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El poblado de Casablanca no es solo un pintoresco pueblo habanero de pescadores al otro lado de la bahía. O el sitio al que se llega en la célebre lanchita y se sube en busca del Cristo de La Habana. O el lugar donde está enclavado el Instituto de Meteorología y es uno de sus principales puestos de observación.
Es también el asentamiento de uno de los barrios improvisados y precarios más conocidos de la capital cubana. Uno hecho sobre la marcha por sus propios pobladores, armado a retazos y a contracorriente; una especie de gueto marginal y marginalizado que muestra una cara de Cuba que no sale en las postales turísticas y los noticieros: el “Llega y pon” de Casablanca.
Aunque no está exactamente en el pueblo ultramarino, el “Llega y pon” es ya parte de él. Situado a la derecha de Casablanca, detrás del llamado Hospital Naval, a él se llega por una calle irónicamente nombrada “Artes”. Luego, ya dentro, el barrio se distribuye entre un laberinto de callejuelas, de trillos y terraplenes, por momentos mejor estructurado, por otros, caótico.
No es un sitio para las vistas más sensibles, ni para los propagandistas de la igualdad social. Su duro paisaje es de casas de tablas y pedazos de zinc; de viviendas inventadas con recorterías de lo que sea que esté a la mano; de zanjas desbordadas y lodazales cuando llueve; de tendederas eléctricas fuera y también dentro de los hogares; de cercas remendadas para dividir lo de cada cual.
Es difícil saber cuándo surgió el “Llega y pon” de Casablanca, cuántos años lleva sobreviviendo. Se ha ido extendiendo por oleadas, por retazos como los de sus propias casas. Ello, a pesar de desalojos y demoliciones por parte de las autoridades, que parecen haberse dado por vencidas. Así ha crecido hasta hoy: entre la ilegalidad y la resiliencia, el desamparo y la voluntad de estar.
Sus pobladores son por lo general personas pobres, de bajos recursos. Como en barrios similares, allí vive gente llegada de toda Cuba, “del campo”, ese peyorativo y difuso calificativo que otros usan para desmarcarse. Son, a todas luces, “luchadores” y supervivientes del día a día; algunos honrados, otros, no tanto. Todos con la intención de “echar pa’lante” de una u otra forma.
Con el tiempo, en el lugar han llegado a construirse mejores casas, de bloques y placa; a asfaltarse alguna calle; a ponerse tuberías y desagües que conviven en la zona con pisos de tierra y letrinas. Algunos, los que han podido, han ido mejorando por sí mismos; otros aún esperan por la ayuda del Gobierno. De esta forma, también han aparecido allí las diferencias que pululan en toda Cuba.
Aún así, muchos aconsejan a los foráneos a no aventurarse por el barrio, ni traspasar sus límites sin la compañía de algún vecino. Menos recomendable aún es hacerlo de noche —y si es en apagón, peor— o andar mirando mucho. La gente del “Llega y pon”, golpeada por la vida, es lógicamente recelosa.
Pero si se le habla sin dobleces y se comparte con ellos, pueden abrirte sus precarias casas y contarte de su difícil existencia, como lo hicieron días atrás con nuestro fotorreportero Otmaro Rodríguez.