“El último año ha sido uno de los más difíciles en tiempos recientes, el año que viene queremos ver el árbol más grande de la historia aquí montado”, con estas palabras el sacerdote Pierbattista Pizzaballa, Patriarca Latino de Jerusalén y enviado del papa a Tierra Santa, hacía referencia a la Navidad que, ensombrecida por las masacres en Gaza, se celebra hoy en la ciudad palestina de Belén.
Esta es mi cuarta Navidad en Tierra Santa, la segunda en medio de la cruenta guerra en la Franja de Gaza, en la que han muerto ya más de 45 mil personas. La primera vez vine a Belén por curiosidad; las dos siguientes, por trabajo. Este año, aunque me había jurado no volver, lo hago también por amor al periodismo.
Venir a Belén un 24 de diciembre es siempre complicado, antes de la guerra esta pequeña ciudad de Cisjordania ocupada se llenaba de peregrinos, turistas, sacerdotes y religiosos de toda clase y de todos los rincones del mundo. Era imposible dar un paso y el tráfico para llegar a la Basílica de la Natividad, iglesia edificada sobre el lugar donde hace más de 2000 años nació Jesús, era imposible.
Pero este año, como el pasado, es diferente. La guerra ha llevado el turismo a cero; además, Israel restringe el acceso de los palestinos cristianos del resto de Cisjordania a Belén. Los puntos de control israelíes, únicos accesos de territorio de Israel a Cisjordania y viceversa, suelen reforzarse en Navidad. Cruzarlos, sobre todo de regreso a Jerusalén, puede ser una verdadera odisea.
Hoy Belén no es la ciudad alegre y festiva que conocí en 2021 y volví a ver en 2022. No hay árbol de Navidad ni mercadillo navideño. Las luces que conmemoran el nacimiento del hijo de Dios están apagadas.
Hoy el desfile que precedió a la llegada del Patriarca Latino se hizo sin el tradicional sonido de gaitas y tambores. Las pocas bandas de scouts marchaban al triste ritmo de un silbato por calles casi desiertas.
Belén parece muerta y quienes más lo sienten son sus habitantes. Belén es una ciudad que vive del turismo y sin los miles de visitantes que llegaban tras las huellas de Jesús la ciudad languidece, la gente cierra sus negocios, muchos —los que pueden— se marchan, tal vez para siempre.
Bien lo sabe mi amigo Sami, un palestino grandote y bonachón que siempre me recibe entre besos y abrazos en su minúscula tetería. “Creo que Jesús está triste porque su gente está muy triste”, me dice mientras me ofrece el único té que vende en su negocio, una infusión en la que mezcla todo lo que tiene a mano, incluidas flores y que sabe de maravilla.
Antes de la guerra, el callejón donde trabaja Sami estaba siempre lleno de gente que disfrutaba de su rara infusión y más aún de la alegría contagiosa de este buen hombre. “Necesitamos que los turistas vuelvan y vean que Belén es seguro”, concluye el vendedor palestino y se dirige a atender a algún otro cliente local.
Lo mismo dice minutos más tarde el Patriarca Pizzaballa ante periodistas de todo el mundo: “Ahora que nos están viendo, a todos los peregrinos del mundo, les quiero decir, no tengáis miedo, es seguro, venid a Belén. Nosotros no tenemos miedo”. Y concluye: “no tenemos luces [de Navidad], pero nosotros somos luz”.
Algo sí se mantuvo: en la Iglesia Evangélica Luterana de Belén han colocado el tradicional pesebre; solo que esta vez, en lugar de un establo, el niño Jesús, como hace doce largos meses, reposa sobre escombros, arropado por una kufiya palestina.