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Habíamos acabado de salir de las entrañas de la tierra, veníamos fríos del agua que fluye allá abajo, lejos del sol terrible. Nuestro guía era José Raúl Suárez, naturalista “de corazón” desde hace más de veinte años. Habla suavemente, como si las palabras se ajustaran a su pensamiento, y toma alcohol de una botella que cubre con una tela negra. José ha explorado varias cuevas en Cuba y tiene muchos amigos en el mundo que lo proveen de lo necesario para seguir con este oficio porque, según él, “aquí nadie nos da nada, siempre dicen que no hay”. “La naturaleza es lo más grande que hay, es algo que el ser humano no creó. Siempre pensamos que lo creamos todo, que somos los seres supremos del mundo, pero las instalaciones que hacemos no son las mejores”, va diciendo mientras caminamos.
José estuvo vinculado a los inicios del Festival Internacional de Cine Pobre, creado por Humberto Solás, y aún recuerda al hombre de cabello blanco que recorría las calles para reunir a la gente. “Eso era Humberto: un amante de los sueños que se hacían realidad”. Nos lo cuenta mientras destapa su botella, y el vaho etílico se mezcla con el olor húmedo de la cueva.
Además, fue fundador y artífice del primer festival de cine que tuvo lugar en cavernas de Cuba, que funcionaba como subsede del Festival Internacional de Lebu, en Chile. El evento, que tenía a La Cueva de los Panaderos como escenario principal, dejó de existir hace unos diez años, cuando terminó el financiamiento extranjero que lo hacía posible. Hoy es un evento olvidado, pero José le dedicó mucha pasión. Incluso logró organizar un festival más con recursos propios, gracias a la colaboración de otros amantes de la naturaleza y el cine. “Lo sacamos adelante a sangre y fuego”, dice, dándose golpecitos en el bolsillo, porque fue su dinero el que lo mantuvo en pie. “Lo sacamos a flote para que no muriera, pero ya no podíamos más. Al siguiente año tuvimos que dejarlo morir”.

El último tren
De lo que fue el ferrocarril solo quedan vestigios. Gibara fue más de lo que parece; debió haber sido esplendorosa, vasta, con el puerto abierto al mundo y aquel tren cruzando el puente enorme de hierro que atravesaba el río Cacoyugüín, y luego el túnel excavado a fuerza de dinamita y pico en el corazón de la montaña. Fueron 65 años de ferrocarril, desde 1893 hasta 1958. La nave de hierro era la puerta de Holguín al océano Atlántico.
Durante la época colonial, Gibara fue muy española. Mientras Oriente ardía bajo la lucha del Ejército Libertador, esta ciudad floreció bajo la jurisdicción de Holguín, ganándose el mote de “La Covadonga Cubana”, en recuerdo del lugar donde se desarrolló el primer episodio de la Reconquista, que puso fin al dominio musulmán de una parte de España.
El puente fue lo primero que se perdió. Cayó al río una tarde, hace muchos años. En la casa donde nos hospedamos tuvimos la suerte de observar una fotografía tomada por algún audaz fotógrafo que inmortalizó el paso de la locomotora por el puente. En la imagen, la locomotora pequeña, de vapor y con tres vagones, corre rauda por el ferrocarril de carril estrecho, atravesando el túnel hasta la terminal que ya no existe, destruida por un incendio en 1960. Nadie recuerda la última vez que el tren llegó a la ciudad. Para los visitantes, Gibara siempre ha sido una ciudad sin tren.
Aun en la pendiente, antes de descender hacia la carretera, imaginé el eco del tren y el humo negrísimo atrapado en el túnel sin respiradero. Quizá haya algún anciano que, al bajar al muelle, recuerde la última vez que vio al tren entrar a la ciudad.
¡Ah, el Festival!
Alex, el dueño de la renta donde nos hospedamos, nos cuenta que después de la muerte de Humberto Solás todo cambió. El Festival Internacional de Cine Pobre de Gibara perseguía un objetivo supremo: alcanzar un gran nivel estético y crear nuevas oportunidades, promover intercambios culturales y estrechar lazos entre países, que dieran a conocer sus propias culturas.
Alex fue durante años trabajador de un centro gastronómico llamado El Faro —hoy en ruinas—, que atendía toda la logística del festival. Conoció a todos los directores del evento después de Humberto. Según él, hubo algunos buenos y otros no tanto, pero destaca la labor de Jorge “Pichy” Perugorría, quien logró revitalizar el evento.

