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La indiferencia o el rechazo hacia lo que suele escribirse en renglones cortos, tiene, a mi modo de ver, dos causas principales: 1) aquello no nos dice nada, o sea, no lo entendemos; y 2) el lenguaje empleado nos resulta sospechoso de frivolidad o nos repele por alguna otra razón. Quiero dedicar estas líneas a los lectores que, sea cual fuere la causa, no suelen abrir nunca libros de poemas, y de cuyas vidas la poesía en verso no forma parte.
Lo primero que querría compartir es que la poesía en versos a mí tampoco me dijo nada hasta mis 16 años. Tuve que descubrir primero el amor para que un primer puñado de poemas llegara a interesarme. Pero a lo mejor ni siquiera ese puñado hubiera conseguido gustarme, de no ser porque me fueron presentados de la mejor manera posible: por mi abuela Fina. Ella decía que los poemas son tanto de quien los escribe como de quien los recuerda. Una prueba de ello es que escuchar los sonetos de Garcilaso y de Quevedo en la voz de sus autores no hubiera tenido mayor impacto en mí que el que me hizo escucharlos en la voz de quien tan fervientemente los recordaba.
Lo segundo que añadiría es una frase de Samuel Feijóo que dice así:
Al oído del joven – No pidas entender, y sí no entender, porque lo que entiendes es tuyo ya, y lo que no entiendes gana a toda hora tu deseo.
Algo que gane a toda hora nuestro deseo sería un regalo máximo, ¿no es así?; equivalente tal vez a la juventud misma. Por ello considero importante exponernos, a través de la poesía, a lo que no entendemos, ir acostumbrándonos a esa alta compañía. De otro modo solo nos dará deleite o energía un subconjunto de aquello que entendemos. ¡Es tan limitado (y dudoso) el conjunto de lo inteligible! Valdrá infinitamente la pena ampliar el diapasón de nuestro deleite hacia aquello que rebasa nuestro entendimiento. En ese conjunto más vasto hallaremos sin duda cosas que colmen nuestro corazón, y nos lo preparen para el choque con otras realidades sobrepasadoras, como es la propia vida, el amor, o la muerte.
Hablando de la muerte, he aquí uno de esos poemas que me han acompañado durante años, sin hacerme sentir nunca la necesidad de entenderlo:
Vendrá la muerte a transformar el lila
reminiscente de tus trajes idos,
sorpresa será el césped conocido
y la taza en tu mano ya dormida.
Barroco el reverbero que encendía
la seda antigua de tu bata oscura,
no dorará el sonido y la dulzura
de las madrugadoras cucharillas.
Perderé tu manera de llamarme
que me hizo desear aún otro rato
en la tarde más fiel poder quedarme.
Y en traje nauseabundo y desasido
perderé la honda sombra, que no el árbol,
perderé lo que había ya perdido.
Muchos años después, descubrí sin buscarlo que en este soneto Fina hablaba de su madre, la pianista Josefina Badía, quien falleció relativamente joven, el 7 de febrero de 1962, el mismo día en que nacería yo doce años después.
Encontrar ese referente no fue, sin embargo, lo que logró que el poema me fascinara. Desde antes me fascinaba. Descubrir de qué hablaban esos versos no hizo más que modificar un poco mi disfrute. No fue para tanto: no significó una iluminación, ni un cambio radical en mi afecto por aquellas palabras misteriosas en las que siempre confié. Lo esencial ya lo tenía, cuando no entendía nada, cuando el solo comienzo aquel: “Vendrá la muerte a transformar el lila reminiscente de tus trajes idos” me provocaba un agrado, un estremecimiento, una sensación difícil de definir pero inequívocamente “elevada”.
Estoy seguro de que todos hemos sentido eso alguna vez, de mil maneras, en las más diversas circunstancias: oyendo música, bebiendo, fumando, estudiando, meditando, conversando o guerreando. Tan solo pretendo comentar que lo que produce ese agrado, ese estremecimiento, esa elevación, tiene nombre, y ese nombre es anagogía. Es una palabra que ha caído en desuso desde hace varios siglos; pero me parece un concepto que vale la pena rescatar.
El vocablo ha tenido distintas aplicaciones a lo largo del tiempo. Proviene del prefijo griego ana, “alto” y del verbo agein, “guiar”, por lo que significa “guiar hacia lo alto”. En el siglo IV a.c, Platón lo utilizó en el sentido de “realzar”, de mover el alma hacia el topos uranos, el lugar celestial donde residen las ideas, que para él son la realidad última.
Posteriormente, Aristóteles y los estoicos llamaron anagogía al estudio y comentario de los mitos. Mucho después, en la Biblia llamada Biblia de los Setenta, Septuaginta, en honor de sus setenta traductores, reaparece la palabra anagogía como “libertad”, en el contexto de la liberación del pueblo judío del yugo de los faraones. En el siglo II, el neoplatónico Clemente de Alejandría la utiliza como “superación”, explicando la necesidad de superar el sentido literal de los textos sagrados para acceder a la alta esfera donde reside la Divinidad.
En la Edad Media, en el siglo XII, nos encontramos con el concepto de anagogía en los escritos del abad Gioacchino da Fiore —una figura increíble, muy apreciada por Cintio Vitier—, quien estableció que la Biblia, y también cualquier otro texto, puede tener hasta cuatro tipos de sentido: literal, moral, metafórico… y anagógico. Como recurso mnemónico se ha asociado estos cuatro sentidos con las cuatro direcciones cardinales: literal, lo que se ofrece a la vista, está delante; metafórico, lo que se oculta en símbolos, está detrás: moral, lo que es el fundamento, está debajo; y anagógico, lo que está fuera del mundo, arriba.
