Entre la alegría y el recelo se preparaban las tradicionales cenas en vísperas de Navidad, con la misma presteza que se enganchaban detrás de las puertas armas y municiones. Aquel 24 de diciembre de 1868 Santiago de Cuba traducía las excitaciones que embargaban a sus habitantes. La Revolución estaba a toda marcha en la comarca oriental, y ni las lluvias ni las brisas neblinosas del invierno, que prometía ser crudo, enfriaron los temores de un presumible asalto de las huestes mambisas a la ciudad.
“No se veía gente por las calles. El trabajo paralizado, incomunicados con el interior, no se conocían los sucesos que se desarrollaban casi a nuestra vista, y las banderas cubanas continuaban ondeando en el Puerto de Bayamo, en las alturas de San Pedrito, y se señalaba el correr de jinetes por Quintero y Caimanes; había verdadera zozobra, y las noticias que se propalaban, sin saber de qué fuentes partían, dábanse [sic] como fidedignas, y se temblaba ante la idea de su realización: hablábase [sic] en secreto, decíase, en confianza, que los insurrectos entrarían aquella noche, que aquella Nochebuena cenarían en la población”, describió Emilio Bacardí en su novela histórica Via Crucis.
“¡Corre…corre que ahí vienen!”. Los campanarios acababan de marcar las cuatro de la tarde cuando el pánico empezó a tocar de casa en casa, como tornado que va mugiendo y dislocando puertas y ventanas. “¡Cierra bien, nadie sabe qué es lo que hay!”, se aconsejaban los vecinos en vocinglería tropelosa.
Iba a celebrarse Nochebuena, pero acabó siendo una jornada de sobresalto y retenida en la memoria de los santiagueros, como un capítulo insólito, por la acción casi mitológica de un hombre.
Un Pío osado
Desde el oeste, con la serenidad que dan el valor y la fe, llegó en un caballo moro agüinado el jinete de arrogante postura. Las calles, desiertas a su paso, eran barridas por continuas ráfagas de viento que revolvían el polvo y lo enrollaban en nubes fugaces. Entró por la Calle del Reloj hasta la de Providencia, dobló a la del Calvario, luego anduvo San Jerónimo y subió por la de San Pedro hasta la sede de gobierno. Desde algunas bocacalles y viviendas surgían improperios y gestos hostiles, que rebotaban en la coraza moral del rebelde y en las cejas fruncidas del cabo al frente de la escuadra que, con la carabina al puño, se encargaba de custodiarlo.
Era alto, delgado, de ojos vivaces, bigote ralo y melena incipiente; la severidad de su rostro delataba un carácter frenético y temerario. Vestía traje de dril crudo, botas de charol y sombrero de castor de alas anchas, con una cinta tricolor que le colgaba por detrás. Muchos reconocieron de inmediato en aquel semblante al joven Pío Rosado, quien había sido maestro de Aritmética en el colegio Santiago, asiduo en la Sociedad Filarmónica y los salones de esgrima, y particularmente famoso por sus trifulcas mosqueteras sin mayor pretexto con los agentes castrenses, que le costaron multas y calabozos en más de una ocasión.
Ahora regresaba cubierto por la escarapela de capitán mambí y la mística del diablo.
―¡Es Pío el que viene! ―celebraban los simpatizantes― ¡Siempre fue un valiente!
―Hay que convenir en que es muy atrevido. Podrían fusilarlo ―cuchicheaban otros en tono bajito, mirando a los lados.
―Si lo reciben es porque ya los han reconocido como beligerantes. Además, si lo matan los diez mil hombres que nos cercan pasarían a degüello a la población ―dramatizaban los más aprensivos.
Centrado en su misión, y aun recordando los viejos tiempos en que era “gallo” barrial, Pío Rosado avanzaba sin que le temblaran las carnes. Lo precedía a pocos metros Manuel Acosta, pardo achinado no menos bravo, tremolando una tela blanca atada a un cuje en señal de parlamento. Ante el episodio inaudito, pues entre ambas partes en guerra no solían darse esa clase de alternativas, empezaron a movilizarse los curiosos, fascinados por verificar con ojos propios lo que para sus cabezas era maquinalmente inconcebible.
El hombre de Mármol
Luego de transitar desde el Paseo de Concha (hoy Martí) hasta la Plaza de Armas (actual Parque Céspedes) llegó el parlamentario al palacio gubernativo, se desmontó y entró como Pío por su casa hasta el despacho del jefe militar y gobernador de la provincia, Fructuoso García Muñoz. Venía a entregarle un pliego firmado por el general Donato Mármol, su jefe, relativo al canje y tratamiento de prisioneros.
La entrevista duró poco y de más está decir que el brigadier García Muñoz no aceptó recibir el mensaje de Mármol, pero manifestando la hidalguía hispana y el pundonor de un militar de academia, no solo dejó reincorporar a la manigua al audaz comisionado, sino que ordenó al teniente Pedro Blázquez Ruiz que con cuarenta lanceros de a caballo lo condujera sano y salvo hasta el Fuerte de Santa Inés, donde mismo se había presentado el insurrecto para pedir el ingreso a la ciudad atrincherada.
