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Crónica desde el borde: Patio de Antillana

Un barrio que late entre carencias y resistencias. Sus moradores cargan con estigmas, pero también con la certeza de que merecen una vida digna.

por
  • Frangel de la Torre Núñez
septiembre 8, 2025
en Sociedad
1
Patio de Antillana. Foto: Frangel de la Torre.

Patio de Antillana. Foto: Frangel de la Torre.

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Se llega por la Carretera Nacional, viniendo desde La Habana. Tras cruzar la parroquia católica del Cotorro, un giro a la derecha abre el camino. Primero aparece un cartel que anuncia: “Cuba vive y trabaja”. Luego, un pequeño puente sobre un río de aguas negrísimas y pestilentes. Más adelante, una línea férrea, y doblando a la derecha sobre los rieles se entra en la vasta vida de la comunidad.

En Patio de Antillana se encuentra lo básico para vivir: comida, artículos de aseo y limpieza, golosinas para los más chicos, alcohol, cigarros. También servicios de mecánica y chapistería, poncheras, venta de carbón. Incluso hay espacios para la siempre demandada pasión por el cuidado de uñas, cabellos y pestañas.

La economía local funciona con normalidad. Los dueños de negocios no quieren hablar, pero actúan sin temor y a la vista de todos. Los moradores de la entrada fueron de los últimos en llegar, aunque sus casas están en buen estado, construidas con bloques y techos de fibrocemento. Allí se concentran los principales negocios.

Un pedraplén de tierra endurecida y enormes cascajos de acero derretido —que parecen peñascos— conduce hasta “la pera”, una gran construcción que se pudre al sol. Era una antigua fundición de la acería. En el costado izquierdo, una inestable y herrumbrosa escalera lleva hasta lo más alto: desde allí se contempla la inmensidad del nuevo barrio.

El camino sigue bordeando la mole oxidada. Las casitas se diseminan al borde, ocupando amplias parcelas donde algunos siembran maíz, calabaza, plátanos, caña y yuca.

El caserío se organiza en dos grandes calles paralelas bien definidas: a la izquierda, junto al muro que delimita la fábrica, una vía de cemento con rieles de la antigua línea férrea; a la derecha, a unos 300 metros, otra calle de piedra viva. Los callejones y trillos horizontales van trazando un entramado que conduce siempre a casas desparramadas, una al lado de la otra.

Es un barrio tranquilo. Siempre hay niños jugando y personas entrando y saliendo en autos grandes o ligeros, motos eléctricas, triciclos, bicitaxis o a pie.

Sobre esta comunidad pesan muchos estigmas, prejuicios y hasta formas de segregación social: hábitos nocivos que nos dividen entre paisanos. Algunos opinan que debieron arrancar todas esas casas y expulsar a sus habitantes bien lejos, “al campo de donde salieron”. Otros, más compasivos, reconocen que esas personas no tienen la culpa: migraron en busca de mejores condiciones que las de sus provincias de origen. Y también reconocen que las autoridades locales tuvieron responsabilidad en permitir que se apropiaran de aquel terreno.

El comienzo

En Patio de Antillana se levantaron las primeras casas alrededor de 2014. Hacia 2017 comenzaron a parcelarse terrenos y a venderse, todo en aparente tranquilidad. Con el tiempo, se corrió la voz y muchos se animaron a comprar. La mayoría llevaba ya varios años en La Habana, viviendo alquilados o hacinados con parientes en zonas urbanas.

El precio de un solar en aquellos años oscilaba entre cinco mil y siete mil pesos. ¿Quién los vendía? ¿Quién parceló los terrenos y convirtió aquello en un exitoso negocio inmobiliario informal? ¿Las autoridades estaban ajenas al suceso o simplemente hicieron la vista gorda?

Lo cierto es que muchos se apresuraron a comprar. Algunos adquirían dos o tres solares para luego revenderlos a mejor precio. Si alguna autoridad sorprendía a un nuevo morador construyendo su casa, este se resistía a abandonar el lugar donde ya había invertido —quizás— los ahorros de toda su vida.

Entre 2017 y 2019 el barrio creció sin freno. Familias enteras comenzaron a llegar, sobre todo de la región oriental del país, la más golpeada por la crisis económica.

Para cuando inició la pandemia de la COVID-19, el Patio ya era el barrio más joven del Cotorro. Allí estaba, a la vista de todos, entre las ruinas de la fábrica, las yerbas altas y los enormes peñones de metal fundido. Cuando las autoridades intentaron desalojar algunas familias en las casas de la entrada principal, fue demasiado tarde: la comunidad respondió con furia e impidió la acción. No quedó más remedio que negociar con los nuevos pobladores.

