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En honor y memoria a todos los teatristas cruzados,
en especial a la yumurina Shakira, por ser hija y pilar.
La Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa terminó hace unos meses, el 3 de marzo, pero persisten los recuerdos y el impacto que produjo en mí haber conocido otra parte de Cuba dura. Todavía, en ocasiones, me encuentro procesando lo sucedido. Viajar por los municipios de Manuel Tames, Yateras, San Antonio del Sur, Imías, Maisí y Baracoa me dio la oportunidad de conocer nuevas realidades y las relaciones políticas, económicas, sociales y culturales de escala local que habitan estos territorios de lo más íntimo de la isla.
Atravesar varios pueblos y comunidades de estos municipios te enseña sobre el pasado y lo desesperanzador que se dibuja el futuro. Sobre ellos ha caído con más fuerza el peso negativo de la crisis económica en Cuba y especialmente algunas decisiones de la política económica, como el desmantelamiento casi total de la industria azucarera, la disminución de las inversiones en salud y educación en comparación con inversiones de otro tipo, como la construcción de hoteles; la bajada en la producción de café, cacao, coco y otras ramas como la ganadería; el déficit de diálogo con el sector campesino y la poca articulación con las prácticas agroecológicas en esos territorios.
Estas poblaciones se encuentran relativamente desconectadas del aparato económico, centralizado y concentrado en las ciudades, en particular en la capital. Son zonas de silencio y apagón casi constante, que mantienen, principalmente, producciones para autoabastecimiento de alimentos y donde la pobreza, los bajos ingresos y la migración son su perfil más característico.
Por otra parte, lo que constituyó una fortaleza cultural de identidad guantanamera y cubana, como la música, la vestimenta y la comida, ha perdido gran parte de su arraigo. Transitan hacia nuevas mentalidades y valores más cercanos a lo globalizado.
Existen comunidades que desaparecerán en el olvido profundo en apenas unos años, si no llegan a mejorar las condiciones y calidad de vida de sus pobladores.
Las personas mayores recuerdan con nostalgia cómo fueron muy favorecidos en los años ochenta: “Llegaban taxis, había de todo y la oferta cultural no faltaba”, me comentaba un poblador de la comunidad Los Calderos, en las montañas de Imías.

Los orígenes de la Cruzada
En 1991, Carlos Alberto González Duporté, Felix Salas (Pindy), Carlos Bonaga, Carlos Betancourt, Rafael Rodríguez, Maribel López, Gertrudis Campos (Tula) y otros actores del grupo Teatro Guiñol Guantánamo decidieron salir del espacio citadino hacia las serranías para ofrecer teatro a los niños. La titiritera Tula cuenta que las causas de esta decisión se debieron principalmente a las limitaciones en las giras por el inicio del Periodo Especial, aunque la idea de la Cruzada no nació sin referentes previos.
Ya existían otras experiencias similares en la zona, como las brigadas artísticas de los años ochenta y el Plan Turquino. La experiencia de Carlos Alberto en la cartografía local y la contribución de las FAR con mochilas, cantimploras, capas de agua, hamacas y algunas herramientas de localización y guía en campo abierto a través de un sistema de banderas; propiciaron un mínimo de condiciones para hacer la extensa trayectoria.
De esa forma comenzó el itinerario de aquel lejano primer año. Todo el recorrido fue a pie con una arria de mulo que cargaba principalmente la comida, el agua y la austera escenografía que no contaba ni siquiera con luces.
La ruta era la misma de la actual —del 28 de enero al 3 de marzo, desde el Parque Martí de la ciudad de Guantánamo hasta el Parque Central de Baracoa—, pero con funciones en muchos menos lugares.