A la salida del edificio, Pío Rosado se topó con los rugidos de los voluntarios y civiles opuestos a la revuelta, que se habían apiñado en los exteriores para desembarazar su indignación; incluso algunos estaban subidos en los árboles y farolas. “¿A qué vino el pillo? ¡Cómo dejarlo escapar! ¡Merecía ser ajusticiado por tal osadía que representaba un ultraje al Pendón de Castilla!”, clamaban muchos partidarios, “especialmente los coléricos voluntarios que apretaban con rabia sus fusiles, deseosos de cometer un asesinato en la persona del varonil emisario”, reseñó el historiador Gerardo Castellanos en su Historia de Santiago.
Inmutable cruzó Pío Rosado el tumulto. Llegó donde el caballo amarrado y advirtió que le habían cortado una correa de los estribos y la capotera. Dejó resbalar una risita desdeñosa y susurró en tono imperceptible: “¡Simples!”, ganando de un salto la montura. Desde un balcón, el general García Muñoz observaba la escena, fumando un cigarro y haciéndose el sordo ante los gritos de “¡Muera!”. Ya montado, Pío Rosado se despidió con ademán marcial y el gobernador correspondió el saludo. Más allá de dos hombres que defendían visceralmente ideas antagónicas, prevalecía el honor.
El oficial mambí y su ordenanza echaron a andar con la misma calma y altivez que habían llegado, dejando atrás la ciudad natal sumergida en el capuz de la noche y en una batalla de impresiones contrapuestas. En el imaginario social fue la apoteosis; y la leyenda de aquel gallo que cantó en valla ajena, como Aquiles en Troya, no sería olvidada jamás.
Páginas de gloria
El Aquiles santiaguero lo llamaron sus contemporáneos. Pío Segundo Celiano, primogénito del matrimonio de Pío Rosado y Vicenta Lorié, nació el 8 de julio de 1842 en la Calle de la Carnicería (que hoy lleva su nombre), una de las más céntricas de Santiago de Cuba. Integró la hornada que experimentó el florecimiento intelectual y la explosión patriótica bajo la tutela de Juan Bautista Sagarra Blez, uno de los grandes pedagogos cubanos de mediados del siglo XIX. En tiempos de paz fue además de profesor, redactor del periódico literario El Oriente, agrimensor, maestro de obras y poeta a ratos.
Al estallar la evolución de Céspedes se convirtió en uno de los furibundos conjurados en la capital oriental hasta que, de buenas a primeras, en noviembre de 1868 se le vio vestir el uniforme de rayadillo azul. “¿Tú, Pío?”, le espetaron desconcertados sus cofrades, creyéndolo un cambiacasaca; pero en realidad se trataba de un artificio: “Compay, no ve usted que con esto tengo arma y salvoconducto seguro”, confesó a su socio Emilio Bacardí.
En efecto, días después “desertaba” del Segundo Batallón de Voluntarios y salía pertrechado por el camino real a Bayamo, para alistarse en la tropa de Donato Mármol, coterráneo y amigo de la infancia que lo designó ayudante y poco después jefe de su Estado Mayor. Como parte de la División Cuba participó en el incendio de Bayamo, en la contraofensiva que intentó frenar el avance del Conde de Valmaseda hacia esa ciudad, y en decenas de combates posteriores hasta alcanzar el grado de coronel.
Secundó la dictadura de Mármol, fue delegado por Santiago a la Cámara de Representantes, abogó por la restitución del presidente Céspedes, en junio de 1870 pasó a desempeñarse en el Estado Mayor del general Máximo Gómez y fue entusiasta promotor del plan de invasión a la jurisdicción de Guantánamo. En enero de 1872, agobiado por las enfermedades y el desaliento, embarcó hacia Estados Unidos, donde laboró junto a Pedro de Céspedes y Francisco Vicente Aguilera, el segundo vicepresidente de la República mambisa, para unir la emigración y organizar expediciones. Rechazó el Pacto del Zanjón y apoyó a Antonio Maceo durante su viaje al exilio, aunque terminaron distanciados por discrepancias.
Para vindicar el nombre de Cuba sostuvo duelo personal con José Ferrer de Couto, director del periódico El Cronista, de Nueva York. Si bien en esa ciudad se pactó el desafío a pistola, vino a concretarse el 25 de agosto de 1874 en Bruselas, Bélgica. Los contendientes se ubicaron a treinta pasos, aunque tenían la licencia de avanzar una vez dada la señal. Pío Rosado dio cinco zancadas y apuntó con la zurda, pues recién había sufrido una herida accidental en su mano diestra. El integrista español, que no se movió, disparó primero sin dar en el blanco. El cubano acortó dos pasos y jaló el gatillo. En acto reflejo se llevó Ferrer de Couto la mano al abdomen, donde sentía rebullir la sangre, y al notar la gravedad del tiro cayó en brazos de sus padrinos, exhalando: “No quiero disparar”. En el acto se reconciliaron los rivales, pero el plomo, que nunca pudo ser extraído, siguió perforando las entrañas hasta causarle finalmente la muerte tres años después.
