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George Orwell concibió un universo donde “la guerra es paz”, “la libertad es esclavitud” y “la ignorancia es fuerza”; donde los ministerios torturan en nombre del amor y mienten en nombre de la verdad. En La salvación, un cabaret de postguerra, de Teatro Adentro de Santa Clara, se respira la misma lógica invertida. La obra es un campo de batalla en el que la risa es una estrategia de supervivencia.
Como en 1984, el espectáculo se convierte en una herramienta de control, pero en este caso el control no lo ejerce el Partido, sino el mercado, y la constante invitación a la ignorancia, la apatía, el egoísmo, el consumo, la superficialidad.
El cabaret promete “vivir, sentir, volver a nacer”, “morderle pedazos al caos”, “chuparle la sangre a la esperanza” y “trascurrir la noche sin morirse”; pero la sonrisa y el baile suceden entre escenas que oscilan entre lo grotesco y lo poético, lo hilarante y lo trágico.
Las actrices se presentan políglotas y universales, pero su expresión revela disonancias. Están rotas. Son víctimas de una sociedad de fachadas, donde los “sentidos comunes” se arman eficazmente: la pobreza es voluntad, la miseria es educativa, las bombas tienen función protectora. Lo que se ve no siempre es lo que es.

El espectáculo centra su crítica en la hipocresía, la banalización del sufrimiento tras la máscara del júbilo. Las historias violentas de los personajes se rebelan ante su propia alienación, mientras exigen un acto de conciencia colectiva.
¿Qué significa resistir cuando la resistencia ya es parte del sistema? ¿Cuánto hay de indigno en rendirse? ¿Rendirse ante quién y para qué? ¿Dónde está la salvación para los que nacieron penalizados?
En un mundo que normaliza tragedias, excluye a partir de los valores impuestos por un círculo cerrado de poder y nos obliga o entrena a la resignación, ¿cuál es la salida? A las víctimas del hambre, la homofobia, la misoginia, el racismo, la guerra… les han vendido muy caro el ticket de vivir.
Entre la complejidad que supone en Cuba mover escenografía de una provincia a otra, encontrar hospedaje y alimentos para actrices y actores, montar una obra cuando escasean las medicinas para el familiar enfermo y duermes poco porque no hay electricidad durante horas; Teatro Adentro propone la última función de este ciclo de cabaret en La Fábrica de Arte, el domingo 3 de agosto.

Suben a escena y rompen la cuarta pared para denunciar la falsedad de sus roles: “Esto es una representación, nada es real aquí”. Y uno sospecha que lo increpan. Nos miran a los ojos cuando danzan con los muertos, nos regalan cócteles si revelamos la fecha de nuestro genocidio preferido, y eventualmente se rinden para exigirnos que no nos rindamos nosotros.
Porque lo real no es la puesta en escena, sino lo que revela. Lo real es el llanto después de cometer un acto brutal para sobrevivir. Es el grito indignado de los actores a sus personajes después de la sumisión.
Lo real es cuando uno percibe que se dejó llevar por la carcajada y no ha salido a cambiarlo todo, a no conformarse, a llenar de esencias los símbolos y las palabras; es esa pregunta incómoda que el público lleva a casa sin responder en voz alta.

Lo real es que la fiesta continúa, que seguimos aceptando los eufemismos: llamamos “vulnerabilidad” a la pobreza, celebramos carnavales sin orquestas ni luces, y aplaudimos al final del acto, aunque nos duela.
En un restaurante de cinco estrellas en Tel Aviv, los comensales ordenaban el postre mientras filmaban las bombas que caían sobre Gaza, y aunque se escuchaba el estruendo, nadie se cubría los oídos. El espectáculo los incluía, así como La salvación nos incluye a todos. Hace partícipe al público de la sociedad que personifica.
Las ruinas se convierten en cabaret. El cabaret en anestesia. Y la anestesia en interrogante: si cerramos los ojos, nos tapamos los oídos, nos cosemos la boca, ¿nos salvamos?