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El 5 de septiembre de 1929, cuando la mañana empezaba a dar color al mar, en el barco procedente de Yucatán llegó a La Habana un hombre de sonrisa suave y con la cabeza llena de una sabiduría ancestral sobre la evolución de la vida y la forma. Vestía a la europea, con traje, pajarita de cuello y sombrero de casco tipo explorador inglés, alejado de la bata típica del brahmán y del sayal azafranado que usaban los sanyasis para recorrer los caminos. Mas su rostro ambarino y liso, de cejas y pómulos prominentes, lo asociaba de inmediato con ese país mítico donde los ríos arrastran rituales sagrados y los hombres encantan serpientes con secretos antiguos.

No es de extrañar que tuviera el don de la palabra y la capacidad de magnetizar a sus oyentes. Su fama de filósofo hindú y gran maestro de Teosofía lo precedía; por eso, en el puerto oloroso a salitre y tabaco lo esperaba una entusiasmada comitiva. Bien comprendía el peregrino que todas las preguntas tienen un muelle donde desembarcan, así que, al pisar el espigón de la Ward Line, no hizo esperar a sus adeptos ni a la prensa para revelar el motivo de su visita: “demostrar que hay un gran porvenir para el país y estudiar todo el idealismo hermoso que aquí existe y que, bien encauzado, puede contribuir al engrandecimiento futuro de esta tierra cubana, tan bendita”.
Cuba, última escala de una gira que lo llevó por dieciséis naciones de América a lo largo de un año, se le abrió como un libro de páginas en blanco. Convencido de que para aprender a veces hay que andar sin mapas, inició una marcha triunfal a través de la República, reuniendo en los diferentes auditorios a públicos selectos y tan numerosos como pocos lograban convocar. Era el momento esperado por muchos cubanos, ávidos de escuchar sus conferencias notables y su entretejido de preguntas que invitaban a reflexionar y a actuar con juicio, compasión y responsabilidad ante dilemas vitales.
¿Quién fue Jinarajadasa?
De nombre como desgajado de un trabalenguas, Curuppumullage Jinarajadasa fue un hombre cuyo destino transitó por la alquimia de ideas y los misterios de la modernidad. Nació en diciembre de 1875, en Ceilán Británico (actual Sri Lanka), la isla que parece una lágrima a los pies de la India.
Su primer contacto con el ámbito de la Teosofía ocurrió a los trece años, cuando conoció al gran místico y vidente C. W. Leadbeater. Este asumió su tutoría e influyó para llevar al chico a Inglaterra. Apenas un año más tarde, Jinarajadasa tuvo su primera prueba de discipulado al nadar de noche hasta el barco que lo llevaría a Londres. Dejaba atrás a su tierra y a su familia de filiación budista, al sentirse —alegó— llamado por la sabiduría y el deber.
Con dotes de clarividente, desde muy joven mostró una curiosidad voraz por entender las leyes del universo y alcanzar la verdad de las cosas. En ese camino de búsqueda permanente, pero sin prisa, las doctrinas de Tagore y Madame Blavatsky le sirvieron de brújula. En las aulas de su mente quiso equilibrar ciencia y creencia, mientras los cauces de su interés corrían entre religión, filosofía, literatura, arte, ciencia, química, francmasonería y espiritismo; hasta que su propia labor comenzó a proyectarse en la frontera de lo tangible y lo oculto.