Según otras personas con las que hablé, hubo momentos en los que pensaron que el sueño de Solás iba a desaparecer. El momento más trágico fue en 2011, cuando el festival se trasladó al municipio habanero de Regla. El temor de que el festival no regresara mantuvo a los gibareños en vilo, porque “ya sabemos cómo son las cosas, nos dicen una cosa y pasa otra”, según contó Omar, poblador de la villa
Con el ambiente festivalero, la ciudad cobra vida. Todo el año es pasiva, silenciosa, siempre bañada por el mar azul. Pero cuando llega el festival, hay un giro que pone a todos felices y ansiosos por revivir el momento. También es una excelente oportunidad para los negocios privados de alquiler de habitaciones y el circuito gastronómico.
La inauguración de este 2025 comenzó con un desfile por la calle Independencia. Niños en hombros de adultos, mucha gente. Una mujer, que habla con dificultad, balbucea que cada año es peor. Quiero preguntarle, pero me dice que me mueva, que camine, que ya viene. —”¿Qué viene?”—, pregunto, sin mirar, y otra persona me responde: “Será guanajo”. Me aparto, y me voy bajando, arrollado por la conga.

Es gracioso ver los rostros de la gente, algunos serios, como si estuvieran viendo un acontecimiento magnífico que no quieren perderse. Lucen sus mejores ropas, al estilo de la vida provinciana, donde nunca pasa nada y el día de fiesta es el único momento para andar radiante.
Aunque hay algo de seguridad —policías y militares que aparentan vigilar— todos terminan bailando o moviendo los pies. Voy fotografiando, buscando entre la multitud el gesto exacto de aquel que solo viene a mirar.

El cine se llena solo dos veces durante la semana: en la inauguración y en la clausura, cuando todos quieren entrar al Jibá —el único en toda la ciudad— lo que hace difícil el acceso.
La arrancada fue con la película cubana Fenómenos Naturales (2024), coproducida con Argentina y Francia, dirigida por el realizador cubano Marcos Díaz. La película cuenta la vida de Vilma, una joven enfermera que vive en una zona rural del centro de Cuba. Vive con su esposo, un hombre que sueña con crear cosas, pero que está convaleciente de las manos, fracturadas durante la construcción del mausoleo al Che Guevara en Santa Clara. Un día, Vilma descubre su pasión por el tiro deportivo e intenta formar parte del equipo que se está preparando para competencias importantes. Además, queda embarazada, lo que la lleva a tomar decisiones importantes. La trama se desarrolla con un toque surrealista, pero logra atrapar al espectador.

Calles llenas, cine vacío
“Será una semana de fiesta”, me dice un señor. “Ya nadie va al cine. Solo el jurado y cinco o seis personas más”, agrega. Y es cierto. A pesar de que a la ciudad llegan cientos de personas, las salas de cine se mantienen vacías durante la semana. Nunca conté más de treinta personas. En la sala dedicada al documental solo éramos cinco. Otros espacios, como el teatro, corren un poco la misma suerte.
Los lugares destinados a talleres y conferencias solían estar más concurridos. Había prensa, fotógrafos. Participé en un taller sobre el empoderamiento femenino en la industria y los desafíos que enfrentan mujeres que han estado involucradas en grandes producciones. Una de ellas era Helena Núñez, supervisora de vestuario en importantes proyectos internacionales de cine y televisión, como la mundialmente conocida serie Juego de Tronos.
La fiesta le ha ganado el pulso al festival, que en esta última edición, celebrada entre el 15 y el 19 de abril pasado, estuvo más pobre donde Humberto lo vio rico: en su verdadera esencia, el cine. Hay consenso sobre una baja en la calidad de la programación. No están llegando obras sorprendentes; algunas son recicladas, ya conocidas por el público. Pero, como me dijo un ebrio documentalista, “siempre habrá algo que valga la pena y dé el salto de calidad”. No puedo saber si lo hubo: regresamos a La Habana dos días antes de la clausura.