Tras los sucesos del 11 de julio de 2021, el Gobierno ordenó un plan para mejorar la vida de las comunidades “vulnerables” de la capital, entre ellas El Patio. De ahí surgió el nombre oficial: “Patio de Antillana, un barrio en desarrollo”.

Se reubicaron algunas casas, se numeraron las calles y se entregó la propiedad en usufructo a quienes ya tenían viviendas construidas. También se emprendió la construcción de un parque, una bodega y un consultorio médico, además de proyectar el suministro seguro de agua y electricidad.

Los dos principales reclamos

Agua y electricidad. No hay más. Son las únicas demandas que, desde hace años, la comunidad exige a las autoridades municipales, pero nunca se cumplen. A veces se convoca alguna reunión, se anuncia un debate y se prometen soluciones; al final, nada sucede. Cada quince o veinte días entran unas “pipas” con agua para abastecer los recipientes, pero no alcanza. Son demasiados días sin el servicio.

Victoria recuerda el día en que fueron y les prometieron que instalarían el agua. Mientras habla, la amargura se le marca en el rostro, como quien siente asco por la mentira. Levanta las manos, señala al aire con el dedo inquisidor:

—Me pusieron de testigo —la mano en el hombro— y emitieron largo, como un aullido: “¡Vamos a sacar el agua de ahí…!”.

Luego golpea la mesa con el puño y concluye:

—Todavía estamos esperando que vengan a decirnos dónde metieron el agua, porque por aquí no fue.

“Lo mismo con la electricidad —añade—. Dijeron que tenían como treinta postes para poner una línea central y quitar todas las tendederas. Pero pasó el tiempo, no se habló más del asunto y todo quedó ahí”.

Cuando Victoria llegó con su familia pensó que este sería su lugar definitivo: un terreno amplio, con patio y pequeña parcela al fondo. Y, sobre todo, en La Habana. Su casa está casi al final de una de las calles del Patio de Antillana. Después, unas cuantas casitas perdidas en la maleza y un muro que marca el límite con la acería. Desde allí se lee un cartel que proclama: “Sí se pudo, sí se puede y sí se podrá”. Un mensaje que contrasta con el anuncio colgado en la entrada de su vivienda: “Se vende esta casa”.

Victoria y sus nietos. Foto: Frangel de la Torre.

Ha tomado la decisión de vender porque teme por la salud de su esposo. Cada día carga el agua que consumen desde una distancia de tres kilómetros. Lo hace en una carretilla endeble que debe manejar con precisión para que no se caigan las botellas. Da tres o cuatro viajes diarios, siempre al final de la tarde, después del trabajo, y a veces aprovecha para ayudar con algún viaje a un viejito enfermo.

Foto: Frangel de la Torre.

En cuanto a la electricidad, Antonio comenta:

—No acabo de comprender por qué no ponen electricidad. En este barrio nadie tiene contador eléctrico, aquí no se cobra la corriente y hay de todo: talleres de mecánica, poncheras, hasta una planta que produce “polvo de piedra”. Todo eso es pérdida para el país porque esa corriente se gasta gratis. ¿Entonces no sería mejor que vinieran, instalaran el servicio y se cobrara? De verdad que en este país todo está al revés.

Se estima que existen casi cuatro mil casas. Todas están electrificadas mediante tendederas, lo que hace que el servicio sea inestable. Si llueve fuerte o sopla el viento, se producen cortes y bajones de voltaje.

El tendido eléctrico es muy frágil en el barrio. Foto: Frangel de la Torre.

Delma, la voz del barrio

Delma es todo un personaje en Patio de Antillana. Es una de las voces más destacadas en cuanto a las exigencias dirigidas a las autoridades. Vive en una casita pequeña que, según dice, la municipalidad le construyó hace un tiempo. Ella asegura que en realidad “se robaron” más de la mitad de los materiales y le levantaron esa “porquería de casa” solo para que dejara de “tronar por ahí para arriba”, como llama a su incansable lucha contra lo que considera el mayor crimen que sufre hoy la nación: la corrupción.

Nació en Manatí, un municipio de la provincia de Las Tunas. Desconfiada, de carácter fuerte, pero auténtica en todo su esplendor. Ha tenido una vida difícil, pero jamás, me dice con la mano en el mentón, “he tocado lo que no me pertenece”. Trabajó durante veintidós años en la seguridad del país y hasta logró detener un sabotaje que se iba a perpetrar en un central azucarero, una acción que casi le cuesta la vida.

