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¡90 años ya! Para unos, hoy habría sido el cumpleaños de Antón Arrufat (1935-2023); para otros, hoy es. Todo depende de lo que la obra y la persona de este santiaguero con ínfulas aristocráticas haya dejado en sus vidas.
Poeta, dramaturgo, narrador y cronista, produjo una obra copiosa que el tiempo, ese antólogo fidedigno del que habló León Felipe, irá ordenando por importancia de manera anárquica, pues lo que se tiene hoy por bueno, en sentido general, mañana puedes ser valorado como lo contrario, para luego, si acaso, pasar nuevamente a la preferencia de lectores y académicos, dos categorías no siempre excluyentes.
Antón fue un hombre de altos contrastes. En 1968 recibió el premio Uneac de teatro por Los siete contra Tebas, pieza que echa mano a la tragedia homónima de Esquilo para llevarla al presente de aquella década.
La obra fue tildada, por sus intertextualidades, de contrarrevolucionaria, por lo cual Antón purgó —años más, años menos— una década de oscuro ostracismo, y Los siete… no sería estrenada hasta 2007, treinta y nueve años después de su publicación, y a siete de que su autor fuera distinguido con el Premio Nacional de Literatura, máximo grado de legitimación para un escritor en Cuba.
Se habla de la mordacidad de Antón, de sus ironías afiladísimas, de su sarcasmo constante y de sus exabruptos ante lo que consideraba de mala calidad estética, en cualquiera de las artes. También se dice, por los que pudieron saltar esos escollos, que podía ser tierno y hasta un amigo generoso. Esto último no me consta. Lo primero, sí. En una ocasión, tuve que arrancar de sus garras verbales a una joven poeta que estaba moliendo en público por lo que él juzgó injustamente un mal uso de la mitología griega.
A seguidas, un grupo de testimonios de escritores y artistas que lo frecuentaron. Es la manera que ellos y nosotros encontramos de no dejar pasar la fecha significativa. A todos los gana la admiración por el artista y el hombre que fue. Junto a estos textos, fotos inéditas de Omar Sanz, quien fue su amigo.
Como un bono, compartimos un manojo de poemas de distintas épocas, una incitación a la lectura de este autor importante, a no perderlo de vista ahora ni en ese amasijo de confusiones que llamamos futuro.
Uno de mis muchos recuerdos de Antón
Lo veíamos desde el barandal del último piso de la Escuela de Letras y de Artes: “Es Antón Arrufat”, decía uno de nosotros, señalando al señor que, un piso más abajo (donde estaban las aulas de Información Científica, carrera que él estudiaba) miraba al infinito. Pudo ser en 1974 o 75, y era un escritor proscrito, del que no nos hablarían en las clases de Literatura Cubana.
No recuerdo a partir de qué momento nos hicimos amigos, aunque estoy seguro de que fue gracias a mi entrañable Abilio Estévez, y la amistad se consolidó durante sus frecuentes visitas a la oficina de la revista Casa de las Américas, donde yo trabajaba, y después, ya padeciendo el Período Especial, cuando compartíamos el modestísimo almuerzo del comedor de la Uneac, junto a Pepe Rodríguez Feo, Rine Leal y Luis Agüero, entre otros escritores de los que mucho aprendí de las letras y de la vida.
En mi novela Límites y escombros recreo algunos de aquellos momentos, y tomé rasgos de Antón para diseñar un personaje de ficción, Raymundo Lara. A este personaje adjudico una conversación con Arrufat que he guardado en la memoria casi palabra a palabra.
Él iba para lo que fue el Centro Cultural de España y yo, que debía pasar por allí de regreso a Cojímar, lo llevé en mi auto. “Todo huele a muerte”, me dijo ante el Malecón desierto, apenas con tránsito y personas. Me preguntó luego si había conocido La Habana de los 60.
“En los 50 esto era una maravilla. Después del 59, cómo nos divertimos, Dios mío. Hicimos horrores. Todo lo que se diga en contra de nosotros es verdad”. Se refería al grupo de Lunes de Revolución. “Creímos que éramos libres y que teníamos todo el poder del mundo. Míranos ahora”.
Le pregunté si había valido la pena. “Claro que sí. Yo los veo a ustedes y me dan tanta lástima…”.
Arturo Arango (narrador)

