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Los gorriones tienen mala prensa. Los llaman “pájaros sin gracia”, vocingleros, glotones, de plumaje triste (pardo). Su canto —porque cantan— no es apreciado como el de los canarios o el de los ruiseñores, aunque hay ornitólogos que lo califican de melodioso y alegre.
El gorjeo de los gorriones es un canto de amor, para invitar al apareamiento. Y parece que les funciona, pues, excepto en la Antártida, los vientos de todos los continentes los sostienen. Es decir, se procrean sin cesar. Y entre tantos lugares posibles, prefieren anidar en las ciudades, cerca de los seres humanos, distinción que deberíamos agradecer.
A Cuba llegaron los gorriones comunes (passer domesticus) a mitad del siglo XIX (son oriundos de Europa y Asia). Se supone que fueron introducidos en el país por el Puerto de La Habana. Ya en 1865, Juan C. Gundlach (1810-1896), ornitólogo alemán que desarrolló la mayor parte de su vida en Cuba, comunicó el avistamiento de gorriones en todas las provincia, lo que habla de su rápida aclimatación.
Los poetas
Ciertos poetas se han fijado en esas humildes avecillas. Algunos con sorna; otros, con evidente simpatía. Nicolás Guillén, quien inventarió las que él pensó sus insuficiencias, objeta que esa ave es “demasiado normal”, y se pregunta: “¿No habrá un gorrión genial?”
Miguel Hernández, en la pieza narrativa El gorrión y el prisionero, dice:
“Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su infancia perpetua les ha dado”.
En Platero y yo, Juan Ramón Jiménez, justísimo Premio Nobel de nuestra lengua, se lee:
“¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.
“Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y solo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábado; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
“Y cuando las gentes, ¡las pobres gentes!, se van a misa los domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno —¿te juntas conmigo?— los contemplan, fraternales”.
Gorrión: ¿tristeza?
Estar agorrionado, en Cuba, significa destilar melancolía. Tener un gorrión, estar triste, chapoteando en una congoja cuyas causas casi siempre son ocultas, aún para el sufriente.
Cuando estudiaba en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana, por un tiempo compartí aula con estudiantes de Corea del Norte. Trabajaban en la embajada de ese país en Cuba. Eran choferes, jardineros, utileros. Muchachos sin nivel universitario a quienes enviaban a aprender español bajo presión, y durante el tiempo de clases no entendían una sola palabra de asignaturas tan complicadas como Lingüística o Historia de la Lengua.
Uno de ellos, Pac Bug Yong (es mi transcripción fonética y de oído de su nombre), al que cariñosamente llamábamos Paquito, en una ocasión fue abordado en la beca de 3ra. y F, en el Vedado, por un condiscípulo cubano que lo vio, cabizbajo, pesaroso, sentado en su litera, con la vista fija en un punto inexistente. Este le preguntó: “Qué te pasa, compadre”. El coreano, trabajosamente, respondió: “Nada, que tengo un gorila tremendo”. “¿Un gorila?”, se asombró el cubano. “Sí, uno de esos pajaritos chiquitos…”

Matar al último gorrión
En 1958 Mao Zedong, líder absoluto y vitalicio de la República Popular China, lanzó la descabellada campaña de El Gran Salto Hacia Adelante. Ese intento de conseguir un desarrollo que pudiera equiparar económicamente al país con las llamadas potencias mundiales, se basaba en el empleo de heterodoxas técnicas. Uno de los frentes consistió en el exterminio masivo de los gorriones molineros (passer montanus), con el argumento de que estos diezmaban las cosechas de arroz. El razonamiento era simple: sin gorriones aumentaría la producción de ese cereal.
La campaña, a la que se abocó todo el país, consistía en hacer ruido excesivo para que las pequeñas aves no pudieran anidar en ningún lugar, y cayeran muertas por la fatiga. También se ponían extensas redes en los sembrados, donde quedaban atrapados.
Con la disminución dramática de los gorriones, aumentaron exponencialmente en los campos las langostas, insectos de una voracidad indetenible. Se rompió la cadena de alimentación natural, se alteró el equilibrio ecológico, y fue peor el remedio que la enfermedad.
En la actualidad ha disminuido drásticamente la población de gorriones en algunas ciudades europeas, como Londres o Madrid. Hay quienes dicen que la desaparición de gorriones se debe al crecimiento de la polución y al aumento del ruido en las urbes. Otros piensan que, más que desaparición, se debe hablar de emigración hacia las zonas rurales.
El karma
En noviembre de 2016 viajé por 15 días a Lahore, Pakistán, para participar en el Faiz International Festival, evento dedicado a promover la cultura y el arte. Allí fui a hablar de literatura y cine cubanos, y a leer algo de mi modesta obra lírica. Los poemas fueron traducidos al inglés, y de este idioma los pasaron al urdu, que es la lengua oficial oficial del país.
En realidad no sé qué habrán entendido los jóvenes que colmaban las salas, pues siempre aplaudían con generosidad. Nunca he sabido si se trataba de un acto de cortesía o si en urdu mis versos superaban a los originales.
En los pocos momentos que me quedaban libres salía a zapatear la ciudad de tránsito caótico, y edificaciones con alto valor histórico. Así es que fui a dar muy cerca de la Mezquita del Emperador (1673), en el casco antiguo de la ciudad, muestra de arquitectura mogol, y considerada una de las más bellas del mundo.
Me llamó la atención que algunos automóviles que iban por la congestionada arteria principal se detenían a la orilla de la acera, justo donde un hombre tenía una gran jaula llena de gorriones. Le daban dinero al mercader por algunos ejemplares —no más de tres o cuatro— y luego los soltaban para que echaran a volar. No encontré explicación a ese hecho intrigante hasta varios días después, en que una muchacha del país me aclaró que ese procedimiento era una suerte de limpieza de karma. Devolviendo la libertad a las avecillas, aquellos hombres creían atenuar las faltas que habían cometido, conscientemente o no.
Aquí la expresión karma —que usó mi amiga— no debe ser la justa, pues lo musulmanes, que son la gran mayoría de los paquistaníes, no creen en esa ley de cumplimiento inexorable. Aunque, igual que los practicantes de todas las religiones monoteístas conocidas, aceptan que las buenas acciones acarrean el bien; y las malas, lo contrario. Deslindar unas de otras corresponde a la justicia divina.


