Los nuevos espacios tienen su historia y su energía. Tienes que invitar a tus espíritus a estar contigo, llenar la casa y el estudio con tus libros, poner tu música, dialogar con el espacio, sentirlo. Ando cargado de recuerdos y vivencias. Me he traído un pedazo de La Habana.
No cabe duda de que Rigoberto Mena (Artemisa, 1961) pertenece al pelotón de avanzada del arte cubano de esta hora. Desde su debut profesional, allá por 1992, hasta hoy, ha levantado una obra, dentro de la abstracción informal o lírica, de altísimos valores artísticos. Gráfico convencido, pintor ambicioso, cada día se reinventa ante la superficie que lo cuestiona y exalta. Su trabajo, aparentemente desmañado, está regido por una intuición visual —si es que cabe el término— que tira siempre hacia el buen gusto, la composición contenida y en equilibrio en medio del caos, el de estos tiempos, el de nuestras atribuladas vidas, que tiende a devorarlo todo.
Mena lucha contra el paso del tiempo. Y ya que el curso de Cronos es inexorable, plasma sus efectos sobre los enmohecidos muros de la isla en obras tan buenas de ver como de sentir. Con las piezas de Mena se puede cohabitar: ocupan espacio, por mínimo que sea, lo mismo en los salones donde no todo lo que reluce es oro, que en la humilde recámara en la cual, desaprensivo, se filtra el oro de la tarde.
Sus series se conforman con obras muy diversas entre sí, ya que no le es dado repetirse. Se emparentan estas últimas por el común impulso creativo de cada momento y por la vocación experimental, que privilegia el proceso más que el resultado. De ese modo —vaya paradoja— lo que obtiene sobre el papel o el lienzo son destellos espléndidos de una sensibilidad nunca saciada, de una curiosidad imbatible y un compromiso innegociable consigo mismo.
En colecciones importantes, con muestras personales en una docena de países, Mena ha tenido, al menos, dos momentos consagratorios o, para decirlo con un término más usado en el gremio de los opinantes, muy legitimadores: la muestra Hablando lengua, en una de las salas transitorias del Museo Nacional de Bellas Artes, y su inclusión en la muy selecta exhibición Perspectivas del arte latinoamericano, 1950-1912, en el Museo de Arte Imperial de la Ciudad Prohibida (Beijin, 2012), junto a nombres tan relevantes como los de Diego Rivera, Álvaro Obregón, Jesús Soto, Fernando Botero, Cruz Diez y Fernando de Szyszlo, ente otros.
Con estudios de diseño industrial y un tránsito fugaz por San Alejandro, la formación de Mena como pintor es autodidacta, mas no exenta de rigor. Cientos de horas en los museos, en la contemplación inteligente de los maestros de siempre, lecturas inagotables, conversaciones sobre arte con colegas, el ensayo cotidiano, la búsqueda, los hallazgos más o menos deslumbrantes, han moldeado su personalidad artística y perfilado una marca ideo estética, lo cual no es logro menor.
De paso fugaz por La Habana en este octubre de múltiples calamidades climáticas y de las otras, sostuvimos este diálogo de prisa.
En el Instituto Politécnico de Diseño Industrial (1985-1987), conociste a Vicente Rodríguez Bonachea. ¿Qué significó ese encuentro para ti?
Sentía mucho respeto por Bonachea. Era profesor allí. Había ganado un premio de ilustración en Japón, y era bastante conocido en el mundo del arte habanero. No me daba clases; coincidíamos cada día en la parada de la calle Reina. Era una persona noble y sencilla. Hicimos amistad, conversábamos mucho, lo visitaba en su pequeño apartamento de la calle Línea, le mostraba lo que hacía, me aconsejaba, me prestaba libros. Yo quería ser pintor.
Su amistad fue importante, me ayudó mucho. De su mano entré en el Taller Experimental de Gráfica de La Habana, entonces dirigido por el artista José Omar Torres; ambos hacíamos allí litografías, técnica que se le daba muy bien. Él era un dibujante exquisito. Aún recuerdo algunas de sus piedras dibujadas y reservadas con goma arábiga.
