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Hace solo dos días, Enrique caminaba de madrugada por su Santiago de Cuba. Lo hacía como tantas veces, confiado, como debería poder seguir haciéndolo tantas veces más, todas las que él quisiera.
No sé de dónde venía, ni hacia dónde iba. No es relevante, como tampoco importa qué medios informaron primero o después sobre la brutal golpiza que recibió en la madrugada del domingo, presuntamente para robarle los zapatos, el celular y la billetera, de acuerdo con publicaciones en las redes sociales.
Hoy Enrique está ingresado en la Sala de Terapia Intermedia del Hospital Provincial “Saturnino Lora”, luchando por su vida. Su cabeza fue salvajemente golpeada.
Enrique es periodista, realizador radial, profesor universitario, doctor en Ciencias de la Comunicación. Es alguien conocido, apreciado, querido en Santiago y también fuera de su ciudad. Pero, por encima de todo eso —que no es poco y que, sin dudas, le ha dado una connotación pública a lo ocurrido—, Enrique es un joven cubano, una persona, una buena persona que no merecía en absoluto ser blanco de un crimen como este.
Enrique se apellida Pérez Fumero, pero muchos —en la universidad, en la radio, en Santiago— lo conocen sencillamente por Fumero, el apellido de su madre. Una madre que está ahora mismo consternada por un dolor inimaginable apenas dos días atrás, sufriendo injusta y terriblemente por algo que nunca debió sucederle a su hijo, ni a nadie más. Pero sucedió.
Enrique, según publicaciones compartidas este lunes, se encontraba “clínicamente estable dentro de la gravedad” y se mantenía “bajo observación estricta” de los médicos.
En las redes, donde se desatan tantas pasiones y se cocinan tantos oportunismos, no han faltado polémicas, especulaciones y denuncias, incluso controversias políticas, pero todo eso sucumbe —o debería sucumbir— ante la más elemental humanidad.
La golpiza contra Enrique —me cuentan desde Santiago y leo en las redes— ha conmocionado la ciudad, al gremio radial y periodístico, a sus muchos amigos dentro y fuera de la isla, y también a otros que ni siquiera le conocían personalmente.
Son numerosos los pedidos por su recuperación, y también los llamados a investigar a fondo lo sucedido y llevar a los culpables ante la justicia.
Lo ocurrido a Fumero, tristemente, ya no es algo excepcional. Cada vez con más frecuencia leo en las redes sobre casos similares o peores en La Habana o Santiago, Camagüey o Matanzas, en cualquier parte de Cuba: robos, asaltos violentos, asesinatos, feminicidios, desapariciones.
Muchas víctimas eran, son, personas comunes y corrientes, gente de pueblo, trabajadores, amas de casa, cuentapropistas, jóvenes estudiantes, jubilados, cuya vida cambia en un momento por la violencia irrefrenada de otros. Una violencia que, al son de la crisis y la desesperanza cotidiana, se ha venido extendiendo sobre la isla como una hiedra venenosa, funesta, corrosiva.
Pero lo peor es que, a fuerza de repetirse, impregnados y paralizados por el miedo que suscita, esa violencia llegue a naturalizarse, a asumirse como una consecuencia “normal” de la escasez.
Nunca será lo normal y debería generar mucho más desprecio y movilización por parte de la sociedad que la sufre.
Incluso entre las autoridades, no faltan quienes culpan a las redes por visibilizar esa violencia, siguiendo la lógica tan tradicional ya de atacar al mensajero. ¿La espiral de violencia se detendría si dejaran de compartirse estas noticias en las redes sociales?
Es cierto que abundan quienes disfrutan exponiendo estos dramas por puro morbo o por otros motivos que nada tienen que ver con preocupaciones ciudadanas o por solidaridad con las víctimas.
Aunque puede tener mucha influencia, no es la visibilidad en las redes la causa principal de que se estén multiplicando actos de esta envergadura, donde la agresividad es mayúscula.
¿Qué nos está pasando? Es la pregunta. Los hechos alertan sobre una realidad que no se puede soslayar.
Esa violencia creciente existe y, después de sufrirla, para las víctimas —aquellas que sobreviven— y sus familias, ya nada es igual.
La realidad es que hoy Enrique está grave en un hospital santiaguero con fracturas craneales y en el rostro, cuando debería estar haciendo la radio que tanto ama, o caminando por la ciudad despreocupado como un día o una noche cualquiera, aun con apagones y carencias, o compartiendo con su madre y amigos, que ahora sufren y piden por él.
Hace solo unos días, el pasado viernes, Enrique estuvo de cumpleaños. Entonces lo felicité por messenger y él, cordial como siempre, me respondió enseguida. “Gracias, amigo mío”, me escribió.
Sé que en estos momentos no es posible, que lo más importante ahora es que pueda salvar su vida, recuperarse, pero espero poder escribirle pronto y recibir su respuesta, que podamos encontrarnos otra vez en algún lugar.
Y espero que ni su caso ni los muchos otros casos como el suyo queden impunes. Que quienes deben actuar actúen, y que Cuba, su gente, las familias, no tengan que seguir llorando por sus Enriques; que no llegue a asumirse resignadamente este tipo de violencia como uno más de los males que agobian a nuestra isla.