Leerlo verso a verso me ha llevado a sus miedos
El viejo carpintero ha edificado su excelente estructura de palabras y poesía. Adentrarse en ella significa viajar hacia los interiores de un universo concebido con mucho cuidado y admirable destreza. Leerlo verso a verso me ha llevado a sus miedos, los mismos miedos que tengo, los miedos con que salimos a la calle en busca de la felicidad.
Antón me saluda desde una torre almenada —videoclip—. Antón me saluda junto a unos niños que juegan con un celular —videoclip—. Antón me saluda desde su casa en Santiago de Cuba —videoclip—. Antón me saluda desde un bar donde brinda con su amante —video clip—. Antón me saluda desde un campo de batalla —videoclip—. Antón me saluda desde su cocina de azulejos rojos, donde despacio, y a solas, corta una cebolla y me dice: “Salud, viajero”.
Israel Domínguez (poeta)

Pídeselo a Antón
Frecuentando la Azotea de Reina, un espacio de presentaciones y diálogos que la poeta Reina María Rodríguez primero realizó en su casa, y luego en la sede del Instituto Cubano del Libro, conocí a Antón Arrufat, allá por los finales de los 90 y principios de los 2000. Ya me había llegado la opinión de que era una persona muy irónica y sarcástica, pero también un escritor a tener en cuenta.
Allí él y Reina cultivaban una amistad que calzaba la imagen de uno y otro: Antón, como escritor interesado en lo que creaban los más jóvenes. Reina, como poeta que le daba prosapia y representatividad a su espacio con la presencia del escritor de los años 50. Escribí sobre su poesía, de la que afirmé en su momento que eran más viñetas que poemas, pero que poseían una efectividad literaria digna de encomiar.
Cuándo publiqué La Sucesión, en 2004 por Letras Cubanas, nos preguntábamos Rito y yo quién podría presentarlo, a lo que Rito no dudo en decir: “Antón, pídeselo a Antón”. Le dije: “Tu crees?”. Me dijo: “Si, llámalo”.
Con la timidez de mi personalidad y hasta con miedo lo llamé y me dijo sí: “Te salvas, porque podría decirte que estoy para Matanzas. Pero no, te lo presentaré”. Así fue, y lo hizo con un estilo coloquial y analítico que me asombró mucho. En la presentación refirió que había unas poetas amigas suyas, que es fácil imaginar quiénes eran, que le habían dicho: “¿Pero tú vas a presentar a esa?”.
Desde ese momento asistió a todas las presentaciones de mis poemarios, puntual, sentado en las primeras filas, lo que me conmovió y me conmueve profundamente. Republiqué mi artículo sobre su poesía a su muerte, y reconozco el valor literario de su libro Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud.
Caridad Atencio (poeta y ensayista)

Entre siglos
La lucidez intelectual de Antón Arrufat posee escasos antecedentes en nuestro medio: no fue fácil aventurarse en teatro, ensayo, narrativa, poesía, crónica periodística, edición, y salir indemne de tantas aventuras sigilosas. Todo lo relacionado con la literatura le fascinaba, más aún la vinculada al siglo XIX, desde la Avellaneda, Delmonte, hasta Villaverde, Martí, Casal.
Lo escuché en reuniones editoriales solventando publicaciones futuras del país, sugiriendo autores renombrados o seguidores, hasta sentirlo igual de emocionado con revistas, periódicos, diarios, álbumes fotográficos, epistolarios, libros, de aquella etapa fundacional de nuestra identidad y cultura. Análogo afán mostraba con los primeros 50 años de la República de Cuba, donde navegaban Gastón Baquero, Lezama Lima, Virgilio Piñera, Lydia Cabrera, Carpentier, Cabrera Infante.
Prodigaba sus ideas con emoción y, en ocasiones, asistidas de un cinismo elegante que lo hacían único e irrepetible: Antón fue una época… hoy recordada con pura nostalgia. Si lo escuchábamos cada jueves en el espacio La Azotea (conducido por Reina María Rodríguez), derramando juicios literarios o pergeñando ediciones, traducciones, luego de subir una escalera difícil y desvencijada (retribuido viaje al final con imágenes del puerto y fortificaciones de La Habana), no imaginábamos su tanta energía y sincera vocación.
Con grave voz, de rigor académico y variedad tonal, discernía acerca de textos leídos por cubanos y extranjeros. Luego emprendía una pausada caminata por calles empedradas de inciertos olores hasta su casa: La Habana Vieja resultó el hábitat ideal para su imaginación, asombro y resonancias que nada ni nadie pudo quebrar. Depositó en ella sus demasiadas esperanzas en las que todavía, probablemente, cree.
Nelson Herrera Ysla (poeta y arquitecto)

