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El 11 de septiembre de 2001, poco después de iniciado el siglo, el mundo quedó paralizado. Cuatro aviones comerciales fueron secuestrados en un ataque coordinado por Al Qaeda contra Estados Unidos. Dos impactaron en las Torres Gemelas del World Trade Center, en Nueva York; otro en el Pentágono, y el cuarto se estrelló en un campo de Pensilvania antes de alcanzar su objetivo. El saldo fue devastador: 2.977 muertos y más de 25.000 heridos.
Yo tenía poco más de 20 años. Estaba en la plaza de la universidad de Holguín, en Cuba, cuando escuché la noticia por los altavoces. La radio transmitía en vivo y recuerdo la descripción del segundo avión incrustándose en la Torre Sur. Esa imagen —repetida luego hasta el cansancio en los noticieros del mundo— quedó grabada en la memoria colectiva.
Casi veinticinco años después, estuve en el mismo lugar donde ocurrió todo: la llamada Zona Cero. Allí, donde se alzaban las Torres Gemelas —rascacielos de 110 pisos que fueron el eje del complejo del World Trade Center y, en su inauguración, los edificios más altos de Manhattan— hoy se extienden dos fuentes gemelas que conforman el Memorial del 11-S, inaugurado en 2011.
Las fuentes, llamadas Reflecting Absence, ocupan exactamente el espacio de las torres. Son dos cuadrados de casi una hectárea cada uno, con cascadas que caen por sus paredes hasta un vacío central. Revestidas en granito oscuro, el sonido constante del agua domina el ambiente y corta el bullicio de los alrededores. La sensación contrasta con la agitación de apenas unos metros más allá.

Alrededor, en placas de bronce, están grabados los nombres de las casi tres mil víctimas, ordenados según su vínculo: compañeros de oficina, tripulaciones completas de los vuelos, bomberos caídos juntos en el mismo lugar. Leer esos nombres convierte la tragedia en algo tangible.
El memorial se levanta en una plaza arbolada de 3,2 hectáreas, rodeada por más de 400 robles que crean un refugio verde en medio del distrito financiero. En un extremo destaca el Survival Tree, el árbol que sobrevivió al atentado: un peral rescatado de entre los escombros en octubre de 2001, muy dañado, que tras ser restaurado volvió en 2010. Como símbolo de resistencia, hoy crece junto a la fuente sur, rodeado de mensajes que los visitantes dejan al pasar.

El acceso al memorial es gratuito y está abierto todos los días. La plaza es punto de encuentro para turistas y neoyorquinos, pero también un espacio solemne. Entre las tradiciones más visibles está la de colocar una rosa blanca junto al nombre de la víctima el día de su cumpleaños. Un gesto sencillo que rompe la monotonía del bronce y mantiene viva la memoria.
A un costado, bajo tierra, está el Museo del 11-S, inaugurado en 2014, con más de 10 mil metros cuadrados. Desde la entrada, el descenso es ya simbólico: se baja hasta los cimientos de las torres. Allí se conservan secciones de columnas originales, restos retorcidos de acero y piezas estructurales.
El memorial se integra en un paisaje urbano renovado. Donde antes estaba el complejo del World Trade Center, hoy se levantan edificios modernos. El más imponente es el One World Trade Center, inaugurado en 2014, con 541 metros de altura: el edificio más alto del hemisferio occidental. Su fachada de vidrio refleja el cielo y domina todo el bajo Manhattan.
Junto a él están el 7 World Trade Center, terminado en 2006, y otros edificios corporativos, además del Oculus, la estación diseñada por Santiago Calatrava, con su estructura blanca que evoca las alas de un ave.

Desde su apertura, más de 50 millones de personas han visitado este espacio donde memoria, arquitectura y naturaleza conviven en pleno Manhattan.
Mientras recorría el lugar, me impresionó la coexistencia de dos dimensiones: la turística y la conmemorativa. Turistas que se fotografían sonrientes frente a las fuentes, mientras a pocos pasos otros visitantes permanecen en silencio, acariciando con la mano el nombre de un ser querido.

El memorial logra transformar el vacío en un lugar vivo, donde la memoria no es abstracta sino concreta, inscrita en bronce, agua y piedra. Aquella mañana de septiembre de 2001 la viví a miles de kilómetros, sin sospechar que algún día estaría aquí. Ahora puedo darle cuerpo a aquellas imágenes que escuché por radio.