Días antes de dejarnos fue a mi casa, le mostré un grupo de mis monotipias que le gustaron mucho. Su opinión para mí fue siempre muy importante. Aún lo pienso como si estuviera vivo.
En 1992 tienes tu primera exposición personal: Visiones, en la librería Luis Rogelio Nogueras, de La Habana. ¿Cómo recuerdas ese hecho? ¿Algo de lo visto ahí se ha mantenido, como una constante, en tu obra posterior?
Esa muestra la recuerdo con mucho cariño.
¿De qué manera accediste a la librería?
Fernando (lamento no recordar su apellido) se llamaba el director de la Galería Galiano, y atendía también ese espacio. Me preparó la exposición allí. Asistió un grupo pequeño de amigos.
¿Qué tipo de piezas exhibiste?
Mostré obras en papel, dibujos al pastel, todo con cierta carga política. Uno de los dibujos se titulaba “Lavado de cerebro”; otro pertenecía a la serie Puertas cerradas: los cubanos mirábamos a través de un cristal, pues estaba prohibido entrar en hoteles y lugares donde se consumiera en divisas.
Eran monotipias.
¿Algo de lo visto ahí se ha mantenido como una constante en tu obra posterior?
Lo que queda de esa primera muestra es mi apego por la gráfica. Continúo haciendo monotipias, ahora más sofisticadas, más técnicas, en una prensa; es una modalidad del grabado que siempre me ha dado mucha libertad.
En 1993 comienzas a comercializar tu trabajo en la feria de la Plaza de la Catedral. ¿Qué ambiente se vivía ahí? Has dicho que fue un espacio importante para tu proceso de formación autodidacta. A algunos artistas que han ganado un nombre gracias a su talento y dedicación, no les gusta que les recuerden que comenzaron en esas ferias. ¿Es tu caso?
La Feria de la Catedral fue una escuela, un laboratorio y una oportunidad de intercambiar con otros artistas que tenían una formación académica más sólida. Conocí allí a Eduardo Guerra, quien me enseñó los fundamentos del grabado en metal. En los talleres del Instituto Superior de Arte, donde él trabajaba, hice mis primeros aguafuertes, aguatintas, puntas secas… Mezclaba estas técnicas. Tenía hambre de conocimientos, devoraba libros, no me perdía una exposición en galerías y centros de artes, visitaba semanalmente el Museo Nacional de Bellas Artes.
Llevaba a la Catedral lo mejor que hacía, y créeme que me lo tomaba en serio, a diferencia de otros artistas que decían que llevaban allí cosas “para vender” porque su “obra” estaba en casa. Allí me compró y elogió mi trabajo Leo Brouwer; el gran Roberto Matta pasó una vez con alguien del Ministerio de Cultura de Cuba, y adquirió dos obras en papel que tenían una clara influencia suya.
Entre los artistas con los que coincidí en la Catedral estaban Orestes Gaulhiac, Álvaro Almaguer, Gordillo, Hilario Cruz, que era graduado del ISA; Ignacio Mérida, compañero mío durante seis los meses que cursé en San Alejandro; Juan Miguel Pozo, Renelio Marín, Ángel Alonso, José Márquez, Álvaro Medina, de Bauta, a través de él conocí a Emilio Ichikawa: mi serie La escritura y el Límite toma el nombre de uno de sus libros.
Sé que en los inicios fuiste un artista figurativo. ¿Cómo y cuándo llegó la abstracción a ti? ¿Algún artista contemporáneo tuyo o no, fue decisivo en ese cambio de lenguaje?
Si, al principio hacía paisajes. Me iba al Parque Lenin, a la costa, pintaba desnudos, me gustaba mucho dibujar la figura humana. Mis paradigmas del momento eran Guayasamín, Renato Guttusso, José Luis Cuevas, Philip Guston, que era más expresionista, y lo descubrí gracias a Osvaldo Sánchez, a quien conocí en México a través de Roger Ávila.
Le había mostrado mi obra a Osvaldo, y él me prestó varios libros sobre artistas que podrían tener cierta cercanía conmigo. Recuerdo particularmente el de Guston porque marcó un giro y una especie de ruptura en mi trabajo. Al mismo tiempo, venía estudiando las pictografías y petroglifos, el arte rupestre, el arte africano, el arte de los pueblos indígenas de la América prehispánica.