Usted tiene que dirigir Los siete contra Tebas
Vivía yo en Madrid, y Abel González Melo me preguntó si podíamos acoger a Antón Arrufat por unos días en su viaje a una conferencia en el sur. ¡Qué banquete hacerle desayuno a Antón recién levantados, en ropa de dormir! Hablábamos de muchas cosas, más bien de todo, literatura, teatro, chismes faranduleros, de sus víctimas, de sus preferidos.
El segundo día de estar en casa me dijo: “Usted tiene que dirigir Los siete contra Tebas“. Yo me asusté y hasta pensé que estaba loco. Una obra sepultada por más de 35 años, pero qué podía decirle: “Antón, si usted dice eso pensándolo de verdad. Sabiendo que sería posible, yo voy y la dirijo, pero solo cuando usted tenga la autorización del ministro, no puedo gastar dinero para un intento, necesito que sea una realidad”.
Así comenzaron las faenas de soñar con un elenco que fue diciendo que no, poco a poco; no por la obra, sino por la remuneración del Consejo de las Artes Escénicas para los actores en comparación con la televisión.
Pero la hicimos. No hubo un día en que Antón no me mandara su carro para llevarme y recogerme del ensayo. Frente a las dificultades decía cosas simpáticas e inverosímiles: “¡Usted se complica demasiado con todas esas tendencias. Usted lo que tienen que hacer es poner a Etéocles y Polinice en el centro y un coro que le dé respuestas. Saca uno del coro y saca otro y van dando las réplicas, que para eso la obra está muy bien escrita”.
No lo dejaba ir a los ensayos, solo a algunos a los que iban otros invitados. Fueron 9 meses de ensayos, conseguimos actores muy buenos entre los recién graduados del ISA, pero claro, nunca fue la puesta que yo soñé.
Él siempre estuvo allí sin entrar, pero al tanto y ayudando en tantas cosas. Al final, sus palabras el día del estreno valieron todos los sacrificios. Le dije: “Aunque yo haga cosas extraordinarias siempre seré el director de Los siete contra Tebas”.
Alberto Sarraín (teatrista)

La huella de Antón Arrufat
Creo que A. A. no llegó a tener verdaderamente una lengua bífida, pero sí recuerdo esa burbuja morada que a veces, muchas veces, asomaba en la punta de su lengua… Y ay de ti.
Quién sabe si el tono quizás un tanto teatral de nuestra amistad estuvo marcado siempre, además de nuestros afectos, por esa inusual burbuja1.
Antón, como mago, ejecutó mi reaparición literaria con el ensayo leído en la presentación de El libro roto (1995), y que luego publicara en la revista Unión2.
Yo, como bruja, tendría que haberme mordido la lengua esa última vez, antes de soltar en público aquella andanada de palabras, nada impropias pero que seguían resonando en mi cabeza durante días sin saber por qué. Cuando, curiosamente, el pedido que tuve en ese acto de homenaje en la Fundación Ludwig de Cuba, que resultó el último en vida, fue leer el poema “Banco rosa”, que escribí por sus 75 años y publiqué en el libro Estrías.
Mucho se podría anotar sobre eventos formales (como el homenaje que organicé por sus 60 años o el magnífico interrogatorio “7 confesiones de A. Arrufat”, a mitad de los años 90), encuentros amistosos, casi conflagraciones más de una vez en nuestras casas y, por supuesto, colaboraciones hasta alcanzar incluso el reino de lo doméstico.
Guardo sueños de Antón Arrufat (extraídos de sus cuadernos de diarios de los años 70), guardo fotos y libros dedicados con exclusividad… Nada de eso es superior a un amago de danzón o de una de aquellas reyertas maravillosas por un sí o por un no… en una buhardilla de la calle Aguiar o en un pequeño café de La Habana Vieja.
Tres décadas enteras de amistad, en medio de situaciones estresantes, tratando de mantener tu singularidad, un camino, una voz propia. Una amistad como prueba de que es posible dejar fuera, abandonar la asfixia que genera la intolerancia si se quiere fundar algo humanamente hermoso.
Soleida Ríos (poeta)