Foto: Frangel de la Torre.

Escuchar a Delma rompe con el estigma que se tiene de los barrios vulnerables, y que también recae sobre ella. “Muchas veces nos tratan a todos por igual. Creen que, porque vivimos en este barrio, somos delincuentes y analfabetos. Incluso ese criterio lo manejan los propios responsables de atendernos desde la administración. Me han llegado a decir que, para el tiempo que me queda, debo agradecer la vida que llevo. Como si yo fuera un perro y tuviera que conformarme con esta miseria. ¿Por qué, si el Estado me asignó una casa con todas las condiciones, no me la hicieron? ¿Por qué tengo que aceptar que se roben la mitad de los materiales que me correspondían y que me dio la Revolución? Ah, porque soy incómoda, porque exijo y me ‘fajo’ por el barrio, por mis senderistas. Eso es lo que les molesta. Les molesta la verdad, que les diga que son todos unos corruptos”.

Delma no se cansa de bregar contra las injusticias. Pertenece a esa generación que creyó fervientemente en la prédica de que el bienestar del pueblo estaba por encima del de los dirigentes. Está convencida de que el mayor peligro que enfrenta hoy la nación es la corrupción en las instancias municipales, donde los proyectos comunitarios y obras sociales se dan por concluidos, pero se entregan a medias o ni siquiera se terminan. ¿Y el dinero, a dónde va?

La bodega del Patio, por ejemplo, nunca se concluyó. El consultorio médico sí se terminó, pero no funciona. Para Delma, “el mayor problema es que existe gente mediocre, sinvergüenza, que no sabe dirigir y que lo único que hace es aprovecharse del cargo que les dio el gobierno revolucionario. ¿Por qué engañan al pueblo? ¿Por qué abusan? No sienten responsabilidad hacia nosotros. Y la responsabilidad de un dirigente es que el pueblo se sienta bien”.

Delma. Foto: Frangel de la Torre.
Delma en su casa. Foto: Frangel de la Torre.

Yarine: sobrevivir con cinco hijos

Yarine vive con sus cinco hijos detrás del muro que separa la fábrica del barrio. Es consciente de que no es un buen lugar para criarlos y vivir, pero alega que fue lo único que pudo conseguir tras abandonar el túnel donde residía, acosada por una plaga de chinches.

A veces prenden fuego en el área de la fábrica y las llamas trepan hasta alcanzar las matas de plátano. En una ocasión tuvieron que gastar toda el agua que tenían para evitar que la casa ardiera.

Foto: Frangel de la Torre.

Llegó aquí, como la mayoría, en busca de mejores oportunidades, pero las cosas no resultaron como esperaba. Recibe una pensión de la seguridad social y alguna asistencia en alimentos. Está a la espera de ser aceptada en un empleo y, por fortuna, consiguió una plaza en el círculo infantil para sus tres hijos más pequeños. Su mayor exigencia hoy es que le repongan los materiales defectuosos que le entregaron, para poder construir algo mejor que el endeble rancho donde vive.

En ocasiones, para arrancar concesiones a las autoridades, acude con sus hijos a las instancias administrativas o políticas del municipio, una estrategia que considera necesaria para que “cumplan con lo prometido”. “Los llevo porque si voy sola no me atienden”, explica. Con la presencia de sus hijos garantiza la atención que suelen negarle, pues “ellos no quieren que se arme un escándalo y que lo suban a Internet”.

Ya una vez fue “tendencia”: ocupó un local de la Iglesia católica en abierta protesta por su problema de vivienda. Finalmente aceptó salir luego de llegar a un acuerdo. Le prometieron los materiales para construir una casa. Cumplieron parcialmente, pero, según denuncia, no pudo levantar nada porque los materiales no servían.

En el silencio que queda tras los discursos y las promesas, Patio de Antillana se sostiene en la terquedad de sus habitantes. Allí, donde la ciudad parece olvidada, persiste la certeza de que algún día el agua y la luz dejarán de ser un privilegio y la vida digna será, por fin, una realidad.

Etiquetas: barriosPortadasociedad cubana
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Frangel de la Torre Núñez

Frangel de la Torre Núñez

Bayamo 1991. Historiador, Sociólogo, Productor de televisión, alumno de fotografía, creador de contenido para redes y editor.

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Comentarios 1

  1. Javier says:
    Hace 13 horas

    Barrios como estos ya hace rato que han aparecido por varias zonas de la Habana. La emigracion hacia la Habana los ha hecho crecer. Si no hay un enfoque racional, integral y recursos, el problema sera cada vez mayor.

    Responder

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