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“Esto no es un libro. Quien toca esto, toca a un hombre”. Las palabras de Walt Whitman me han estado rondando durante toda la lectura de Bladimir Zamora. El placer de la herejía, investigación que la joven periodista Vanessa Pernía dedicó a Bladimir (“con B de Bayamo”), personaje mítico de la escena cultural cubana en las últimas cuatro décadas, y que ha tenido dos presentaciones en la recién finalizada Feria Internacional del Libro de La Habana.
Bladimir (Cauto del Paso, 1952-Bayamo, 2016) fue poeta, escritor y director radial, periodista y promotor cultural, todo en una pieza. Pero la enumeración de sus ocupaciones y sus dones no es suficiente para esbozar el personaje que fue, todo temperamento, todo voluntad de servicio, todo entrega.
Pernía fue armando el retrato complejo de su “objeto de estudio” con los testimonios cruzados de colegas y amigos, desde los remotos tiempos del taller literario del Instituto Carlos Marx —década de los 70— hasta momentos antes de su deceso, cuando continuaba enviando a El Caimán Barbudo sus críticas y comentarios, tan polémicos como necesarios.
Ciertamente, la investigadora consigue una semblanza bastante completa de ese ser extraordinario que fue Zamora. Sólo se echa en falta que no se tocara su angustia existencial, su batalla a brazo partido contra los prejuicios de una sociedad que se negaba a aceptar su sexualidad nada ortodoxa. Porque si bien es cierto que su incesante y fértil actividad lo convirtió en una figura exitosa a los ojos de todos, también lo es que su vida estuvo sumergida en la soledad y la incomprensión.
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Lo dije en la entrevista que Vanessa me hizo para recabar información cuando soñaba con este libro: Bladimir fue el más poeta de todos los de mi generación. Escribió versos, algunos muy buenos, pero más allá, vivió en poesía, entre el servicio pleno a la cultura cubana, que le venía en el torrente sanguíneo, y una bohemia desenfrenada que terminó por causarle la muerte.
Cuando lo conocí, ambos adolescentes, ya él tenía marcado su destino. Con naturalidad, ajeno a cualquier tipo de consigna o dogma, sentía —y lo expresaba con naturalidad convincente— que la patria eran Martí y Arsenio Rodríguez, el cruce de la trocha de Júcaro a Morón y los carnavales de Santiago, la poesía de Lezama y la del Indio Naborí. Su ecumenismo era raigal, y a este, que fue su verdadera religión, se consagró en cuerpo y alma.
Se conoce todo lo que Bladimir hizo para restituir a Gastón Baquero al lugar que le correspondía dentro de la cultura cubana, como también se sabe de la importancia que tuvo en la divulgación del son en España. Amaba y atendía por igual la trova de siempre y la que iba surgiendo. No fueron pocas las figuras del panorama musical y literario del país que recibieron asilo en La Gaveta, su destartalado cuarto en un solar habanero. Ahí Bladimir siempre tenía al fuego algún puchero en la cocinita precaria, algún disco que ofrecer, alguna plática iluminadora, algún…alcohol. Algunos han reconocido ese altruismo suyo. Otros lo han olvidado.
Muchos de nosotros pasamos por El Caimán…, camino a nuestras carreras personales. Bladimir se quedó allí, pues desde el inicio entendió a la publicación como su casa, su tribuna y su sitio de alterne social. Escribió infinidad de artículos, realizó reveladoras entrevistas a personajes inexpugnables que eran vencidos por su insolencia y por su perseverancia, organizó peñas, concursos, abrió espacios para la creación de los novísimos, y todo esto sin ocupar alguna responsabilidad dentro de la redacción, solamente asistido por su enorme prestigio ganado con tesón y talento, que lo hacía aparecer y ser aceptado como el caimanero mayor, mezcla de ética y pasión. Estuvo atento a cualquier brote de todo lo que viniera impregnado de vigorosa juventud, y alertaba a las nuevas voces de lo importante que es asumir y expresar el espíritu de la época sin perder de vista el venero, aquello que, sedimentado en el tiempo, nos conforma como cubanos.
Estuve en la primera presentación de Bladimir Zamora. El placer de la herejía, en el Pabellón Cuba, y no pude menos que emocionarme al constatar con cuánto cariño y admiración se habló de él allí. Vanessa Pernía, que además le dedicó su tesis de Licenciatura en Periodismo, no lo conoció personalmente, como muchos de los que ese día colmaron la sala.
La obra de Bladimir pide a gritos reunirse en libros, sus crónicas veloces, sus entrevistas iluminadoras, sus poemas de fondo homoerótico. Comienza su leyenda. En tiempos en que el ejercicio del periodismo está tan devaluado, Bladimir (con B de bueno), que fue martiano, que amó por igual a la llamada alta cultura y a la cultura popular, es un paradigma, una luz en el camino, una muestra de compromiso con lo mejor de su tiempo, sin alardes, con conmovedora eficacia.
Su obra es una suerte de cartografía espiritual de nuestro archipiélago. Gracias, Vanessa, por tu obra amorosa. Donde quiera que esté, Bladimir vela también por ti.
Nota:
El título de este comentario es parte de un verso de “Cetro de la imaginación”, poema de Bladimir Zamora.