La primera vez que yo fui a la cinemateca fue a ver Stalker de Andrei Tarkovski y aquella película era tan lenta, tan hipnótica, tan misteriosa, que me dormí; entonces yo estudiaba mi primer año de Historia del Arte y fue la profesora de Filosofía Magaly Espinosa la que me habló por primera vez del arte complejo y de aquel cineasta ruso que yo tenía que conocer si quería desarrollar mi sensibilidad y mis conocimientos más allá de lo que la universidad me podía ofrecer.
En aquellos años la Cinemateca estaba en La Rampa, la sala de cine más linda de Cuba, y yo me escapaba del último turno de clases para poder ver las tandas de las 5 y las 8. Fueron mis años de amor por Monica Vitti y Antonioni, por Anna Karina y Godard, por Giulietta Masina y Fellini, por Bergman y todas sus mujeres. Años de epifanía, de aprendizaje sobre la existencia, de discusiones, de apasionamiento. De sueños y pesadillas encontrados en la pantalla de aquel lugar.
En La Rampa yo tenía mi asiento y era de los primeros en entrar para que nadie me lo ocupara. Estaba en la primera fila de la platea alta, en el centro, pegado al muro, sin la cabeza de nadie por delante, con ningún obstáculo entre la pantalla y yo.
Después la Cinemateca se mudó al Cine Chaplin y yo perdí mi asiento privilegiado. Entonces mi rutina cambió y me quedaba más tiempo en el vestíbulo esperando a que llegara una joven escritora que me apasionaba y que solía sentarse en una butaca distinta todos los días; yo me sentaba detrás de ella y no dejaba de mirarla hasta que se apagaba la luz y desde la pantalla Nastassja Kinski, o Isabella Rosellini, o Sophia Loren me sonreían. En las películas uno vive las aventuras que no se atreve a vivir en la realidad.
El deseo es una herida, una fisura de la realidad. El arte del cine consiste en hurgar en el deseo para proyectar en una pantalla la naturaleza informe de lo real.
Gracias al parpadeo del ojo el cine es un deseo proyectado.
Recuerdo que cuando era niño y mis padres me llevaban al cine, a una sala de cine de barrio, yo esperaba ansioso ese momento en que la luz general se apagaba y desde el fondo, en lo alto, comenzaba la proyección.
Entonces lo primero que yo hacía era seguir con la vista el haz de luz, sombras y polvo suspendido que sobrevolaba nuestras cabezas hasta llegar a la pantalla blanca, que ya no era blanca porque se había poblado con las primeras imágenes en movimiento de la película que habíamos elegido ir a ver.
Hay que volver a las salas de cine, a las proyecciones públicas, al espacio social que el cine convoca; hay que soñar ese día y movernos hacia él; hay que trabajar para hacerlo posible; solo así podremos superar la realidad de hoy y rescatar esa variante óptima de ver películas y sentirlas, inmersos en una experiencia social.
Hay que volver a la Cinemateca, al lugar del espectador, al espacio de encuentro con los prójimos, a la habitación propicia para vislumbrar lo incógnito, encontrar otras vivencias espirituales, materializar los deseos, fomentar la fraternidad.
Es preciso cruzar las grandes aguas, nos diría el I Ching, o tal vez sea suficiente con penetrar en “la zona” y atravesar sus charcos de agua y sus espacios mutantes guiados por el Stalker de Tarkovski; la cuestión es saber volver a la habitación en la que habitan y se cumplen los deseos, y allí recuperar ese instante en que se suspende el polvo sobre nuestras cabezas… y en el reino de la fantasía, el cine, llueven las imágenes.
*Este texto fue publicado originalmente en la cuenta de Facebook de su autor. Se reproduce con su consentimiento explícito.