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Entre fines de los años 70 y mediados de los 80 empezó a emerger en Estados Unidos un nuevo fenómeno entre los cubanos, reflejo de procesos culturales característicos de la asimilación y de lo que en sociología se conoce como el crossover [el cruce].
Un grupo, descendiente del exilio histórico, empezó a vindicar la categoría de cubano-americanos, así con ese guión, en similar sentido a lo que ya había ocurrido antes con los descendientes de otros grupos étnicos emigrados como los italianos, los polacos y los asiáticos, en los que la conciencia de una identidad propia, específica y diferenciada, ya formaba parte del llamado melting pot, en correspondencia con lo que el brasileño Darcy Ribeiro alguna vez denominara “pueblos trasplantados”, es decir, formados a partir de un fuerte y disímil componente migratorio.
El proceso aparece documentado en varias instancias sociales, una de ellas —y ciertamente no la menos importante— en un chiste de Guillermo Álvarez Guedes, quien alude a la nueva realidad con un sentido de crítica, sorna y distanciamiento.
Porque asimilarse, entrar a ese melting pot, implicaba de alguna manera des-exiliarse y echar raíces en la cultura receptora, a menudo a partir de relaciones conyugales con ciudadanos/as estadounidenses, o con otros/as latinos/as, una posibilidad que los cubanos no tuvieron entre sus planes ante la idea del pronto regreso a la isla.
Esa generación, llamada 1.5 y ubicada a medio camino entre la cultura cubana y la estadounidense, quedaría reflexionada a nivel teórico sobre todo en la obra ensayística de Gustavo Pérez Firmat en textos como Life on the Hyphen. The Cuban-American Way (1994), traducido al español como Vidas en vilo (2000), donde se subraya la peculiaridad de “vivir en el guión”. “Ser cubano-americano”, nos dice, “es habitar el punto intermedio: no completamente cubano ni completamente estadounidense”. Y el guión es más que un signo de puntuación: un puente, una frontera y, a veces, una herida”.
Sus integrantes se distinguen por su condición bicultural —“las dos caras del Juno cubano”, como la codificó en su momento la profesora Eliana Rivero—, es decir, por moverse entre dos sistemas de referencia y de valores distintos, aunque con tangencias que constituyen resultado de una historia y de la peculiar contribución estadounidense a la identidad cubana de la isla, como lo ha estudiado insuperablemente Louis A. Pérez, Jr. en On Becoming Cuban. Identity, Nationality and Culture (1999).
Emigrados muy jóvenes o nacidos en Estados Unidos, sus portadores se educaron en inglés, no vivieron la construcción de su cubanidad dentro de la isla, pero la primera les fue transmitida mediante la oralidad de abuelos y padres, la memoria y la tradición, bien dentro o fuera del enclave. Y en no pocas ocasiones la “canibaleaban” en una pluralidad de sentidos.
Tal vez por su inmediatez, el cine estuvo, por así decirlo, en la delantera testimonial con el filme El super (1979), del director León Ichaso (1948-2023), un documento imprescindible sobre los procesos generacionales de los cubanos en Estados Unidos y, según no pocos, obra no superada artísticamente por el cine cubano hecho posteriormente en el país.
Pero hay otras expresiones primigenias de esa carta identitaria. En la literatura, la nueva realidad sociocultural tuvo su primera concreción en la antología Los Atrevidos (1988), de Carolina Hospital, una muestra de la labor de un conjunto de cubanos que se atrevieron por primera vez a escribir en inglés habiendo nacido en la isla y llevados a edades tempranas al Norte.
Y lo mismo en la música. A mediados de los años 80, unos jóvenes cubano-americanos empezaron a mezclar ritmos afrocubanos con pop anglo, creando un sonido fresco y original.