Luego, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica explica que el sentido anagógico se usa para hablar de aquello que está en la gloria eterna. Y de ahí en adelante, pocas veces vuelve a mencionarse el concepto. Tras haber surgido en Grecia y quedar recogido en el vocabulario escolástico medieval, sufrió en el Renacimiento el mismo rechazo e indiferencia que muchísimas otras cosas provenientes del entonces reciente pasado medieval —prejuicio muy desafortunado que en parte perdura hasta hoy—.
En el siglo XVII, el filósofo holandés Baruch Spinoza acuñó la expresión sub specie aeternitatis (“desde el punto de vista de lo eterno”), la cual está estrechamente relacionada con el sentido anagógico. De los cuatro sentidos de un texto (literal, metafórico, moral, anagógico), es solo el último el que no tiene referentes en el mundo; es el único que no guarda relación con fenómenos mundanos. Si el poeta invoca, por ejemplo, un caballo que galopa envuelto en llamas por la orilla del mar, no necesariamente está invitando al lector a sentir el hedor que desprende su carne quemada; tampoco ese caballo será necesariamente símbolo de algo, ni encerrará una alegoría o una parábola. Todos esos sentidos pueden comparecer, o no, por añadidura, mas lo único cierto es que un caballo corre en llamas por la orilla del mar. Es una imagen para la eternidad —esto es, libre de referentes temporales— y debe ser escuchada o contemplada, ante todo, desde ese punto de vista: sub specie aeternitatis.
La persona que no hace esto y continúa buscando referencias o asideros lógicos en el poema, será la misma que afirme honestamente no entender nada, o la que crea falazmente haberlo entendido todo. No es que no se pueda o no se deba tratar de entender un texto poético de todas las maneras posibles. Es solo que sería una lástima limitarnos a la dimensión de lo inteligible.
Las afirmaciones de Martí de que “la poesía es más necesaria a los pueblos que la industria” y “en los libros de ciencia es donde encuentro yo poesía mayor” resultarán incomprensibles mientras se piense que poesía es solo aquello que se escribe en renglones cortos. La realidad es que cualquier cosa que contemplemos sub specie aeternitatis será un poema —es decir, provocará un agrado, un estremecimiento, una “elevación”, semejantes a los que a veces consiguen provocar los versos de un poema—. Y naturalmente, lo que lleguemos a contemplar desde el punto de vista de la eternidad, no tiene por qué acabársenos, como sí se nos suele gastar, por ejemplo, un chiste, un acertijo, o una frase ingeniosa.
Allí donde la teología medieval afirma que en la eternidad apareceremos con nuestra mejor palabra y nuestro más bello gesto, en el siglo XIX el poeta John Keats escribe que “A thing of beauty is a joy forever”, y ambas cosas son la misma verdad, cada una emergiendo del esquema mental de su época.
Si un objeto de belleza puede ser una alegría eterna, no es por aquello que literal, moral, o metafóricamente nos comunica, sino por su sentido anagógico —aquel que es capaz de ganar una y otra vez nuestro deseo, y acompañarnos e influirnos acaso para siempre—.
El magisterio de Martí y el legado de Orígenes convergen en este punto esencial: la cultura y la libertad no son mundos aparte, forman una unidad. Como forman una unidad la cultura y la vida. Existe un modo poético de gobernar, de administrar, de comerciar, de guerrear, de trabajar, de enseñar. La razón no triunfa sin la poesía y sin la imaginación. Pero evidentemente no estamos convencidos de esto. El hecho de que nuestros dirigentes, hombres de negocios y hombres públicos sean prosaicos, se debe en parte a que dudamos que el lenguaje poético pueda contener una verdad. En otras palabras, de algún modo los queremos así. Adoctrinados por el causalismo sucesivo, y por la precariedad multiforme de la vida humana, no podemos creer que lo más alto sea de veras lo más cierto. Por mucho que se haya dicho para refutar esa sospecha desde los tiempos del oráculo de Delfos, otros tantos argumentos han venido a reafirmar nuestra ofuscación.
Pues con Grecia hemos topado, consideremos, a modo de conclusión, la palabra kosmos. Esta significaba “orden” y al mismo tiempo “belleza” u “ornamentos”. Otra rica y compleja palabra era kaos, el padre de la noche y de las sombras, que hemos reducido a mero antónimo del orden. Usamos todavía la palabra cosmos para significar el universo; porque aún nos parece un sistema funcional, ordenado. Pero universo ya no contiene el sentido de belleza, de ornamentos, expresado en la palabra cosmos. Este sentido ha quedado aislado y ha dado origen a los “cosméticos”.
Cosmético hoy puede ser sinónimo de superfluo, pero nosotros recordaremos o, si fuera preciso, inventaremos, que hace más de 2 mil años la belleza y el ornamento no estaban separados de lo estructural. Mucho menos eran vistos como algo accesorio. Eran consustanciales al tejido del orden magno que abarcaba inclusive al caos.
Así pues, en la lengua griega estaba inscrita una verdad que después ha podido perderse: la belleza y el orden, el ornamento y la función, forman una unidad. Esa armonía perdida es el secreto ardiente que constantemente olvidamos. Vislumbrarla es la reparación más honda, el cumplimiento más profundo; a veces lo llamamos justicia poética. Porque poesía o poiesis, el acto de crear, es otra palabra de origen griego cuyo sentido hemos sepultado bajo acepciones menos trascendentes, igual que hemos hecho con el caos y el cosmos. Cuando la poesía, ante todo, es la esencia de aquello que amamos, lo que nos gusta de aquello que nos gusta, el aliento de lo que nos da aliento, el heraldo de la unidad perdida, el vehículo de la justicia deseada. Como dijera Chesterton, su ausencia es como una noche que nos hace olvidar que olvidamos; su presencia, un relámpago que nos hace recordar que olvidamos.