La fiesta
Las noches son el plato fuerte del festival. Una personalidad afamada me cuenta que esto es usual en festivales, como el de Málaga, en España. La fiesta se traga al cine, dice, por imposición de los patrocinadores, que al no recaudar en las salas, montan un espectáculo paralelo para generar ingresos. ¿Y qué pasó en Gibara, entonces?
En la plaza de la ciudad se levantan quioscos y aparatos de diversión. “Es el único momento del año en que pasa esto, por eso aprovecho para sacar a la niña a dar una vuelta y montarse en los caballitos”, me dice una mujer.
Los jóvenes y adolescentes son mayoría. Llevan botellas de ron en la mano y las beben con la habilidad de un marinero. Hay dulces, olor a fritura, churros rebosantes de dulce de leche. También hay niños pidiendo dinero. Varios se nos acercan. Uno me mira desde la distancia y se acerca. Le doy algo, pero antes le pido un retrato.
La noche avanza rápido. Los vendedores se cansan y los borrachos yacen tirados en las esquinas de las calles silenciosas de la parte alta de la ciudad. Algunos parecen haber perdido la vida.
En la segunda noche, durante un concierto en la plaza, una banda toca. El público se reduce a medida que avanza la noche. Solo quedan unas treinta personas. En el borde de la tarima, un viejecito muy sucio y sin dientes corea a todo pulmón, como si dejara el alma: “Hay gente que va a la mata y no tumba el coco, aunque va a la mata…”
En la azotea del hotel más importante de la ciudad se reúne la “realeza” festivalera. Descorchan vinos, beben ron y cerveza. Parecen felices. Aquí se viene a disfrutar, a tomar, a bailar y a bañarse en las playas. Es divertido ver las cosas desde dentro y saber que nadie sabe quién eres; todos están eufóricos de poder volver a Gibara otro año. La fiesta en el hotel termina. Debo decir que el único derroche permitido es el de alcohol.
Luego, la celebración continúa allá en los muelles de la ciudad, donde han recluido la sesión de jazz que ameniza las noches. Un joven y talentoso músico me cuenta en la mañana que su concierto fue “una verdadera porquería”. Pusieron en el mismo espacio a un DJ y a su banda. Además, la calidad del audio era pésima.
La fiesta dura hasta el amanecer; termina con cuerpos revolcados en la arena y gente nadando en las aguas de la bahía.

Los gibareños
Todos en Gibara aman su ciudad. Y puedo percibir que se saben descendientes de un pasado esplendoroso. Por eso están agradecidos con Humberto Solás. No fue por casualidad que el director quedó atrapado por la magia de la Villa Blanca de los Cangrejos. Esa grandeza de la tierra radica allí, perdura, no ha muerto.
El legado de aquellos españoles que levantaron Gibara y la colmaron de riqueza late en cada uno de los corazones de esta gente noble y valiente: los que sacan sus sillones en la tarde para atrapar la brisa del mar; los vendedores que empujan sus carretillas bajo el sol ardiente; los pescadores que sueltan las velas de sus botes cada tarde y regresan de madrugada con la suerte de la captura. En las viejas casonas destruidas, en ruinas, olvidadas —y que seguramente terminarán por desaparecer— también palpita ese legado.

Durante la inauguración del festival se repitieron, un año más, las promesas de rescatar el antiguo teatro. No pude entrar: está cerrado, lleva años en reparaciones. El teatro es, quizás, el último monumento del esplendor gibareño. Todos lo sienten así. Ojalá que los políticos y la administración lo sientan tanto como Luisito, el valiente recogedor de desechos, que sueña con cantar como Elvis Crespo en el teatro, para toda su ciudad.
