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Lo que leerán a continuación no logra reflejar en su magnitud la grandeza del Parque Nacional Tayrona. Sabía que era uno de los rincones más salvajes y hermosos de Colombia, pero jamás imaginé su belleza. Solo había oído su nombre de la boca de Carlos Vives, cuando canta en “La bicicleta”, a dúo con Shakira: “Que si a Piqué algún día le muestras el Tayrona, después no querrá irse pa’ Barcelona”.
La cuestión es que pasé en medio de la selva cuatro días, en una desconexión casi total de toda tecnología. La luz del sol y los movimientos de la naturaleza marcan el ritmo del día; no hay correo electrónico que revisar ni llamadas que atender. Solo el sonido de las olas rompiendo contra las piedras, el susurro del viento viajando entre las copas de los árboles y el canto lejano de los animales en su hábitat natural.
Ubicado al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, en el norte de Colombia, el Parque Nacional Tayrona es una vasta zona protegida que abarca alrededor de 15 mil hectáreas, con una biodiversidad asombrosa. De estas, 3 mil corresponden a áreas marinas, con un litoral que alberga caletas cubiertas de palmeras, lagunas costeras y una amplia variedad de ecosistemas, desde el matorral espinoso hasta el bosque seco y húmedo. El parque es hogar de especies endémicas de flora y fauna, lo que lo posiciona como una de las reservas ecológicas más importantes de Sudamérica.
Tayrona alberga más de 300 especies de aves; entre ellas, el águila arpía, una de las aves más grandes y poderosas del mundo. Además, en sus selvas y manglares pueden encontrarse jaguares, monos aulladores, pumas y tapires.

Entre las especies marinas destacan los delfines y las tortugas, que encuentran refugio en sus aguas cristalinas.
Playa Cristal, con sus aguas transparentes y su arena blanca, es el lugar ideal para nadar, hacer snorkel y relajarse bajo el sol. No lejos de allí, Cabo San Juan de la Guía se distingue por sus vistas panorámicas y su peculiar forma de “cabo”.

Más al sur, Playa del Muerto, a pesar de su nombre sombrío, ofrece un refugio sereno, donde las aguas claras invitan a desconectarse por completo. Para aquellos quienes sean menos aventureros, La Piscina es una caleta rodeada de rocas, ideal para nadar de manera segura.

Las ruinas dispersas por el parque son vestigios de la cultura tayrona, una civilización indígena que habitó estas tierras mucho antes de la llegada de los colonizadores. A pesar de la conquista española, los descendientes de los tayronas, como los pueblos kogui, wiwa, arhuaco y kankuamo, aún habitan la Sierra Nevada de Santa Marta, manteniendo vivas sus tradiciones y conocimientos ancestrales.

Cada año, en febrero, el Parque Nacional Natural Tayrona cierra sus puertas en un gesto que va más allá de una medida administrativa o turística. Es un acto sagrado, una pausa que permite que la Sierra Nevada de Santa Marta, conocida por los pueblos indígenas como el Corazón del Mundo, recupere su silencio.
Durante estos días, el parque se vacía de turistas y los senderos dejan de ser transitados. Es el momento en que el territorio comienza a sanar, en un proceso de renovación profunda. El cierre es el resultado de un acuerdo respetuoso entre el Estado colombiano y los pueblos indígenas arhuaco, kogui, wiwa y kankuamo, quienes han habitado y protegido estas tierras por siglos.

Durante este tiempo, los mamos, autoridades espirituales de los pueblos indígenas, llevan a cabo pagos rituales y ofrendas para restablecer el equilibrio entre seres humanos, naturaleza y espíritus que habitan el mar, las montañas y los vientos.

Para estos pueblos, los rituales no son actos simbólicos, sino una respuesta urgente a la necesidad de restaurar la armonía con la Madre Tierra, que sufre las consecuencias del turismo masivo, la contaminación y la desconexión espiritual que caracteriza al mundo moderno.

Entre lo más fascinante de este lugar están las leyendas que se tejen alrededor de su paisaje. Destaca la historia de Zarata, la princesa tayrona que, después de morir, se convirtió en el espíritu guardián de la naturaleza, protegiendo el parque con su presencia mística.

También resalta la profecía de la Ciudad Perdida, que vaticina el regreso de los tayronas a su antiguo asentamiento cuando el mundo batalla contra una crisis profunda. Esta leyenda, que algunos interpretan como un llamado a la reconexión con la naturaleza, resuena con la urgencia de los tiempos actuales, cuando la humanidad se enfrenta a retos ambientales y sociales que amenazan nuestro equilibrio con el entorno.