Se licenció en Lenguas Orientales y en Leyes en la Universidad de Cambridge. Esa etapa estudiantil resultó para él un trance —lo comparó con subir una montaña en agonía y crucifixión interior sin que nadie lo notase—, por el abismo entre su formación esotérica y la visión de los universitarios británicos.
De vuelta en Sri Lanka ejerció durante dos años como vicerrector en el Ananda College de Colombo, fundado por su maestro, y fue encargado de guiar al niño Krishnamurti, aquel de aura perfecta y pura —según Leadbeater— al que pretendían educar para que se convirtiera en un nuevo Buda. Pero Jinarajadasa abandonó el trabajo, desesperado por la rebeldía del chico, que no se sometía a ningún tipo de disciplina.
A inicios del siglo XX decidió cursar nuevos estudios en Italia. A pesar de las dificultades que imponía la Primera Guerra Mundial, en 1914 inició un periplo alrededor del mundo en una carrera prolífica de conferenciante y escritor teosófico que se extendió por casi cuarenta años y derivó en cincuenta libros y mil seiscientos artículos. “Amó los niños, el mar, Beethoven, el anillo de Wagner, los coros del Aleluya, y su Evangelio fue Ruskin”, reza el epitafio que él mismo escribió, como viva pincelada de su alma, poco antes de morir en 1953 en Chicago, Estados Unidos.
Jinarajadasa no era el prototipo de pensador sedentario en una academia o un palacio indio, meditando en la posición de un monje con la mirada perdida en el infinito. Siendo su principal objeto de estudio el mundo que lo circundaba, solía recorrerlo sin cesar. En el terreno práctico, esto le permitió comparar y analizar diferentes sociedades y, con la máxima de que la verdad se descubre a través del hacer, en cada lugar sembró la semilla de su movimiento espiritual.
Su método fue sencillo y riguroso a la vez: observaba sin juzgar, preguntaba sin imponer. Creía que las respuestas emergen cuando el “yo” (lo individual) se diluye en el “nosotros” (lo colectivo) y cuando la mente se apoya en múltiples tradiciones, culturas y tiempos.
Desde el enfoque típico de la Teosofía habló del ser, del tiempo y de la forma en que el mundo suele retorcerse cuando se mira de frente una idea nueva. Asimismo, habló de paciencia, de la belleza de lo sinuoso, de la necesidad de escuchar la tensión entre dos polos para entender la recóndita verdad. También de experiencias esotéricas; de sueños y estados de la conciencia que permiten vislumbrar patrones, relaciones kármicas y déjà-vus; de contemplaciones del alma.
Trazó técnicas guiadas y sistemas de autoayuda. Soñó con un mundo más humano y de paz, donde la ciencia dialogara con la intuición y lo espiritual no fuera sepultado por los dogmas. Sabía responder todo tipo de preguntas, incluso aquellas que otros preferían esquivar por resultar incómodas. Parecía abrir senderos donde otros veían muros, y por eso no tardó en convertirse en un puente: no solo entre épocas y sapiencias, sino también entre culturas.
Las conferencias del Doctor
Tan pronto como llegó a La Habana, Jinarajadasa pidió que lo llevaran al Parque Central para depositar, ante la estatua del Apóstol Martí, una corona de flores con las insignias de la Sociedad Teosófica. La misma tarde de su arribo fue recibido en audiencia privada por el presidente Machado, con quien departió largo rato sobre asuntos educacionales y el otorgamiento del sufragio a las mujeres. Luego se reunió con el general Alemán, secretario de Instrucción Pública, y con el alcalde municipal.
Apenas tuvo tiempo para llevar los baúles a la residencia del doctor Dámaso Pasalodos, en Jesús del Monte, donde se alojaría los ocho días que pasó en La Habana, y para cambiarse de ropa. Ataviado ahora sí con sus vestiduras blancas, estola franjeada de oro y sandalias bíblicas de profeta venerable, recobraba su aspecto de hombre obsesionado con la palabra de Dios y con la idea de la purificación de la humanidad.
Puntual, a las cinco del propio jueves 5 de septiembre, y sin mostrar señales de agotamiento tras el viaje en barco, el sabio hindú estaba en la Asociación de Repórters listo para pronunciar “La civilización hindú”, primera de su ciclo de conferencias en instituciones habaneras. En ella compendió la historia de la India y el salto experimentado en materia industrial; además señaló que cada individuo ocupa un lugar en la sociedad que debe aprovechar con el trabajo personal, pues este libera y conduce a un estado de superioridad.
Por la noche pasó a la Academia de Artes y Letras para ofrecer sus “Nuevas teorías sobre educación”. En síntesis, disertó sobre el magisterio y, entre otras ideas, criticó: “La enseñanza en Occidente no es universal, está exclusivamente dirigida a poner en manos de unos hombres armas especiales de lucha susceptibles de hacerles vencer con mejor facilidad. El ‘sentimiento de la guerra’, en todos sus matices, es lo que se enseña. Es una educación exclusiva del cerebro, con olvido del sentimiento”.

