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Han transcurrido más de dieciocho meses desde que las acciones de Hamás en Gaza desencadenaran uno de los conflictos más sangrientos jamás vividos en Oriente Medio. Lo que parecía un episodio más en la interminable espiral de violencia ha reconfigurado el mapa geopolítico de la región de manera imprevista.
Ninguno de los pronósticos realizados durante casi ocho décadas podía anticipar la actual correlación de fuerzas. Hoy, paradójicamente, se vislumbra una paz aparente entre enemigos tradicionales, mientras Israel y sus aliados redefinen su relación con sus más férreos opositores.
Sin embargo, esta aparente calma es engañosa. Un análisis más profundo revela una realidad mucho más compleja y tensa, donde todo podría recomponerse nuevamente en cualquier momento.
La paz de los sepulcros
El 7 de octubre de 2023 quedará grabado en la memoria colectiva como el día en que aproximadamente 1200 israelíes perdieron la vida y 250 fueron secuestrados por Hamás, el movimiento hegemónico en la Franja de Gaza. Esta franja, cedida a los palestinos años atrás por el entonces primer ministro Ariel Sharon, ha permanecido bajo un aislamiento tan extremo que se ganó el apelativo de “la cárcel a cielo abierto más grande del mundo”, siendo regularmente invadida y bombardeada por Israel.
La respuesta del primer ministro Benjamín Netanyahu fue apocalíptica. Con la Biblia como referencia, juró emular a los reyes antiguos de Israel, prometiendo acabar con Hamás y los pueblos de la Franja.
El saldo de este genocidio ha sido devastador: más de 50 mil palestinos muertos y más de 100 mil heridos, con una alta proporción de niños y mujeres, víctimas principalmente de los bombardeos realizados con armamento proporcionado generosamente por Estados Unidos. Sin embargo, ni los palestinos han sido exterminados, ni han abandonado el territorio, ni Hamás ha desaparecido. Tampoco todos los rehenes han recuperado la libertad.
El conflicto de Gaza ha hecho metástasis en el interior de Israel, generando una tensión interna sin precedentes que amenaza los cimientos del propio Estado.

Líbano: Hezbollah herido pero ¿derrotado?
El Líbano, históricamente un campo de batalla permanente, mantenía una paz relativa gracias al poder militar de Hezbollah. Desde la muerte del entonces primer ministro Rafic Hariri, la organización chiita había logrado establecer un equilibrio que solo se veía interrumpido por incidentes menores, llegando incluso a participar decisivamente en la guerra interna de Siria.
La decapitación de su dirigencia, en particular la muerte de Hassan Nasrallah, asestó un golpe difícil de asimilar. Israel, aprovechando esta vulnerabilidad, bombardeó con impunidad no solo Beirut sino todo el sur del país, región que estuvo bajo su control durante 22 años, lo que explica su capacidad para obtener información de inteligencia privilegiada.
Israel reiteró su estrategia histórica: incrementar la presión sobre su enemigo atacando de forma indiscriminada a la población civil para debilitar el apoyo a las fuerzas combatientes. Lo demás quedó en manos de la propaganda.

Bajo estas circunstancias, se produjo una intensa movilización internacional y nacional para alcanzar un acuerdo sobre el sur libanés. Se determinó que el Ejército libanés —con capacidades limitadas principalmente al orden público territorial— debía ocupar la zona, y se procedió a reorganizar el Gobierno. Por consenso entre las fuerzas políticas libanesas, el general Joseph Aoun, jefe del Ejército, fue designado presidente del país.
Como era previsible, Hezbollah y su aliado el movimiento Amal, ambos chiitas, obtuvieron menos carteras ministeriales que antes de la crisis, cuando tenían capacidad de veto sobre las decisiones de un Gobierno inherentemente multiconfesional y multitribal.
No obstante, la situación sigue siendo provisional. La hostilidad de Estados Unidos hacia las organizaciones más beligerantes y su presión abierta sobre la dirigencia libanesa podrían alterar este frágil equilibrio en cualquier dirección.
La incógnita siria
¿Hacia dónde va Siria? Es una pregunta sin respuesta clara, y pocos se arriesgarían a contestarla.
Porque si hay un país que no ha logrado definir su rumbo es este territorio que históricamente ha sido protagonista en la región. Damasco, que se convirtió en la capital del Califato Omeya del 661 al 750 d.C., fue durante ese período el centro político, cultural y administrativo de un vasto imperio que se extendía desde la Península Ibérica hasta Asia Central. La ciudad compite con Jericó, Biblos y Alepo por el título de asentamiento humano habitado de forma continua más antiguo del mundo, con una historia que se remonta a 9 mil años.