Las mil y una noches guajiras
Tula cuenta que en la primera edición “se presentaron en más de cuarenta comunidades ofreciendo funciones para niños en las mañanas y las tardes, mientras que en las noches se presentaba el espectáculo para adultos. La primera función fue en un campamento de cañeros. Llegamos a las nueve de la noche y ya estaban tirados en sus camas, y enseguida se levantaron y les dimos la primera función”.
El repertorio era muy sencillo: para niños llevaron Comino y Pimienta, Guisos y Conejos, Orula miente o no miente y, por la noche, se presentaba Las mil y una noches guajiras del escritor cubano Rómulo Loredo.
De esta forma, año tras año, el evento fue nutriendo a comunidades y pueblos con el arte teatral. La propuesta artística fue evolucionando y pasó de ser un teatro cargado al hombro y en mulos a llevar espectáculos con mayores recursos escenográficos, mientras mejoraban en su técnica teatral, teorización, dramaturgia e internacionalización del evento.
Al principio, la Cruzada se pensó como un proyecto que proclamaba el derecho a recibir el teatro producido en el circuito de la ciudad. Sin embargo, las comunidades cambiaron esa base programática desde la misma primera experiencia al modificar el pensamiento artístico de los cruzados.

Y cuando no puedas más
A finales de los años ochenta, en otra serranía del Oriente cubano, particularmente la granmense, comenzaba a dar sus primeros pasos el Proyecto Docente Andante del maestro Juan González Fiffe.
Este grupo realizaba investigaciones socioculturales en las comunidades de la serranía granmense, y creaba obras entre la población y los instructores de arte, lo que repercutió en que estas investigaciones y puestas en escena llevaran a la profesionalización del grupo años después.
Su director nos comenta que “hubo un fenómeno excepcional (…) fuimos a una comunidad que estaba a la orilla de la carretera central por donde pasaban los cables de la Renté. Sin embargo, la gente no tenía electricidad; era una comunidad completamente campesina. Pero lo más atractivo es que en este lugar, los hijos de los campesinos eran rockeros empedernidos. Entonces, tomando como eje este choque cultural, trabajamos en una obra que se llamó Y cuando no puedas más”.
Todavía Fiffe se sorprende de cómo cientos de jóvenes rockeros provenientes desde Guantánamo hasta Camagüey viajaron hasta esa comunidad para verse reflejados en una obra de teatro, quizás por primera vez.

La calle de los fantasmas
Para el año 1992 se realizó la segunda edición de la Cruzada Teatral y Teatro Callejero Andante fue el segundo grupo en arrimarse a las lomas. El colectivo estaba compuesto por jóvenes actores como Eudy Espinosa, Celso Portales, Adis Nuvia Martí y Mileydy Jiménez.
González Fiffe me contó su primera experiencia en la Cruzada: “Salimos de Bayamo con una obra para adultos sin grandes recursos. Sin embargo, el entonces director de la Cruzada, Carlos Bonaga, me orienta a actuar para los niños en Bernardo. En la travesía de Dos Pasos hasta Bernardo, caminando por los senderos del monte, empezamos a crear la obra para ese público, recordando el texto de La calle de los fantasmas, de Javier Villafañe. Empezamos a incluir payasos, zancos y títeres de piedras, semillas y flores. Aquel espectáculo nos cambió completamente a nosotros y cambió el concepto de trabajo para la Cruzada, porque era una obra que tenía en cuenta el espacio de representación de esos sitios, las dinámicas de los lugareños, los medios que ellos tenían en su mano para crear. Ya no se trataba del teatro que producíamos en la sala para llevarlo tal cual. Era una obra que nacía de esa realidad y de esa circunstancia. Eso nos transformó a nosotros de modo tal que, a partir de ahí, no pudimos separarnos jamás ni de los títeres ni de los niños”.

