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Por Sandra Bravo Durán, UDIT – Universidad de Diseño, Innovación y Tecnología
El mundo de la moda acaba de perder a una de sus figuras más silenciosamente influyentes. Giorgio Armani nos acaba de dejar a los 91 años, dejando tras de sí no solo una firma, sino un universo. En las últimas horas, los medios han recopilado biografías, líneas del tiempo y homenajes visuales.
Pero más allá de las cifras, las pasarelas y las celebridades, lo que queda es una pregunta más compleja: ¿qué hizo Armani con la sociedad? ¿Qué cambió, realmente, en nuestro modo de vestir, de ver y de estar en el mundo?
Decía la experta en industrias culturales Joanne Entwistle que el vestido ha sido siempre una frontera entre el cuerpo individual y el cuerpo social. Armani transformó esa frontera en un puente. Lo hizo con trazo limpio, sin levantar la voz. Convirtió la discreción en lenguaje, la sobriedad en estatus y la comodidad en poder. Armani no fue solo un diseñador: fue un editor de silencios, un arquitecto de códigos simbólicos.

Reescribir el traje: diseñar el poder sin gritarlo
En 1975, fundó su firma junto a Sergio Galeotti. Desde entonces, reescribió los códigos del poder. Lo hizo no a través del exceso, como Versace o Mugler, sino a través de la eliminación. Quitó forros, hombreras, rigidez. Desarmó el traje masculino desde dentro y propuso una nueva masculinidad que no necesitaba blindaje. En pleno auge del neoliberalismo y la cultura corporativa, Armani ofreció un uniforme para el poder tranquilo. Su propuesta no era disruptiva desde el grito, sino desde la pausa. Frente al maximalismo estridente, eligió el susurro. Y ese susurro transformó la estética ejecutiva en Hollywood, Wall Street y hasta en los gobiernos.
Uno de sus gestos más potentes fue también el menos comentado: su forma de tratar el cuerpo femenino sin erotizarlo ni infantilizarlo. Armani no diseñaba para agradar al deseo masculino, sino para empoderar al sujeto que lo llevaba. En los años 80, cuando el power dressing femenino llenaba las oficinas de hombreras afiladas y faldas tubo, Armani ofreció pantalones fluidos, blazers suaves, tejidos que abrazaban sin marcar.
No era una moda feminista en el sentido militante, pero sí profundamente política: daba herramientas para habitar el espacio público con autoridad no agresiva. En vez de simular al hombre, las mujeres Armani ocupaban su lugar con elegancia autónoma.
Más estilo que moda, más emoción que tendencia
El estallido global llegó en 1980 con American Gigolo. Richard Gere, prácticamente vestido de Armani en cada escena, se convirtió en el símbolo del nuevo hombre: elegante, sensual, seguro, pero también relajado. La película hizo por Armani lo que Sexo en Nueva York hizo por Manolo Blahnik. Desde entonces, el armanismo se expandió: no como una tendencia, sino como una estética emocional. Armani no vendía ropa; vendía actitud, luz tamizada, deseo contenido.

Lo mismo ocurrió con sus musas: Michelle Pfeiffer, Cate Blanchett, Julia Roberts… Ninguna respondía al estereotipo ruidoso de la diva sexualizada. Eran mujeres inteligentes, sofisticadas, con siluetas suaves y presencia hipnótica. Como si la ropa no las cubriera, sino que simplemente estuviera ahí, flotando en el aire.
El arte de construir sin logotipo
Mucho antes de que la industria hablara de lifestyle brands o universos de marca, Giorgio Armani ya había trazado una forma de expansión estética que no dependía de un logotipo visible. Su fuerza no residía en un símbolo gráfico, sino en un tono visual, un gesto compartido, una atmósfera. La marca Armani se reconocía por cómo caía un pantalón, por cómo iluminaba una pasarela, por el silencio elegante de un escaparate.

Desde los años noventa, diversificó sin fragmentarse: Armani Jeans, Emporio Armani, Armani Casa, Armani Beauty, Armani Hotels… Pero lo hizo sin sacrificar su narrativa. Cada extensión era una pieza más del mismo relato: sobriedad, calma, precisión. Fue uno de los primeros diseñadores en entender que la moda podía diseñar no solo prendas, sino experiencias. Su legado anticipó la lógica actual del branding emocional y la coherencia multisensorial que hoy persiguen las grandes casas de lujo.
Armani construyó un mundo reconocible sin necesidad de gritar su nombre. Y eso, en una industria obsesionada con el logo, sigue siendo una de sus mayores revoluciones.
La arquitectura invisible del estilo
Desde la sociología de la moda, el legado de Giorgio Armani puede leerse a través de varios ejes que explican su sofisticación estructural. Como sostenía el sociólogo Pierre Bourdieu, los objetos de moda son dispositivos simbólicos que nos ayudan a navegar las tensiones entre pertenencia y diferenciación. Armani transformó ese equilibrio en una forma de arte: construyó un capital simbólico basado en la contención, no en la ostentación. Sus prendas no buscaban deslumbrar, sino insinuar. No gritaban, susurraban. Su cliente no necesitaba exhibirse, sino habitar una elegancia sin fricción.
Incluso desde la mirada del también sociólogo Zygmunt Bauman, Armani podría considerarse un maestro de la coherencia en un entorno líquido: fluyó con los tiempos, sí, pero sin diluirse jamás. Supo mantenerse en la parte alta del mercado sin necesidad de viralidad, sin coreografías ni ruidos. Él mismo lo dijo en una de sus últimas entrevistas: “Prefiero dejar intuir antes que exhibir”. Esa frase no es solo una declaración estética; es un manifiesto de poder simbólico.
Hay diseñadores que imponen, y otros que persuaden. Armani persuadía. No por casualidad comenzó como escaparatista y dibujante: siempre pensó como un arquitecto. Por eso sus colecciones parecían edificios invisibles: no se veían las estructuras, pero sostenían al cuerpo con precisión silenciosa. Su ropa era una forma de habitar el mundo con firmeza liviana.
Solía decir que el negro no es ausencia de color, sino la síntesis de todos ellos. Esa idea resume su visión: no se trataba de quitar para vaciar, sino para concentrar. Su moda era esencialista, no minimalista. Cada prenda tenía algo de haiku, de ceremonia japonesa, de exactitud sin alarde. Armani no diseñó para llamar la atención: diseñó para que el cuerpo habitara el estilo como se habita una verdad que no necesita ser dicha.

El verdadero lujo silencioso
La muerte de Giorgio Armani marca el fin de una era en la moda. Pero su legado no es un archivo cerrado: es un estilo de pensamiento. Quedan sus tejidos, sus cortes, sus desfiles. Pero sobre todo queda una forma de mirar el cuerpo, el género, el trabajo y el poder con delicadeza y profundidad.
En un momento en que la moda se ha vuelto algoritmo, meme, logotipo y viralidad, Armani sigue siendo ese susurro que atraviesa la sala. Una marca sin escándalo que entendió que el verdadero lujo no es hacerse ver, sino saber estar.
Ese quiet luxury del que ahora todos hablan, el que se ha convertido en tendencia, él lo practicó durante cinco décadas. Cuando aún no tenía nombre, Armani ya lo había convertido en código y lenguaje. Porque el auténtico lujo silencioso… era él.
Sandra Bravo Durán, Socióloga y Doctora en Creatividad Aplicada, UDIT – Universidad de Diseño, Innovación y Tecnología
Este artículo fue publicado en The Conversation. Lea el original.