Durante las siguientes jornadas impartió “Dioses encadenados” (que luego se convertiría en uno de sus libros más conocidos), “Los hombres de negocios”, “El idealismo de la Teosofía”, “Las enseñanzas de Krishnamurti”, “La ciudad perfecta de Dios y del hombre” y, para cerrar el ciclo, “Yoga verdadero y falso”, patrocinada por la Asociación Hispano-Cubana en el teatro Martí. Por los títulos puede apreciarse la diversidad y categoría de los temas.
Sus conferencias despertaron tal interés que, para beneplácito de sus oyentes, la Estación Radiotelefónica C.M.C. transmitió las cuatro que tuvieron como escenario la Academia de Artes y Letras. Disertó además durante media hora en el Club Rotario y también en el Unión Club, donde, en el éxtasis del té organizado en su honor, el filósofo lanzó una de sus enigmáticas sentencias: “¿De dónde vengo, quién soy, a dónde voy Riquezas ni salud implican felicidad. Opuestamente, hombres pobres considéranse felices. La dicha radica en la complacencia espiritual”.
“Un acto interesante”, valoró el cronista Enrique Fontanills. La detallada cobertura que dieron a dichas presentaciones el Diario de la Marina, Carteles y la Revista Teosófica Cubana nos permite hoy reflotar esa historia.

Su nombre en la prensa
“Acercarse a Jinarajadasa es como asomarse a una ventana abierta sobre un infinito presentido en nuestros sueños, o como recordar vagas cosas olvidadas, acaso residuos de nuestras vidas. Sus palabras adquieren suavidades de seda, resonancias inesperadas de resaca marina sobre las playas de dorada arena. De pronto olvidamos que estamos hablando con un hijo de la India milenaria, y nos parece verlo en el ágora rodeada de mármoles bajo el sol de la Hélade, brindando a sus discípulos en lentos paseos la miel ática de su sabiduría”. Así, con la gracia de su pluma y la suerte de haberlo podido analizar con sus propios ojos, la periodista Mercedes Borrero presentaba a los lectores de Carteles a aquel entrevistado que dio en llamar “Escultor de almas”.
En la entrevista —publicada a página completa por la revista el 15 de septiembre— el filósofo agradeció al pueblo cubano las gentilezas dispensadas desde su llegada, compartió impresiones de sus viajes por América donde, aseguró, “el nivel cultural de la mujer es superior al del hombre” y agregó que, mientras no se concediera a las mujeres los derechos que les corresponden en la obra de colaboración social, “no podrá realizarse el ideal de una nueva moral humana”.
Sobre el problema de Palestina opinó que “no puede resolverse porque ni árabes ni hebreos están preparados para el gobierno propio”, expresó mensajes del evangelio hindú y manifestó su adelantada visión sobre pedagogía infantil. “Sostengo que el niño tiene un alma, algo sagrado, únicamente suyo, inviolable, y que el deber del maestro es dar al niño todas las facilidades para manifestar esa alma, sin que sean necesarias más disciplinas entre el maestro y el discípulo que las del amor. Así el niño será el escultor de su propia personalidad”.
La Revista Teosófica Cubana no se quedaba atrás en elogios y lo calificaba, en su número de septiembre de 1929, como “un verdadero filósofo y un científico notable, a la par que un gran pedagogo de los que cultivan no solo la mente sino también el espíritu, y que ha venido marcando nuevos derroteros en los asuntos educacionales. Ha merecido las más altas distinciones de educadores, gobernantes e intelectuales en todas las ciudades que ha visitado”.
En octubre la revista lanzaba a sus lectores una interesante encuesta: “Ahora bien, ¿qué nos ha quedado de la visita de Mr. Jinarajadasa? […] ¿Ha sido una emotividad pasajera, un entusiasmo espasmódico que ha durado solo el tiempo que lo hemos visto, o algo perdurable que pueda servirnos después de su partida? […] ¿Ha podido cambiar nuestro concepto de la vida y de las cosas? ¿Ha servido para inspirarnos a vivir más elevada y noblemente?”.
Si bien el Diario de la Marina conformó una bitácora registrando cada actividad del teósofo, en su tirada del 9 de septiembre no se anduvo con medias tintas al publicar un texto del reverendo H. Chaurrondo que le atribuía vulgares deslices de conceptos: “Pero dos puntos trascendentales de su conferencia no cabían dentro de la ideología de sus oyentes: son las doctrinas que separan fundamentalmente el Oriente y el Occidente: su concepto panteísta del mundo, y la negación de la individualidad del alma humana. El maestro hindú, al tratar de explicar esta separación y al mismo tiempo unión del alma del mundo y de Dios, asegurando que el alma humana es idéntica a la de Dios y es distinta, dos en una y una en Dios, lanzó sobre el público una ola de frío al decir: ‘No me lo preguntéis a mí, porque ya lo dice un antiguo himno de la India, que ni el mismo Dios lo sabe’. ¡Donosa explicación para estos tiempos y para estas gentes!”. Al día siguiente, Jinarajadasa remitió al diario su desmentido.