El vínculo con las comunidades
Los cruzados más longevos concuerdan en que la idea de llevar teatro a las comunidades no concebía las pautas que las propias comunidades iban a establecer para transformar las estéticas de los grupos. Los tomó por sorpresa cambiar sus estéticas establecidas para crear espectáculos que se ajustaran a la profundización del pensamiento y de las necesidades de las comunidades, lo que vitalizó el vínculo entre esas poblaciones que nunca habían visto jamás una puesta en escena y los teatristas que compartían su arte y sus interioridades con los habitantes.
El grupo de teatro Juglaresca Habana, bajo la dirección de Bebo Ruiz, también se enfocó en el teatro de mochila y comunitario. Brindaban funciones en escuelas, barrios, hacían funciones en la calle. También los grupos guantanameros seguían esta modalidad en la ciudad: Guiñol de Guantánamo dirigido por Maribel López entonces y actualmente por Emilio Vizcaíno; La Barca con Ury Rodríguez al frente; Teatro Ríos, todos fueron pilares en la creación teatral con esas características.
El prestigio artístico y humano de la Cruzada fue creciendo, edición tras edición. Las condiciones logísticas fueron mejorando y empezaron a vincularse figuras descollantes del teatro de títeres como Armando Morales. El espacio también se convirtió en un evento único de su tipo para la teoría y la crítica teatral, y consiguió un sitio significativo en el teatro comunitario latinoamericano.
No obstante, dentro de las lógicas del proyecto hay contradicciones. Por ejemplo, el actor y titiritero Eldy Cuba, veterano de la gesta, plantea que la Cruzada es un proyecto de intervención comunitaria. Según Cuba, ello se debe a que parte de una idea externa que se impone con niveles de aceptación entre los pobladores durante estos años.Sin embargo, no se tienen en cuenta las necesidades estéticas de estas comunidades. Por otro lado, el propio actor comenta que los vínculos establecidos entre la Cruzada y sus espectadores son prácticamente de parentesco y se han heredado de generación a generación. “Nos aceptan como familia”, dice Cuba. El roce personal por más de tres décadas y la acogida en las casas de los pobladores crearon hondas relaciones de convivencia y afecto.

Una gota de arte en un año
Su director, Emilio Vizcaíno, me comentaba que “la Cruzada era una gota de arte que recibían en apenas un año”.
En la última edición, a través de la entrevista de muestrario, pude recopilar la opinión de 109 habitantes de diferentes edades y lugares sobre el evento. Todos respondieron positivamente a la pregunta “¿Les gusta la Cruzada como proyecto artístico?”. Además, en una calificación de escala del 1 como mínimo al 10 como máximo, según la aprobación y el gusto estético del poblador, el promedio marcó 9.61. La otra estadística que se reveló es que solamente 13 personas de los 109 entrevistados conocieron la Cruzada en la edición 35.
Desde el punto de vista cualitativo, se torna más interesante: los pobladores de la ruralidad reconocen a la Cruzada en su labor fundamental de diversión; expresiones como “despejar la cabeza” fueron recurrentes. “Aquí de diversión no hay nada, aquí la diversión es que llega el día y la noche”, me confesaba una ama de casa en Santa Catalina.
Otros aspectos mencionados fueron su apreciado valor en la educación y el trabajo con los niños. Una residente de Puriales de Caujerí, quien ha crecido viendo a la Cruzada, sostuvo: “Es lo mejor que puede llegar a este pueblo; cada fecha se espera con gran ansiedad; creo que el año que deje de suceder sería algo muy triste”. Mientras, en Nibujón, Baracoa, me comentaron que “Lejos de ser un evento cultural, es muy educativo porque la Cruzada da cultura, que es la principal identidad nuestra. Porque cuando no hay cultura no hay nada”.
En la entrevista también se pronunciaron sobre algunos cambios que les gustaría que ocurriesen, los cuales también hablan de sus necesidades y urgencias humanas por recibir arte y diversión. La sistematicidad fue un tópico repetido. Incluso expresaron el deseo de que se celebren dos o tres Cruzadas anuales.
Vizcaíno plantea que la solución a esta petición podría encontrarse en adecuar espacios para centros de arte en las montañas donde puedan realizar cursos y espectáculos durante un tiempo determinado, porque realmente es complicado extender o cambiar la programación del evento, ya que la planificación logística es compleja y, además, es extremadamente agotadora, con una carga física y psicológica pesada. El público también demanda que los espectáculos duren más y que las obras tengan una mayor calidad.
Al partir, se notaban tristes
Damián Pendino, uno de los teatristas argentinos —especializado en teatro para niños y en este tipo de práctica escénica móvil entre las escuelas—, participante en la última edición, me comentaba sobre una experiencia similar en su país. Montaban obras en lugares a donde no llegaba el teatro regularmente. Pasaban por el mismo pueblo dos años después, preguntaban quién más se había presentado, y resultaba que los últimos habían sido ellos mismos. Pendino me confesaba que veía una enorme algarabía en los niños cuando la Cruzada llegaba, pero que al final, al partir, se notaban tristes, y esa reacción había que evitarla a toda costa.
Con respecto a las obras, me explicaba que es importante captar la atención de todos los niños, y para tratar de hacer reír a todos, la obra y el actor tienen que negociar con las edades de los infantes, porque ya los gustos no son iguales entre un niño de 6 y otro de 12 años; y, como otro aspecto, el trabajo del actor con el silencio como dispositivo de tensión que sumerge al espectador en la narrativa de la obra.

