Por Ana Zafra Arroyo, Universidad de Málaga
“Adiós, X. Fue bonito mientras duró” podría ser el comienzo de una despedida entre los medios como el español La Vanguardia o el británico The Guardian y el antiguo Twitter. Aparentemente, se trataba de una relación con futuro. La plataforma ofrecía diálogo directo con los usuarios, fuentes más accesibles, seguimiento de la actualidad al minuto… ¿Qué podría salir mal?
En 2009, Twitter pasó de 5 a 71 millones de usuarios y el atractivo de aquel pajarito azul no pasó desapercibido para los medios más innovadores. El Instituto Reuter, un centro de investigación referente en el estudio del periodismo, mencionó en su informe anual de 2012 la estrategia del periódico The Guardian orientada a explotar el potencial de redes como Twitter.
En aquel momento, su encuesta cuantificó que un 43 % de los jóvenes utilizaba plataformas como Facebook y Twitter. Uno de cada cuatro contenidos eran noticias integradas en un flujo constante de comentarios, enlaces, imágenes y vídeos. Poco más de una década más tarde, el diario británico The Guardian ha anunciado su marcha de X porque “las desventajas pesan más que los beneficios”.
Han sido años intensos de relación en los que prácticamente todos los medios han dedicado ingentes recursos económicos y humanos para adaptar sus contenidos, interactuar con los lectores o idear nuevos formatos. Pero fenómenos como la desinformación, el extremismo y la conspiración han intoxicado el ambiente de X hasta el punto de provocar el éxodo de los garantes de un debate veraz.
Algunos expertos en la materia no comparten la decisión de abandonar. Según Ramón Salaverría, “el lugar donde es más necesario una información de calidad es donde predomina la desinformación”.
El principio del fin o cuando Elon Musk se adueñó de Twitter
Cuando Elon Musk compró Twitter en 2022, lo llamó X y su color corporativo dejó de ser azul para volverse negro, que paradójicamente es el color del luto. La red despidió a casi el 80 % de sus trabajadores y suprimió el departamento que moderaba los contenidos. Ante un panorama tan preocupante, caras visibles de la UE como Enmanuel Macron exigieron una mayor regulación.
Las deficiencias en la transparencia de los sistemas algorítmicos o en la moderación de contenidos eran evidentes. Pero, con la Digital Service Act (DSA) y la Digital Market Act (DMA) recién aprobadas, Musk trasladó a la opinión pública la idea de que regular las redes restringe la libertad de expresión. En la actualidad, X está siendo investigada por incumplimiento de la DSA y ha abandonado el Código de buenas prácticas en materia de desinformación.
Este código fue una medida autorregulatoria. Según la UE, “corresponde a los signatarios decidir qué compromisos suscriben y es su responsabilidad garantizar la eficacia de la aplicación de sus compromisos”. Sin embargo, este mecanismo tiene una eficacia muy cuestionada. Además de la autorregulación, existen otras formas de gobernanza no centradas en el Estado. Por ejemplo, el denominado modelo de “múltiples partes interesadas” o multistakeholder, en inglés.
Estos modelos se han considerado una mejor práctica en la gobernanza de internet por parte de la UE ya que no se relacionan con medidas represivas. Pero los modelos de múltiples partes interesadas poseen algunos inconvenientes. La participación de las plataformas en ocasiones es superficial, privilegia a ciertos actores sobre otros e incluso puede deberse más a consideraciones de relaciones públicas que a un cambio de actitud.
Hasta la DSA y la DMA, la estrategia había sido evitar la regulación a toda costa. Aunque, en el contexto actual, las empresas tecnológicas se han dado cuenta de que su mejor opción es la denominada como “cooperación preventiva”, es decir, participar en el proceso legislativo para terminar con leyes que sean lo más débiles y flexibles posibles para ellas.
Redes sociales donde no hay ley
Así, X, Google o Facebook se han consagrado en las legislaciones actuales como servicios intermediarios con escasa o nula responsabilidad editorial. No están sujetas, por regla general, a las obligaciones derivadas de la legislación sobre medios de comunicación. Esto es, normas deontológicas para la profesión periodística, reglas sobre responsabilidad editorial de contenidos, financiación, estatus fiscal, derechos de autor e ingresos por noticias.
La digitalidad ha desdibujado los límites de qué es un medio y qué es un pseudomedio, qué es información veraz y qué es una desinformación, qué es libertad de expresión y qué es derecho a la información.
Usuarios anónimos, influencers y periodistas difunden contenidos a través de grandes plataformas que se benefician de costes de distribución bajos y monetizan contenido creado por otros. Los contenidos, que pueden ser tanto teorías de la conspiración como información veraz, circulan por X en condiciones desiguales, pues los sistemas algorítmicos premian la viralidad característica de desinformaciones. De momento, las normas europeas no asustan al propietario de X.
La desconfianza hacia las noticias, las instituciones, el discurso antistablishment y la conspiración acaban de situar a Donald Trump en el Gobierno de los EE. UU. Musk, que siempre abogó por la no intervención en las redes, ahora tiene un asiento reservado en el Gobierno de los EE. UU. Desde ahí podrá seguir controlando hacia dónde soplan los vientos mientras los medios de comunicación referentes comienzan a abandonar este barco sin rumbo.
Ana Zafra Arroyo, Investigadora FPU y profesora de Fotoperiodismo e Imagen Digital, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.