Estando en la Catedral visité México. Mostré obra en la Universidad Autónoma de Puebla, aproveché y visité el Museo Antropológico del DF, El Museo Tamayo, El Museo de Arte Moderno, el Carrillo Gil, el Museo Cuevas, el Museo Frida Kahlo, El MACO de Monterrey. Exhibí piezas en la Galería Nina Menocal. En esa exposición, a la par de obra gráfica (colagrafias) figurativa que coqueteaba con la abstracción; expuse, además, pinturas netamente abstractas.
Ese viaje iniciático lo hizo posible Miguel Díaz Reynoso, agregado cultural de México en Cuba en aquel momento, a quien conocí recién llegado a La Habana. Un día se paró frente a mis obras, que le llamaron la atención, y me dijo que le gustaría dar a conocer el trabajo de artistas cubanos jóvenes; después me presentó a Dante Medina, escritor mexicano, ganador del Premio Casa de las Américas, que era el Director de Extensión Universitaria en una Universidad en Guadalajara.
¿Cómo definirías la abstracción? ¿Qué buscas en este subgénero de la pintura? ¿Qué encuentras?
La abstracción es la liberación, el camino hacia la pureza espiritual. El arte abstracto, al despojarse de todo lo que es reconocible, invita a la introspección, y esta liberación permite un diálogo directo entre el espectador y la obra de arte, ante la cual la interpretación se vuelve mucho más personal y subjetiva.
En un mundo en el que lo material a menudo predomina, la abstracción permite zafarse de las ataduras del contexto y las interpretaciones literales, a través de formas y colores. “La abstracción es como un camino que nos distancia de lo superficial y nos acerca a lo esencial”, dijo Kandinsky. Esto reafirmó mi convicción de que la abstracción es la forma más cercana y directa, la que está en frecuencia con mi alma; siento que cada pieza mía es una especie de radiografía de mi estado de ánimo. Cada día obtengo resultados diferentes, toda obra es una aventura nueva. Y el primer sorprendido soy yo.
De tus tantas exposiciones personales, recuerdo Hablando en lengua (2011), en el Museo Nacional de Bellas Artes, que termina de situarte entre los pintores abstractos más destacados del país. Pero antes hubo muestras muy significativas. Voy a citar dos. Me gustaría que las comentaras con mirada retrospectiva: De la nada al infinito (La Casona, 2004), y Cambio de bola (La Casona, 2005). ¿Cuándo, en cuál exposición sentiste que habías llegado a establecer una marca personal, entendida como un conjunto de signos que te distinguen entre tus congéneres?
De la nada al infinito marcó un punto importante dentro de mi carrera. Había comenzado a trabajar con la galería La Casona, por lo que mi obra se hizo en ese momento más visible a nivel nacional. Ya había mostrado dos veces en Berlín, en Boston, en México, pero me faltaba una exposición de peso en La Habana.
Cuando Cambio de bola, yo tenía más cosas que decir. Sobre esta expo alguien que no logro saber quién es, escribió:
En esta nueva exposición —formada por las series Memorias de la ciudad que me tocó vivir y Del libro de los secretos— ya es axiomático, particularmente en el segundo conjunto de piezas, que su pintura pugna con el significado de determinadas ideas que necesita subrayar para tensar el campo de reflexión y de visualidad generados entre su abstraccionismo y el acertado manejo de la gráfica. Por otro lado, se apoya menos en la reproducción de la enigmática apariencia de elementos de la realidad urbana y prueba a crear su propia y más imaginativa pared desfigurada, la que le nace del adentro subjetivo a partir de experimentar con la riqueza óptica de diversas texturas, materiales y formatos, y una elaboración particular de determinados presupuestos y filosofías depositados en el transcurso de la vida.
Trataste a dos maestros de las artes visuales de Cuba: Julio Girona y Antonio Vidal. ¿Qué elementos significativos para tu desarrollo te aportó la frecuentación de éstos? ¿Crees que te hayan influido de una forma visible? ¿Qué opinión tienes de las influencias? ¿Reconoces que por momentos aparece en tu obra el fantasma de Cy Twombly?