Habiendo hecho el cruce aludido al inicio, Gloria Estefan y Miami Sound Machine lograron colocar en el mainstream canciones que todavía hoy se escuchan en las emisoras radiales nacionales. “Conga” (1985), “Bad boy” (1985) y “The rhythm is gonna get you” (1987) son solo tres de las más famosas.
Estaban parados sobre los hombros de músicos como Mario Bauzá (La Habana, 1911–Nueva York, 1993) y Machito (Francisco Raúl Gutiérrez Grillo, La Habana, 1908-Nueva York, 1984).
Y también de Desi Arnaz.
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El santiaguero Desiderio Alberto Arnaz y de Acha III (1917-1986), más conocido como Desi Arnaz, fue uno de esos híbridos, fundacionales si se quiere. Actor, productor y empresario emigrado a Estados Unidos en el post Machadato, tuvo a bien darle vida al personaje de Ricky Ricardo.
Casado con la actriz Lucille Ball (1911-1989), una vistosa pelirroja anglo, su figura demuestra que a veces tiene sentido ir contra la corriente cuando hay ideas previas y prejuicios en el medio.
En 1948 Ball fue elegida como protagonista del programa radial Mi marido favorito, de la CBS, pero al decidirse trasladarlo a un formidable nuevo medio llamado TV, la actriz quiso que su marido fuera el coprotagonista. Pero se lo objetaron. Argumentaron que los televidentes notarían el marcado acento de Arnaz y no encontrarían creíble a la pareja. Sin embargo, los resultados de varias giras que hicieron ambos actores, juntos, arrojaron lo contrario. Los ejecutivos entonces cedieron.
Ese fue el inicio de uno de los más poderosos programas de la TV que en el mundo han sido. I love Lucy salió al aire por primera vez 15 de octubre de 1951 y ahí estuvo hasta 1958 con un éxito de audiencia fuera de serie. El programa más popular en Estados Unidos durante cuatro de sus seis temporadas en horario estelar. Desi y Lucy llegaron a convertirse en grandes estrellas.
En la serie, Arnaz encarnaba, en efecto, a Ricky Ricardo, el director de una orquesta cubana que se presentaba en clubes nocturnos, sobre todo en uno llamado Tropicana. El músico interpretaba canciones populares de su país y latinoamericanas. Y era famoso por sus congas.
En sus conversaciones, ciertamente hablaba con marcado acento, mezclaba el español con el inglés, pero se refería a su cultura con orgullo. Y lo hacía con un peculiar sentido del humor, en especial cuando las situaciones escapaban de control. Ese acento cubano era parte esencial del personaje y una de las razones de su éxito, a contrapelo de lo que pensaron aquellos ejecutivos de la CBS.
Lo cierto es que su figura la han reclamado como suya no solo los primeros cubano-americanos de hace más de treinta años, sino también otros más nuevos. No por gusto se ha reciclado a la pareja en el filme Being the Ricardos (2021), del director Aaron Sorkin, con Nicole Kidman en los papeles de Lucille Ball y Javier Bardem de Desi Arnaz, respectivamente. Y en el documental Lucy and Desi (2022), de la realizadora Amy Poeheler.
Ha escrito Rachel McDonald:
“Contra todo pronóstico, la América de la época de Eisenhower lo había aceptado a él y a su poco convencional alter ego. Lo adoraban como el hombre que amaba a Lucy, el explosivo director de orquesta cubano cuyo inglés torpe y la frustración de un hombre heterosexual sufrido ante las travesuras cómicas de su alocada esposa se suavizaban en un abrazo amoroso al final de cada episodio”.
Y concluye:
“Pero Desi Arnaz era mucho más que Ricky Ricardo. Si la brillante payasada de Ball —su belleza, su mimetismo, su rostro flexible y su intrépida habilidad para la comedia física— fue la chispa artística que animó I love Lucy, la perspicacia pionera de Arnaz en el mundo del espectáculo fue la fuerza impulsora esencial. Fue el hombre que inventó la televisión”.