Cada vez que le decíamos a alguien que luego de San Miguel de Los Baños iríamos a Perico, nos miraban con un poquito de desprecio. Y enseguida venía la frase común: “¿Y ustedes qué van a hacer en ese lugar? ¡Ahí no hay nada!”. Yo a veces no tengo ganas de explicarle a la gente que en todos los lugares hay algo. Algo hermoso, algo verdadero, algo útil. Pero para explicar lo que me mueve el corazón en Perico tengo, obligatoriamente, que hablar de Manolito.
No es una persona, es un pueblo pequeño del centro de Matanzas, distintivo por sus edificios de microbrigada. En la entrada hay un tanque de agua en forma de hongo que se alza como el símbolo alternativo. A Manolito me llevó un novio que tuve hace más de diez años. Me dijo que sus amigos de allá le habían salvado la vida cuando era adolescente. Un día se emborrachó, se escapó de su casa en Alamar y lo primero que le pasó por delante fue una guagua para Matanzas. Logró montarse sin dinero y se bajó en la terminal. Comenzó a vagar con una resaca terrible y en un tugurio se encontró con un muchacho que le compró una cerveza Bruja. El muchacho se llevó para Manolito al que iba a ser mi novio unos años después y que a su vez me llevaría mí, aunque soy abstemia y nunca me he fugado.
En aquella época para llegar a casa de Ceniet y Yosvany había dos caminos. El primero era coger algo hasta Peñas Altas, luego ir hasta el entronque de Caoba y esperar a que pasara la guagüita de El Mexicano, que no era mexicano nada, pero se ponía un sombrero de mariachi. Todo el que se montaba en aquella destartalada guagua se conocía. Algunos se quedaban en paradas intermedias y la última estación era Manolito.
El segundo camino para llegar era un poco más largo, pero también lo recorrí, las veces que a El Mexicano se le rompía la guagua y no había forma de llegar por el camino fácil y barato. El largo y caro era más seguro, más de gente de afuera del pueblo. Matanzas, Unión de Reyes, Sabanilla, Bolondrón, y al fin llegar a Manolito. Fuera como fuera que llegáramos, nos estaba esperando Ceniet.
Ella es rubia de nacimiento. Rubia de ojos verdes. Pero se tiñe de negro, porque los pelos amarillos no le gustan. Es delgada. Camina como si tuviera un tic nervioso en todo el cuerpo. Esa forma la hace ver más atractiva en movimiento que cuando está quieta y parece una gente normal. Su forma de hablar también es peculiar. Es el tipo de persona que a otros les parece “loca”.
Yosvany tiene aspecto de monje. Hace tiempo que se está quedando calvo, pero no hace nada por emparejarse la calvicie. Tiene un estilo de hombre antiguo, honorable y digno. Siempre erguido y con voz pausada, como de viejo sabio.
Cuando entré a su apartamento por primera vez, Yosvany estaba arreglando un tocadiscos. Sobre una mesa había cientos de abanicos y por toda la casa había inventos, soluciones y remiendos cuya genialidad era asombrosa. Entonces supe que eran artistas dedicados a la artesanía. Pintaban y pirogrababan abanicos que luego se vendían en Varadero. Por su trabajo recibían un pago mínimo que les daba para vivir bien. Su vivir bien consistía en tener alimentos, ron, alguna cervecita y algo de ropa. Y también dependía en gran medida de estar en Manolito, en su apartamento de planta baja que era como un centro cultural para el pueblo. Por allí desfilaban los pintorescos personajes que eran sus amigos.
En Manolito vendían café tostado en un quinto piso. Allí vivía una señora viejita que aún dormía en una cuna porque tenía una enfermedad rara. No hablaba, solo hacía sonidos extraños. Eso llamaba la atención de la gente y, aunque vendían café en otros lugares, preferían ir a escuchar a la viejita de la cuna. Yo fui varias veces y nunca pude verla. En otro de los edificios vendían botellas con rones sofisticados y otras cosas que la gente se llevaba de los hoteles “todoincluido” en Varadero y luego las vendían por un precio risible. No era extraño, en aquel tiempo, ver a los borrachos del pueblo tomando Johnnie Walker Red Label en una esquina.
En el pueblo una vez se ahorcó un hombre, lo velaron en la funeraria que queda al lado del edificio de Ceniet y Yosvany. Nadie lloró por él, porque dicen que esos ahorcamientos se estilan por esos lugares y que ya el hombre lo había intentado otras veces. Ese día jugamos el 69, que es ahorcado, y nos ganamos doscientos y pico de pesos. Cuando aquello, ese dinero representaba una pequeña fortuna.