Por sus posiciones arabistas, Siria ejerció una influencia decisiva más allá de sus fronteras. Participó junto a Egipto en las políticas anticoloniales y antisionistas durante la época de Nasser, y combatió contra Israel en la guerra de 1973, hasta que su presidente, Hafez el Assad, se retiró tras el colapso militar egipcio.
El país se convirtió en refugio para las direcciones de los movimientos palestinos más radicales y, después, para grupos islamistas como Hamás. Sus contradicciones con Estados Unidos se manejaron con cautela, sin renunciar a sus posiciones antisionistas.
Sin embargo, los errores cometidos durante la llamada Primavera Árabe, cuando se reprimieron con excesiva fuerza manifestaciones populares en Daraa, en el sur del país en 2011, provocaron una reacción popular que fue aprovechada por los enemigos del Gobierno. Fue el inicio de la guerra civil en el país.
La oposición emergió desde diversos frentes: sectores sunitas marginados del poder central, drusos que aspiraban a la independencia y, principalmente, organizaciones terroristas derivadas de Al Qaeda, como ISIS y Al Nusra. Debilitado por la larga guerra civil que provocó el desplazamiento de cientos de miles de sirios, Bashar al Assad habría partido al exilio al perder el apoyo de Rusia e Irán en 2024.

Actualmente, la situación del país es confusa y existe un riesgo real de desintegración. Diversas fuerzas controlan diferentes territorios, mientras el Gobierno central, presidido de forma provisional por Ahmed Al Shara —jefe del grupo islamista Hayat al Sham (HTS), escisión de Al Nusra— mantiene una estabilidad precaria.
A pesar de los esfuerzos de sus dirigentes por “blanquearse” ante Occidente, resulta difícil confiar en la repentina conversión de Al Shara, con un pasado vinculado al terrorismo.
Mientras tanto, otras organizaciones que combatieron contra el régimen de Assad dominan sus respectivos territorios y proclaman un apoyo poco convincente al Gobierno provisional. En este escenario, Turquía aumenta su influencia en la región y mantiene sus tropas en territorio sirio bajo el pretexto de la amenaza drusa.
Netanyahu bordea el abismo iraní
Las monarquías del Golfo se mantienen expectantes. Tras el genocidio en Gaza y la represión contra la población palestina, las iniciativas de apertura económica con Israel difícilmente podrán ir más allá de lo previamente acordado, en particular en el caso de Arabia Saudita.
Mohamed bin Salman lo comprende perfectamente. Con independencia de su posición personal, sabe que su eventual ascenso al trono no solo requiere la designación como sucesor por parte del rey Salman —designación que ya tiene pero que podría cambiar—, sino además la aprobación del Consejo de Lealtad, integrado por representantes de alto rango de la familia real.
El monarca saudí es, además, Custodio de las Dos Mezquitas Sagradas (La Meca y Medina), lo que le confiere una autoridad que trasciende lo administrativo para otorgarle una posición moral en el mundo islámico sunita. Ha sido un defensor de los derechos del pueblo palestino, y resultaría muy difícil que el príncipe heredero no continúe este compromiso.
Esta situación no ha sido beneficiosa para Israel. Los Acuerdos de Abraham, firmados con Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Marruecos y Sudán, que deberían culminar con el establecimiento de relaciones con Arabia Saudita, no han progresado más allá de acuerdos diplomáticos y comerciales básicos.
Con un ego acrecentado por su prolongada permanencia en el cargo y el respaldo de Estados Unidos, Netanyahu enfrenta hoy la división interna más profunda que haya experimentado cualquier mandatario israelí. Ante el desgaste natural, tuvo que recurrir a una alianza con los sectores ultrarreligiosos del parlamento israelí (Knesset) para mantener la mayoría necesaria para continuar en el poder.
Los acontecimientos del 7 de octubre le brindaron la oportunidad de liderar una respuesta contundente contra Hamás, lo que debería haberle proporcionado un apoyo casi unánime. Sin embargo, perdió el rumbo político cuando priorizó el castigo masivo sobre Gaza por encima de la negociación para liberar a los rehenes.
Simultáneamente, acusado ante los tribunales superiores por corrupción, ha logrado subordinar el poder judicial al parlamento, despojándolo de autoridad para juzgar las acusaciones en su contra.
La liberación de los rehenes requiere negociaciones con Hamás, obstaculizadas de forma permanente no por la organización palestina, sino por los impedimentos que Netanyahu introduce en el proceso.
Todo esto es suficiente para escindir a los ciudadanos que en un inicio lo apoyaron en la revancha contra Hamás, y ahora le reclaman en las calles la libertad de los rehenes.