Hasta Santiago en tren
Cumplida la agenda habanera, el sabio hindú comenzó su incursión de divulgación teosófica por las provincias. Básicamente presentó las mismas conferencias impartidas antes en la capital. Por las fuentes a mi alcance no tengo detalles completos de las actividades realizadas en el interior de la isla, pero puedo decir —a juzgar por las fotos publicadas— que colmó el teatro Terry en Cienfuegos y que en Santa Clara lo recibió el alcalde. En dos días hizo excursiones a Unión de Reyes, Alacranes y Matanzas, donde hizo brillantes exposiciones.

De camino a la región oriental se detuvo en varias ciudades y poblados. Como parte del periplo hubo comidas vegetarianas, charlas con niños, intercambios con damas defensoras del progreso de la mujer y encuentros con los Rotarios.
La mañana del 26 de septiembre de 1929, Jinarajadasa fue recibido en la estación de ferrocarril de Santiago de Cuba, donde se hospedó en el domicilio del médico César Cruz Bustillo. Por la noche, en los salones del Club Vista Alegre, dio su primera disertación. La segunda aconteció en un lunch de los Rotarios en el hotel Casagranda, al que asistió “ataviado con el traje típico de su país” y causó admiración entre los presentes al desarrollar El idealismo de la Teosofía.
Aún tuvo oportunidad de presentarse “ante un público inteligente, culto y comprensivo”, impartiendo otras dos conferencias con su castellano musical que encantaba: una en el teatro Vista Alegre y otra en la sede de la Sociedad Luz de Oriente. Luego viajó por vía aérea a Santo Domingo y Puerto Rico. Retornó a Santiago dos semanas después, para participar en la Convención Anual de la Sociedad Teosófica. El 15 de octubre tomó otro avión a La Habana, para dar esa noche en el Centro Asturiano su conferencia de despedida, esta vez bajo el título “Desarmemos la guerra”. Al día siguiente partió en el vapor Oroya a España, rumbo a la India.

A Jinarajadasa le agradó el ambiente de Cuba y su gente. Aquí halló un hilo de espiritualidad, anhelos de saber y corazones abiertos a descubrir la verdad: esa que no se encuentra en templos, ni en discursos de sacerdotes o gobernantes que la someten a la subjetividad y al error de lo humano; esa que subyace y se manifiesta de muchas formas: la cruda verdad de la vida.