos un programa general de año, con piezas que varían en longitud y dificultad en dependencia de la edad y del nivel. A pesar de existir ciertas bases preestablecidas, todo se reduce a la interacción profesor-alumno. Esto es sagrado y vital. El maestro en cada clase observa las aptitudes y evalúa el desarrollo del estudiante. En dependencia de estos factores determina qué piezas necesita tocar, qué habilidades técnicas debe reforzar y la velocidad de aprendizaje. No es raro observar que, cuando el alumno es aventajado o estudioso, su programa suela ser un poco más complejo que el de los demás.
Esto aplica para todos los niveles. En edades tempranas tenemos conceptos más sencillos de lo que es “difícil”. Uno pensaría automáticamente en algo con muchas notas, saltos y tempo rápido, pero hay intérpretes para los cuales es difícil cantar y conducir una melodía, sobre todo con el piano (que es un instrumento de cuerdas percutidas).
Expuesto esto, llegamos a la relación clase–estudio. En las clases, el maestro nos da indicaciones y herramientas para mejorar, nos escucha, nos guía, nos dirige. Con algún cambio de digitación ingenioso podemos arreglar un pasaje en una clase, pero no podemos aprendernos un repertorio en una lección de una hora, ni desarrollar las habilidades mecánicas o la resistencia que necesitamos para poder tocar. Las buenas lecciones no son aquellas en las que el maestro nos dice todo lo que tenemos que hacer, sin que pueda cuestionarse nada. Son las que dejan espacio para el diálogo y en las que el profesor brinda las herramientas que nos permiten forjar una exigencia y criterio propios. Esto servirá no solo para el momento, sino para toda la vida.
Cuando estaba en nivel medio y mi profe Aldito —el Maestro Aldo López-Gavilán— y yo no nos poníamos de acuerdo en alguna decisión interpretativa, él siempre me decía: “convénceme”. Me encantaba ese reto… aunque, la mayoría de las veces me decidía por su propuesta, porque —seamos sinceros— era mejor.
“Tener tarea” después de una clase puede significar memorizar una pieza, resolver un pasaje, incorporar una indicación del profesor (en cuanto a dinámica, toque, velocidad, concepto general de la obra o cualquier otra cosa que nos pueda sugerir); pero siempre significa estudiar; o sea, horas de práctica con el instrumento. El contraste de las horas-clase con el trabajo individual es —o debe ser— considerable. Si, por ejemplo, estudiamos 4 horas al día (una media de tiempo común entre los pianistas), serían 28 horas vs. 2 horas-clase a la semana. Por eso la mayoría de los avances acontecen en la soledad de la práctica.
A lo largo de mi formación he escuchado varias veces decir al maestro Frank Fernández que una de las cosas más difíciles de aprender en el piano —y en cualquier otro instrumento— es a estudiar bien. No importa cuántos ejercicios, métodos o audiciones puedan recomendarnos; no hay una fórmula para aprovechar al máximo una sesión de estudio más que el hecho de escucharse y conocerse. Un maestro fija un objetivo, pero sólo cada uno puede descubrir la forma más rápida de llegar a él y, más importante aún, cómo afianzarlo de manera infalible.
Los pianistas tenemos carreras bastante solitarias, no somos parte de la orquesta de la escuela —como las cuerdas— ni podemos calentar antes de tocar o hacer notas tenidas juntos, como los vientos. Mucho menos salir a tocar o estudiar a un parque. Estamos atados al piano, y esa condición puede hacernos sentir bastante solitarios. Es por esto que, a veces, en medio de la aislada práctica diaria, nos ofuscamos tanto en que algo salga perfecto que se nos olvida que el objetivo principal es hacer música.
Así, si un pianista dice que tiene que estudiar para su clase, se refiere a la clase, a la que, si llega sin mostrar ningún signo de progreso, o evidencia de su esfuerzo, no hará más que hacer perder tiempo al profesor. Estamos en nivel superior, nadie está para ayudarte a leer las notas. En el mejor de los casos, piden amablemente que nos retiremos a estudiar. Y nada es más humillante que eso.