Las recientes declaraciones del ex primer ministro Ehud Olmert y del ex presidente del Tribunal Supremo Aharon Barak reflejan la gravedad de la situación interna en Israel. Según ambos, el país está al borde de una guerra civil sin precedentes.
Olmert, en una entrevista con el periódico Haaretz, afirmó que “el ataque de una banda de matones contra el Tribunal Supremo de Israel, promovido, respaldado y en gran medida organizado por el primer ministro, es la siguiente fase de un proceso diseñado para socavar la existencia misma de las instituciones del país”.
Una reciente encuesta realizada por el Instituto de Política del Pueblo Judío (JPP) encontró que el 60 % de la población cree que existe un peligro real de que estalle una guerra civil en Israel.

En este contexto adverso, Netanyahu viajó a Estados Unidos buscando la continuidad del apoyo militar que la Administración Biden le proporcionó a regañadientes. Sin embargo, Donald Trump rehusó respaldarlo en su deseo de bombardear Irán en una operación conjunta con bombas de 30 mil libras para destruir las instalaciones nucleares de ese país.
Mientras tanto, Trump, a pesar de su retórica beligerante, está negociando un acuerdo para impedir que Irán desarrolle armas nucleares. El canciller iraní, Abbas Araghchi, refiriéndose a estas negociaciones, expresó: “Tenemos un optimismo cauteloso. La cautela se debe a conductas y mensajes contradictorios que nos llegan de Washington”.
Irán ha negado de forma sistemática que su programa nuclear tenga propósitos bélicos. Araghchi añadió: “Hemos llegado a un entendimiento relativamente bueno en comparación con el pasado. Si la única exigencia de Washington es que Irán no posea armas nucleares, creo que es una demanda alcanzable”.

El ambiente es calificado como “constructivo” por ambas partes. Tras una segunda ronda de conversaciones celebrada en Roma a mediados de abril, se acordó continuar con una tercera reunión en Mascate, Omán, prevista para finales de este mes.
Pero en todo este complejo escenario regional, destaca una ausencia notable: un proyecto viable y positivo para el pueblo palestino. Esta es, sin duda, la gran deuda pendiente y el verdadero elefante en la habitación que ni Estados Unidos ni Israel mencionan.
Sin él, la fragilidad de la relativa pero tensa calma actual se evidenciará y el castillo de naipes que se intenta construir se desplomará, una vez más.