El canto colectivo
La Cruzada Teatral es coherente si tenemos en cuenta la policrisis que atraviesa el país y que se refleja en los procesos artísticos. En cambio, hay señales positivas y que no deben tener vuelta atrás: la llegada de la Escuela de Títeres de La Habana que, junto a la de Bayamo, confirmaron la importancia de hacer teatro en estos lugares. Se compartieron contenidos escolares y se foguearon con cada puesta en la hierba, la tierra o el suelo. En la presente edición se visitaron 171 comunidades y se ofrecieron 297 funciones. El número de espectadores alcanzó la cifra aproximada de 60 mil personas.
El canto colectivo durante la última presentación es entrañablemente emotivo por la acumulación de las experiencias vividas después de 33 días en el camino. Ese definitivo “A Baracoa me voy, aunque no haya carretera” no cabía en el pecho, mientras se entonaba en el parque central de la ciudad primada de la isla —ese parque triangular de la Cruz de Parra, de Hatuey y de la estatua de El Pelú, el popular personaje de la ciudad que maldijo.
El público acude para disfrutar de la última función y nosotros le ofrecemos nuestro último respiro.
Sentado en un rincón del parque, Emilio Vizcaíno me dice: “Bueno dime, ¿qué es de Infanta y Manglar?” (El lugar donde vivo en La Habana.) Yo no hago otra cosa que mirarlo y sonreír. Sostiene un humor inteligente, que mezcla con cuentos de “cruzados” y picardía titiritera. Creo que sabe lo que pienso. Ha visto esa cara otras veces.
Todos estos viejos queridos de la Cruzada saben dónde poner las energías precisas en los tramos y escoger atajos. Decido separarme de la gente porque no me gusta que me vean conmovido.
Tengo la ropa desgastada, con manchas de tierra y comida, los zapatos con tierra roja de Sabana, que según cuentan los pobladores, “si no es con agua del lugar, no se quita”. Allí las calles son coloradas, el piso de cemento pulido que tanto me gusta es de ese mismo color; un pequinés, albino-colorado; los pies de los niños, colorados.

Dios sabe
Han sido 35 años a pie, en mulos, caballos, volantas, tractores y camiones, caminos de fango, roca, pedraplén y precipicios. Itinerarios, incluso, donde la ruta es el caudal de un río diáfano para poder llegar a una comunidad que espera. Funciones nocturnas con cocuyos, puestas en escena con árboles que perfectamente encajan en la obra, sonidos del río que acompañan la voz de una actriz, varias geografías inmersas en el teatro; no estorbando, no creando una barrera entre lo natural y lo artístico, sino tratando de ser un todo.
Una expresión cruzada dice: “No nos ha pasado nada porque Dios sabe que hacemos una labor muy humana”. Realmente, la modestia de los cruzados es casi indescifrable para mí. Me hacen pensar que es el títere el que ha pactado con la indomesticable montaña. Ese es su amuleto. En estos sitios las familias campesinas te miran fijamente, sin bajar los ojos, abriéndote el alma.