Mas Pío Rosado no fue un mero hombre de acción o un díscolo. Tuvo vasta cultura, leía sobre Política, Ciencia y Filosofía, militó en un grupo de librepensadores y publicó en periódicos extranjeros encendidos artículos en defensa de la causa libertaria. En cartas y escritos con su firma puede leerse la hondura de pensamiento: “Llegará el día en que Cuba, redimida y purificada, tendrá jueces inteligentes y honrados, capaces de discernir el premio al mérito y el castigo al delincuente. ¡Y ay entonces de los que han usado el poder para ultrajar los fueros de la razón y de la justicia; ay de los que han conculcado los sagrados derechos del pueblo; ay de los que han tratado de mancillar con falsedades y calumnias la inmaculada reputación de hombres honrados! ¡Ay, en fin, de vosotros, repugnantes y odiosos ministros de la iniquidad y la mentira!” (Kingston, 6 de agosto de 1876).
Final impío
En la urbe neoyorkina se vinculó al comité revolucionario encargado de preparar la Guerra Chiquita (1879-1880). A inicios de marzo de 1880, con el general Calixto García a la cabeza, Pío Rosado —ya ostentando los grados de brigadier— partió rumbo a la isla desde la ciudad de Jersey en la llamada expedición de Hattie Haskel, una goleta de velas de dieciocho toneladas. Frente a las costas cubanas, el 4 de abril, vieron luces a lo lejos y sospechando que se trataba de un buque español navegaron a Jamaica. Allá una avería complicó todavía más el viaje.
Para cuando desembarcaron el 7 de mayo por una playa cerca de Aserradero, al suroeste de Santiago, ya era tarde. El movimiento independentista había sido sofocado y apenas dos días después de pisar tierra, cayó sobre los veinte hombres una cacería feroz. El contingente expedicionario buscó intrincarse en la Sierra Maestra, pero el 29 de junio fueron emboscados y abatidos con tal tenacidad en la Loma del Diablo, por la zona de Guisa, que acabaron en desbandada. Víctimas de la mala estrella, uno a uno fueron cayendo, muertos o prisioneros, aquellos patriotas; en su mayoría veteranos de la Guerra Grande.
Pío Rosado quedó aislado. Descalzo y hambriento deambuló tres días hasta que desfallecido buscó refugio en el potrero El Socorro. Vaya paradoja del destino. A riesgo de descubrirse se acercó al peón Amador Estrada, este le dio de comer y beber, y se brindó para comprarle un par de zapatos de cuero en Bayamo. En cambio, el Judas Estrada se fue al cuartel en busca del comandante Joaquín Encinas y es sabido que dijo a los soldados de la entrada: “Mañana les traeré las guatacas de Pío Rosado para que se las coman asadas”. Cuatro centenes fueron el precio de su traición.
Conociendo el escondite del fugitivo, el comandante Encinas se disfrazó de paisano, con guayabera y machete al cinto, para presentarse ante el insurrecto como el dueño de la finca y prometerle ayuda para sacarlo a la costa y embarcarlo al extranjero. Lo que no alcanzaba a presagiar el paladín santiaguero, quizás cegado por sus penurias, es que se trataba de una trampa y que de allí solo saldría prisionero.
Conducido a Bayamo, lo condenaron en juicio sumario al paredón. En su última noche pidió a sus captores leer algo de Flammarion, pero no apareció el libro del astrónomo francés, uno de sus autores favoritos. Al amanecer, en la explanada del Fuerte España, a orillas del río Bayamo, estuvieron a su lado el capitán italiano Natalio Argenta, otrora soldado garibaldino, el mexicano Félix Morejón y el camagüeyano Enrique Varona, compañeros de aventura que también habían resultado presos días antes. Los ejecutaron de espaldas —a pesar de sus protestas, porque así lo imponía la ley para los “filibusteros”— y con los cañones de los fusiles casi tocando las cabezas.
En concordancia con su actitud laicista y rebeldía innata rechazó los auxilios espirituales. No mostró arrepentimiento. “Un segundo después de haber sido fusilado me encontraré en otros confines conspirando por Cuba”, remachó al capellán. El aliento de la muerte soplándole la nuca como una espoleta activó en el brigadier Pío Rosado un lúgubre recordatorio: era el 7 de julio de 1880. Iba a morir el día antes de cumplir 38 años. Fatídica coincidencia. Con la voz entremezclada de angustia e ironía de quien hace una fiesta de su funeral, exclamó: “¡Viva Cuba Libre!”… Y una súbita descarga le apagó para siempre el enérgico grito.
Fuentes consultadas:
Florencio Villanova y Pío Rosado (1854-1880). Notas históricas rápidas, Emilio Bacardí.
Crónicas de Santiago de Cuba (tomos IV y VI), Emilio Bacardí.
Próceres de Santiago de Cuba, Felipe Martínez Arango.
Biografías de personajes olvidados, Ramón Martínez.