Getting your Trinity Audio player ready...
|
Salía temprano para el círculo infantil, todavía con sueño. En la ciudad adormecida, cuando los primeros rayos del sol apenas se asomaban entre los edificios, yo ya iba en camino, agarrado de la mano de mi padre.
Pero lo que más recuerdo de esos amaneceres no son los pasos apurados para no llegar tarde ni el olor a pan recién horneado que salía de la panadería del barrio. Lo que más recuerdo de esos amaneceres es la luna.
Ahí estaba, redonda y brillante, en un cielo de azul claro y limpio. Una luna que parecía fuera de lugar, un personaje anacrónico. ¿Cómo era posible, si ella salía de noche, si era la reina de la oscuridad?, preguntaba yo con esa mezcla de asombro y lógica hermosa de los niños.
“Es que no quiere ir a dormir. Sigue despierta y nos va a acompañar”, me respondía mi padre, sin vacilar, y la magia quedaba intacta.
Yo la miraba durante todo el trayecto, convencido de que, en efecto, nos seguía, de que también ella iba rumbo al círculo infantil.
La fantasía nunca la olvidé. O quizá —si soy sincero— nunca quise olvidarla. Aun cuando en la escuela, años después, en la clase de Ciencias Naturales, me explicaron que la luna no brilla con luz propia. Que lo que vemos es apenas un reflejo: la luz del sol chocando contra su superficie silenciosa. Que puede estar en el cielo de día, sí, cuando se alinea de cierta forma, cuando su órbita de casi 29 días la lleva a ciertos lugares, cuando no hay oposición directa entre ella y el sol.
Aprendí la explicación, incluso saqué 100 puntos en la prueba. Pero al salir, la seguí mirando como si fuera dueña de su luz, esa luna desvelada, que se resistía a dormirse.

Los años, como es natural, han cambiado mis recorridos; pero no el ritual. Ahora camino a otros lugares, con más prisa, con otros sueños; y a veces la busco igual. Esta vez, en lugar de la mirada desnuda de aquel niño, la sigo con la cámara.
Persigo su forma como quien persigue una señal. Me muevo de un lado al otro, encuadro y reencuadro, me detengo en las esquinas, calculo distancias y hasta busco superposiciones con los elementos de la ciudad.

A veces encuentro mis lunas escondidas entre los árboles. O se entre los cables del tendido eléctrico, y me hace pensar en un pentagrama inconcluso, en el que ella, por supuesto, es la nota más alta. Otras veces la veo posada sobre un hierro que sobresale en una terraza, o atrapada entre pájaros.

No hay explicación científica que compita con el goce de la fantasía. Cada vez que la veo ahí, malcriada, sin querer ir a dormir, sonrío y hasta siento a mi viejo cerca.
Aquí una celebración de esa luna insomne, que brilla cuando no le toca con una luz que sabe hacer suya. La luna que, a fuerza de desobediencia, sigue encendiendo la ternura del niño que fui.