Agapito Rubirosa
A esta altura quien lee debe haber sospechado que, como mínimo, los gorriones no me son indiferentes. Me gana en ellos la bulliciosa manera de saludar el día y su facilidad para establecer relaciones con los seres humanos; también, que son solidarios con sus congéneres.
En la habitación donde trabajo, en mi apartamento de El Vedado, la ventana es de dos hojas, de madera. Cuando estoy en mis labores permanece cerrada, pues me aísla del ruido creciente de la ciudad, desde conversaciones de vecinos de balcón a balcón, hasta los cláxones insistentes de quienes vienen a recoger a familiares o compañeros de trabajo.
Aquella vez, apenas había aclarado el día, sentí unos golpecitos insistentes en la ventana, que me sacaron de concentración. La abrí y descubrí en el frondoso árbol que me quedaba justo enfrente, a un gorrión que me miraba sin inmutarse.
No soy animalero en el sentido estricto del término, y sí materialista. Así que pensé que podría no haber sido el gorrión quien llamara a mi ventana. Igual dispuse dos cuencos pequeños, uno con agua y el otro con un puñado de granos de arroz. Y continué en lo mío.
Al día siguiente se repitió la escena. Alguien volvía a dar golpecitos quedos en la madera húmeda por la llovizna reciente. Ahí estaba nuevamente al que saludé con una confianza que luego me ha dado mucho que pensar: “Qué vuelta, Agapito. ¿De nuevo por aquí? Y así comenzó esta relación simbiótica en que le proveo de comer y él me saluda cada mañana. Las contadas ocasiones en que me olvido de munirlo, escandaliza desde las ramas próximas hasta que abro la ventana.


De que no me he inventado a Agapito dan fe las numerosas fotos que le voy tomando, y algunos amigos que han coincidido con él a media tarde, porque desayunar y cenar cada día se han convertido en sus hábitos irrenunciables.
Pero Agapito —nombre que ahora pienso es de gente de pueblo, y no sé cómo vino a mi boca— no siempre llega solo. En ocasiones se presenta en la mañana con la que debe ser su pareja; y otras veces, con una pandilla de seis o siete revoltosos como él, invitados a compartir el tentempié, cuya cuantía me he visto obligado a aumentar con los meses.



Retratar a Agapito es complicado. Él y yo compartimos el espacio, pero de ahí a que se quede quieto un instante o venga a comer en mi mano, hay un trecho. Finjo no verlo las veces que, después de comer, se da un paseo por la casa, y se posa breves instantes sobre cuadros, discos y libros. Una vez me acompañó a fregar, y hasta permitió que le tomara una instantánea antes de salir, como una exhalación, por la ventana.

A Pito —que es como lo llaman los amigos— lo descubro donde quiera que voy. En España, más “repuestico”, tomando el sol en La Rambla; en México, casi indiferente, bebiéndose a sorbos el cielo de “la región más transparente” en la fuente de Coyoacán. Lo he visto en Moscú y en Milán, en Manila y Buenos Aires, en Skopje y en Caracas, incluso mucho antes de que tuviéramos trato cercano, cuando aún desconocía su apellido, Rubirosa, que escogió él mismo, de playboy dominicano.

Siempre que regreso a mi casa está ahí, al rayar el día. Con el tiempo se ha convertido en un familiar cercano, el más próximo físicamente. Respetamos nuestros territorios, fingimos no vernos muchas veces. Nunca le pregunto a dónde va después de hartarse en el alféizar. Tiene, como yo, una vida privada blindada, que no se somete a debate. Y así nos va.

Una colega —incrédula— me pregunta cómo sé que se trata siempre del mismo gorrión. Le dije que los amigos se reconocen a la legua. Insiste que puedo estar alimentando a todos los gorriones del barrio, y no a uno en particular. Para quitármela de arriba le dije que el próximo amanecer, antes de servirle el arroz, le pediré a Pito su carnet de identidad. A Agapito Rubirosa, “niño del aire” , mi hermano, mi “dulce hermano”.
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El gorrión es un ser municipal,
electoral,
gritón.
Su vestido habitual
es una blusa parda de algodón;
el pantalón
de tela igual.
(No lleva cinturón).
Por ultimo glotón.
Señores, qué glotón es el gorrión.
Alimentarse no está mal,
pero hay que tener moderación,
como enseña el Manual
de Buena Educación.
Objeción
capital:
demasiado normal.
¿No habrá un gorrión
genial?
Nicolás Guillén