Me siento afortunado de haber expuesto con ambos en muestras más íntimas, entre tres artistas, y en otras colectivas, donde tuvimos la suerte de contar con sus obras.
La obra de Vidal, aunque me gusta muchísimo, no me es tan cercana como la de Girona. Antes de conocer a este último, sentía que éramos amigos. Había leído muchos de sus cuentos cortos, autobiográficos, que me hacían reír con sus peripecias. El trabajo de Girona lo sentía más lírico, más poético, más cerca de lo caligráfico en algunas etapas. Julio mezclaba dibujo y pintura, línea y mancha de una manera que aún me cautiva. Él influyó en mi trabajo. Su sentido de la composición, en la cual la firma se integra con la obra y es parte del dibujo, me mueve. Podría vivir feliz mirando su obra cada día. “Una mulata en un bar de Harlem canta un blues”, esta frase es parte de un aguafuerte; con este texto y tres figuras geométricas, como hojas de un block de dibujo que contienen unos garabatos… Aquí la razón y la locura se dan la mano, el gesto inconsciente, el automatismo y la cordura del trazo geométrico marcan un equilibrio, lo que para mí sería el “justo medio”. Ese automatismo es el me fascina en la obra de Cy Twombly: caligrafía del inconsciente, libertad total. Si, definitivamente en mi obra están los fantasmas de Twombly, Girona, Matta, Alechinsky, los maestros calígrafos orientales, los dibujos de los niños, los grafitis de las calles.
Por tu trabajo has podido conocer mundo. ¿Hay algún país, que no sea Cuba, al que siempre quisieras volver?
Siento un cariño entrañable por México, su gente y su cultura. Siempre es un lugar al que regresar. Recuerdo los olores, los colores de los tejidos, la artesanía, sus magníficos museos, su cocina variada, su rica vida cultural, su gente alegre y amable. Tengo muchos amigos allí. México siempre ha sido generoso conmigo.
Tienes un hijo pintor: Antoine Mena. ¿Mantienen una relación de colegas? ¿Es complicado ser padre de un artista? ¿Te ves en él cuándo eras joven? ¿Te gusta su obra?
Mi relación con Antoine es muy buena. Como artistas, nos respetamos mutuamente. Él es, además de un buen artista, un estudioso y un insatisfecho. Lo he visto trabajar en una pieza muchísimo, un día y otro. Siento que me admira, y eso me llena de particular orgullo, porque los jóvenes suelen ser irreverentes. Con él he aprendido mucho del color.
Lo difícil es ver como a veces pinta encima de una obra que yo pensé estaba terminada, y que me gustaba. Nos parecemos en eso. A veces mi familia me dice “no toques más esa pieza, está muy bien así”. Pero los artistas sabemos que nadie te va a impedir que la vuelvas a tocar, aunque corras el riesgo de destruir lo que habías alcanzado con tanto esfuerzo. Es el afán de perfección, la perenne insatisfacción que nos mueve la búsqueda incesante de algo elusivo que está ahí, que lo ves, y que se resiste a ser plasmado. ¿Recuerdas “¿El perseguidor”, el relato de Cortázar?
Si.
Pues se trata de eso.
Desde hace algún tiempo vives y trabajas en Carolina del Norte, Estados Unidos, donde te has establecido con parte de tu familia. ¿Puedes pintar en cualquier sitio o necesitas apropiarte emocionalmente del lugar?
En Carolina del Norte encuentro la paz. Mi estudio está en Raleigh, un lugar tranquilo donde puedo trabajar concentrado. Los nuevos espacios tienen su historia y su energía. Tienes que invitar a tus espíritus a estar contigo, llenar la casa y el estudio con tus libros, poner tu música, dialogar con el espacio, sentirlo. Ando cargado de recuerdos y vivencias. Me he traído un pedazo de La Habana. Aquí tengo los materiales necesarios para trabajar a menos de 10 minutos. Hoy las nuevas tecnologías han acortado las distancias geográficas; mis otros hijos, mi ciudad, están a un click de cualquier dispositivo electrónico. Cuba ahora mismo no es un buen lugar ni para trabajar, ni para vivir.