Mi Antón Arrufat
Pasábamos del usted al tú, en nuestras conversaciones habaneras, sin aviso ni señal. Este paso en el trato era, seguro, una manera de ir acercándonos a temas más íntimos y personales. Porque hablamos mucho y de muchas cosas. De todo.
Si me demoraba en llamarlo me reclamaba: “¿Y por qué no ha venido a saludarme?”. Hablar con él, conversar con él, era asistir a una ceremonia en la que todo podía ser posible: la reflexión, la confidencia, la infamia, la maledicencia, el chisme, el brete, la sabiduría… Pero por sobre todas las cosas, la alegría de conversar y compartir. De controvertir. De encontrarse.
Creyó en mis textos como escritor. Sutilmente, como el que no quiere la cosa, me empujó a escribir: creyó en lo que hacía. “Por el prosista que se avecina”, me escribió en El hombre discursivo, su libro de ensayos.
Paso las páginas de este libro y me topo con un subrayado: “¿A qué más podría aspirar un artista que a formar parte de la imaginación ajena?”.
Esto, habitar tantas imaginaciones como personas lo conocieron y trataron, es su triunfo. El mío, mi Antón Arrufat, era complejo, amable, brillante y deslumbrante. Elegante.
Álvaro Castillo Granada (escritor y librero)

Ahora un ser se mira al espejo
Viejo amigo, no he aprendido a despedirme de ti.
Dejaste de estar; estar es una palabra que acompaña, no abandona.
Pero ahí está la taza de té, la sombra de la tarde y su luz magenta. La belleza de las cosas se ve diferente.
Pensé que no te irías, que era solo un alarde de esa señora a la que tanto temías.
Siempre te recuerdo. Qué raro es, de repente, esa existencia que se transfigura.
¿Dónde está ese que sabía conversar, que se quitaba los espejuelos para leer, y modulaba la voz grave como un sonido nacido de la oscuridad?
Ahora un ser se mira al espejo, se afeita, sale al balcón, se sienta en un sillón, y descubre el mediodía como la costumbre de aquel hombre discursivo que pasea por la ciudad y se detiene en aquel banco de mármol, dejándome saber que los candelabros de bronce no se limpian, y que nunca una vela blanca: siempre amarillo miel.
Enseñaste a no despedir. Y ahora una sombra acompaña.
Amigo mío, no te diré adiós.
Omar Sanz (artista visual)
Seis poemas de Antón Arrufat
Para un esmalte
Traza sobre un azul
la nave de la iglesia.
Que por ella avance, inmóvil
mágicamente en el esmalte,
el señor medieval:
gorguera, cabello
en ondas tras la oreja.
En uno de sus dedos
ponle un rubí esplendente:
recordará una gota de sangre.
Pinta en torno del señor
purulentos mendigos,
maniáticos errantes,
que llevarán de las puntas
su manto purpúreo.
Con la mano libre
han de sonar sus matracas mudas
mágicamente en el esmalte.
Luego, según conviene
al contraste medieval,
junto a la cara tersa
del señor, deberá asomar
la carroña de un leproso.
Ya puedes dar el acabado,
el metal entregar al fuego
Post scriptum
Tocan a la puerta
mientras escribo esta página:
me levanto y recojo
un pequeño patíbulo.
Regreso y sigo escribiendo.
El novicio
Pedí al prior del convento
me enseñara el sentido de la existencia
y en qué consiste la felicidad.
Me dijo el prior, el rosario entre los dedos,
“arrodíllate y reza”.
Torneo fiel
Éramos tan amantes que a veces éramos amigos. O
éramos tan amigos que a veces nos amábamos.
Para añadir un nuevo anillo a nuestra unión, decidimos
batirnos. Fuimos a escoger las armas: dos espadas iguales
en tamaño y temple.
Nos preparamos desde el alba. Ajustados lorigas y
yelmos, montamos a caballo y nos pusimos frente a frente.
Así estamos todavía.
Sin tiempo, encarnizados, inexorables, tratando de
vencer de un tajo y para siempre al otro.
Ellos
Un día vendrán a buscarme,
lo aseguro.
Dos hombres vestidos de hombre
subirán la escalera, que la vecina
ha terminado de limpiar.
Los espero sentado en mi sillón
de siempre: donde escribo.
Me llamarán, saben mi nombre.
Después seré expulsado
de los cursos
y de la historia.
La esperma sagrada
Vestida la cama,
descubro la huella de su carne:
una gota amarilla.
Luz palpable.
Apagado cirio.
La cama fue un altar.
En la penumbra,
un cirio iluminaba el paño.
Labrado recuerdo,
tocarlo como si latiera.
Alzo la sábana,
envuelto en ella avanzo.
Solemne a la ciudad
me asomo,
la rosa amarilla en el pecho.
-
Recuerdo que en una tarde literaria de las habituales, años atrás, en el Hotel Inglaterra, en conversaciones y consumiciones entre amigos, Antón, inesperadamente, había plantado sus labios sobre los míos en lugar de besarme en la mejilla.
- “Reaparición de Soleida Ríos”.