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Cuando leí la noticia de la muerte de Sebastião Salgado en las redes sociales, levanté la mirada del celular y, delante de mí, estaba Génesis, uno de sus libros. Recuerdo cuando lo compré. Hacía mucho que le tenía ganas. Fue hace unos años, en la Feria del Libro de Buenos Aires.
Entonces me hice una foto, feliz y emocionado, posando con esa edición de Taschen —un ejemplar grande, pesado y hermoso— como quien se retrata con un trofeo.

Absorto con la noticia de la muerte de Salgado, tomé el libro y lo abrí al azar, como quien se interna en un camino a través de la mirada de Salgado.
Aunque el maestro murió, no se puede decir que haya partido una de las miradas más lúcidas —y controvertidas— de la fotografía contemporánea. Esa mirada sigue ahí, intacta, en cada una de sus instantáneas, que también narran su vida.

Sebastião Salgado tuvo una travesía por este mundo entre contrastes: nació en 1944, en Minas Gerais, Brasil, en el seno de una familia de terratenientes, rodeado de haciendas, ganado y privilegios. Sin embargo, eligió mirar hacia el otro lado: allí donde la vida duele, donde la dignidad se arrastra, donde la humanidad resiste. “Tião”, como lo llamaba su padre, se fue alejando del universo que lo vio nacer para internarse en otro muy distinto, donde encontró su vocación y, quizás, su redención.

Antes de empuñar una cámara, abrazó números y teorías. Se formó como economista en la Universidad de São Paulo y luego amplió sus estudios en la Universidad de Vanderbilt, en Estados Unidos, donde obtuvo un máster en 1968. Pero su recorrido académico no se detuvo ahí: entre 1969 y 1971 vivió en París, donde cursó y concluyó su doctorado en la prestigiosa Escuela Nacional de Estadística Económica.
Su talento lo llevó a desempeñarse en la administración de la Organización Internacional del Café (OIC), donde empezó a mirar el mundo desde una lógica global. Sin embargo, con el tiempo, descubriría que las cifras no alcanzaban para explicar todo lo que tenía para decir y mostrar. Fue entonces cuando cambió los informes por negativos, y la economía por la fotografía.
Su compañera de vida, Lélia, arquitecta, compró una cámara para documentar edificios. Sebastião miró por el visor y se enamoró. Desde entonces, todo fue determinación: abandonar su carrera, rechazar un futuro prometedor en el Banco Mundial o como profesor universitario, cambiarlo todo por la incertidumbre de la imagen. La pareja apostó por dar un volantazo en sus vidas. Y ganaron, aunque no sin heridas.
Salgado no fotografiaba lo que veía. Fotografíaba lo que dolía. Etiopía en la hambruna, el genocidio de Ruanda, los pozos de petróleo ardiendo en Kuwait, los rostros exhaustos de los desplazados. Siempre en blanco y negro, con una estética tan refinada que descolocaba: “¿Cómo puede ser tan bella la miseria?”.
Susan Sontag fue una de sus críticas más severas: “Una foto puede ser terrible y bella”, dijo, “pero ¿puede ser verdadera y bella a la vez?”. Esa tensión nunca se resolvió del todo. A Salgado lo amaban o lo acusaban: de estetizar el horror, de hacer arte con la tragedia ajena, de convertir el sufrimiento humano en espectáculo.
Pero él respondía desde otro lugar: desde la sociología, la economía, la militancia política. Fue un exiliado más durante la dictadura militar brasileña, y un testigo comprometido. “Nuestra historia es la historia de la comunidad, no de la individualidad”, afirmaba. Y eso está en sus fotos: en Trabajadores, esa arqueología épica del esfuerzo humano; en Éxodos y Migrations, donde plasmó el dolor de quienes lo perdieron todo para volver a empezar. “Más que nunca considero que la raza humana es una”, escribió. Y esa certeza lo empujó durante décadas por selvas, desiertos, cordilleras y campamentos.
Su obra incomodó, y no solo por lo que mostraba, sino por cómo lo mostraba. Fue acusado de voyeurismo sentimental, de ser un fotógrafo demasiado político, demasiado perfecto, demasiado eficaz. Pero también se le reconoció como una voz imprescindible.
The New York Times lo rechazó por “perturbador”; Europa lo abrazó por su lucidez. Fundó su propia agencia, Amazonas Images, para trabajar con total libertad. Su método era la paciencia: demoraba años en concluir una serie. Como le dijo un ingeniero al verlo trabajar: “Es como contemplar cómo crece la hierba”.

Con los años, la desesperanza lo alcanzó. Tanta muerte, tanta guerra, tanta crueldad, lo quebraron. Entonces volvió a la tierra: regresó al campo de su padre, en el Vale do Rio Doce, erosionado, deforestado, y junto a Lélia comenzó a plantar. Un millón de árboles, más de 300 especies, un bosque donde antes solo había polvo. De esa resurrección personal nació Génesis, un proyecto de ocho años que lo llevó por los rincones más puros del planeta, donde el ser humano aún no ha dejado su cicatriz. Fue su forma de volver a creer.

Sebastião Salgado no fue un fotógrafo neutral. Fue testigo y parte. Fue, como decía su amigo, el escritor Eduardo Galeano, solidario más que caritativo. Fotografió desde dentro. Y quizás por eso sus imágenes duelen y conmueven, provocan y contradicen. Porque no son solo documentos, sino preguntas, espejos.
Alrededor del mundo muchos lo despidieron con mensajes sentidos. Las redes sociales se inundaron de sus fotos. Alejandro Cossío, un fotoperiodista mexicano radicado en Tijuana, Baja California, compartió en sus redes una anécdota personal con el fotógrafo brasileño que resulta especialmente ilustrativa del ser humano que fue.
Era 1997 y Cossío, con 24 años, trabajaba como fotógrafo en un diario local. “Recuerdo que cuando nos comunicaron que Salgado daría una charla en Tijuana, René, mi jefe, y yo no lo podíamos creer. A la editora de Cultura le tuvimos que explicar que Sebastião Salgado era el ‘Michael Jordan’ de la fotografía, un adjetivo muy común entonces para describir al más grande en cualquier disciplina. Salgado hizo una pausa en su proyecto Migraciones y reunió a todos los fotógrafos de Tijuana en el teatro de la Casa de la Cultura. Yo era un joven fotoperiodista con hambre de aprender y me animé a preguntarle: ‘¿Qué consejo les da a los fotógrafos que están empezando?’. Y respondió:
—Guarden su cámara. Lean historia, poesía. Escuchen música. Vean el mundo. Infórmense. Y entonces tomen de vuelta su cámara. Harán fotos del mundo de una manera muy diferente.”
Mientras haya alguien que dispare una cámara con honestidad, algo de Salgado seguirá entre nosotros. Como Génesis en nuestra mesa. Como esa imagen que se abre al azar. Como esa mirada que, aunque su autor haya partido, no se va del todo.