Lo más singular de Manolito era esa familia extendida que se nucleaba alrededor de Ceniet y Yosvany. Allí conocí al Majá, al Gallego, a Joan, a Drinking, a Monga y a Dube. Allí se hablaba de la vida real, se contaban los chismes del pueblo y se aconsejaba a los que venían tristes por falta de dinero o de amor.
Allí se hablaba de Pessoa, de Cortázar, de Kafka, de Poe y García Márquez. Allí se discutía sobre las obras de Felix Pita Rodríguez, Gabriela Mistral, Isabel Allende. Ellos habían leído los clásicos de la literatura cubana y universal. Sabían sobre las vidas de artistas que habían vivido en el renacimiento o en la actualidad. Habían visto películas de culto y consumían un cine variado que iba de Tarkovsky a Tarantino, del cine latinoamericano a Oliver Stone. Su vivir bien dependía de su biblioteca, de sus discos duros con películas, de la gente que llegaba hasta allí desde La Habana y otros sitios, para llevarles nuevos libros y nuevas películas, nuevas historias de artistas y nuevas razones para seguir viviendo bien.
A Manolito fui cuatro veces, incluso luego de separarme de aquel novio, que luego llevó a su siguiente novia. Pasó la pandemia y pasaron años sin que nos viéramos. Nos comunicábamos de vez en cuando por teléfono y alguna que otra vez me llegó un paquete por correo postal lleno de cosas hermosas hechas por ellos para mí. Ahora que estábamos en Matanzas teníamos que ir a visitarlos. Cuando llamé a Ceniet, me dijo que andaban viviendo en Perico, porque estaban cuidando a su mamá. Hasta Perico nos fuimos.
No fue muy fácil llegar de San Miguel hasta El Hormiguero, donde viven ahora, pero llegamos. Ellos están igualitos. La casa de la mamá de Ceniet también está llena de inventos marca Yosvany. Tienen los cuadros pintados por ellos en una pared y un gran librero en el cuarto. Ya no venden artesanías, ahora viven de la venta de plátanos que cultivan en las tierras del papá de Yosvany, por allá por Manolito. Ceniet a veces pinta casas y le pagan por eso. A veces hacen algún trabajito artístico medio pagado, medio gratis. Los dos están retirados de la bebida. Ya no hay alcohol en su fórmula del vivir bien.
Pasamos cuatro días y tres noches en El Hormiguero, dentro de una casita que se parece a lo que yo recordaba de Manolito. Yosvany sigue leyendo todos los días, construyendo artefactos, pintando y haciendo las cosas de la casa junto con Ceniet. Ella me hizo los mismos cuentos de siempre, con la emoción de quien los cuenta por primera vez, pero sabiendo que me los sé de memoria. Me contó cómo después de muchos años se reencontró con Yosvany, su salvador.
Ellos habían estudiado juntos en la escuela elemental de pintura, iban a la misma aula y miraban a las niñas bonitas con los mismos ojos enamorados. Cuando se terminó la escuela eran amigos. Luego pasó el tiempo, pasaron dieciséis años sin verse, hasta que un día Yosvany la llamó para felicitarla por su cumpleaños. Ella se quedó para siempre con él.
Ceniet dice que Yosvany tiene dos amores de su vida y que ella se conforma con el segundo lugar. El primer amor de la vida de Yosvany es Susana. Estudiaron Artes Plásticas juntos en la Escuela Nacional de Arte y por ella lo botaron de la beca y tuvo que terminar el año viviendo sobre las cúpulas del ISA, como un vagabundo de las alturas. Desde allá arriba todo se veía distinto, pero la altura no opacó su amor por Susana. Tal vez ella aún lo ame. En una escena de Suite Habana un personaje grita: “¡Yosvany!”. Dicen que es un pequeño homenaje de Fernando Pérez, el padre de Susana, a ese amor eterno y profundo que traza una línea invisible entre Manolito y La Habana.
Ceniet también tiene dos amores de su vida: Yosvany y Broselianda Hernández. La amó desde que tiene uso de razón. Un amorío marcado por la fantasía durante muchos años, hasta que le escribió por Messenger y chateó varios días con ella. La invitó a tomarse una botella de whisky, aunque en realidad iba a comprar otra cosa, porque el whisky iba a salirle muy caro, pero Brose cogió miedo y nunca fue.
Además de esos dos amores, Ceniet le ha pasado la cuenta a cuanta muchacha linda ha habido por los alrededores de Manolito y a dos o tres nacidas y criadas en Perico. También tiene muy buenos amigos, uno de ellos le regaló una piscina inflable en la que ella y Yosvany pasan las tardes de apagón.
En Perico se va mucho la luz, o más bien, viene poco. Ya la gente se ha acostumbrado a los apagones y tienen su vida organizada en función de eso. Ceniet y Yosvany son felices, pero si tuvieran luz eléctrica serían más felices todavía. Ellos cocinan con carbón y con reverbero del alcohol. Ceniet le tiene miedo a las llamas y prefiere mantenerse lejos cuando Yosvany le echa fresco a la hornilla con una penca. Cuando estuvimos allí nos dieron comida más rica y variada que la que tenemos en La Habana. Hoy me cuenta Ceniet por WhatsApp que almorzaron yuca con aguacate. Un indicio de que a nosotros nos dieron lo mejor que pudieron conseguir. Hoy yo comí arroz, chícharo y calabaza, pero si ellos vienen a nuestra casa, saldremos a conseguirles buenos manjares y café La Llave.
Mis hijos no querían irse de su casa, aun cuando en cuatro días no tuvimos ni 12 horas de corriente. Pero tenían la piscinita y las herramientas de Yosvany, y el portal con flores y un paquete de chicles de menta en la puerta del frío. Mi esposo tampoco quería irse de allí, porque pasaba horas hablando de cine y de literatura con Yosvany y filosofando sobre la vida. Dormimos con la puerta abierta en unos colchones en el piso y pasamos los días descalzos tomando agua de la pila, como de costumbre, y sin señal en los teléfonos.
A mí no me alcanzó el tiempo para todos los cuentos de Ceniet. Me contó que mucha gente de Manolito ha muerto. Murió Joan, el hermano del Majá y el hijo de El Gallego; dicen que le dio una leucemia fulminante y no duró nada. Era un gran amigo para ellos. Yo lo conocí y me celebró mi buena suerte cuando me saqué la bolita con el 69. Murió Monga, de neumonía, por no querer ir al médico. Se había sacado una muela con el pizzero y otra con el propio Yosvany, que le hizo el favor de retirarle la pieza mala con algunas de sus herramientas para hacer artesanías. Dice Ceniet que tal vez las gallinas que tenía en su segundo cuarto le hicieron alergia y la mataron. Monga dormía en un cuarto y en el otro criaba gallinas que ponían huevos sobre la cama. Murió orgullosa de sus gallinas y nunca le faltó huevo, ni siquiera en su lecho de muerte. También murió Rafael Martínez, el viejito que cantaba punto guajiro.
Mi tristeza por los muertos de Manolito se desvaneció cuando Ceniet me enseñó la foto que se tiró con Ana Belén en un aeropuerto de España. Ella siempre soñó con ir a España a conocer a Ana Belén y se le hizo realidad el sueño. Dice que cuando la llamó por su nombre se hizo la desentendida, pero Ceniet le dijo: “María del Pilar Cuesta…”, y miró enseguida, le dijo bajito que no le dijera a nadie que era ella. Se hicieron un selfie y se despidieron.
A Yosvany no le gusta viajar. Él es un viajero inmóvil, como Lezama. Viaja a través de los libros y las películas.
Ceniet está loca, se sabe de memoria todos los poemas de Alfonsina Storni, lee compulsivamente los capítulos 8 de todas las novelas y Fito y Charly son la infinita banda sonora de su vida. Se lleva bien con todo el mundo y conoce todos los vericuetos de Perico. Me manda fotos de su cocina, de un plato de yuca o una frase del Dalai Lama. Ahora está pintando frutas en discos de acetato, para vender.
Espero que podamos regresar pronto a Perico, o a Manolito, dondequiera que estén ellos; allá iremos a compartir un pedacito de vida sencilla y hermosa. Iremos a escuchar a Pablo, a Silvio, a Serrat, Sabina, Víctor Jara, Chico Buarque, Mercedes Sosa y Violeta Parra.
Me cuenta Ceniet que ayer solo tuvieron tres horas de corriente y me dice que nos abraza fuerte y nos quiere. “Esto es un eterno campismo”, y se despide con una foto de la nueva ventana en la pared del cuarto. Cuando estuvimos allá tenían en plan abrir un hueco para que entrara la luz y el aire y no los ensombreciera el apagón. “¡Qué lindo les quedó!”, le dije y me contestó: “Lo que importa es tratar de ser feliz con lo que tenemos”.