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Fabien Pisani (La Habana, 1971) ha recorrido un largo camino hasta llegar a la edición 46 del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano con su primer largometraje documental. Se trata de En la caliente. Historias de un guerrero del reguetón, donde el realizador cuenta la historia de un hombre —Rubén Cuesta Palomo, “Candyman”— y de un género musical que ha marcado profundamente la Cuba de las últimas tres décadas.
Pero el viaje del guerrero Fabien, como toda buena epopeya, no ha estado exento de obstáculos. Su llegada a este Festival supone un momento agridulce: esperaba que también fuera incluida en la muestra otra propuesta bajo el brazo, Para vivir: el implacable tiempo de Pablo Milanés (2025), algo que finalmente no ocurrió.

“Estas historias se tienen que ver en Cuba” es una idea que Pisani repite hasta la saciedad mientras conversa con OnCuba, días antes de conocerse la selección oficial del Festival.
Para él, resulta fundamental que los cubanos —a quienes define como “el público natural” de su trabajo— tengan acceso y la posibilidad de reflexionar sobre ambos audiovisuales, dedicados a dos figuras centrales de distintos momentos y zonas de la creación dentro de la construcción colectiva que llamamos cultura cubana.

Inicialmente, En la caliente estaba programada para exhibirse en dos ocasiones durante el Festival. La primera función —el domingo 7 de diciembre, a las 5:30 p.m. en el Multicine Infanta— se frustró debido a un apagón en la zona y fue reprogramada para este martes, a la misma hora y en el mismo lugar. En cambio, la proyección prevista para este lunes 8, a las 3:00 p.m. en el cine Riviera —también afectada por un apagón en ese horario— fue cancelada sin previo aviso al realizador y ni siquiera apareció en la cartelera oficial.
Por otra parte, la Embajada de Noruega en La Habana anunció la exhibición del documental Para vivir: el implacable tiempo de Pablo Milanés este miércoles 10, en su espacio “cine bajo las estrellas”.
Llevar a buen puerto ambos largometrajes le tomó 15 años, con procesos de producción que transcurrieron casi en paralelo. Ahora, el realizador recoge los frutos de ese largo esfuerzo con el recorrido de sus cintas por festivales y coloquios internacionales.
En ese trayecto, En la caliente recibió este año el Premio Gabo en la categoría Imagen. El jurado valoró la obra como “una historia brillante y auténtica sobre la expresión a través del reguetón de Candyman en Cuba […] una atractiva narración sobre Cuba, sin descuidar los valores estéticos de la imagen y su capacidad para conectar con la audiencia gracias al recurso musical”.
Pero En la caliente es algo más. Invita a un ejercicio de memoria colectiva para mirar nuestro pasado reciente y convulso a través de un género musical que ha sido telúrico para la sociedad cubana. Pisani siguió durante años a su protagonista, con la oreja y el lente pegados a la calle.
También se adentró en ese mercado paralelo de producción, comercialización y distribución musical en los inicios del reguetón en Cuba, cuando no había internet, la censura institucional era feroz y las formas de obtener referencias externas eran sui géneris. El testimonio de Candyman resulta esencial para entender la Cuba que hemos estado bailando —y viviendo— en los albores del nuevo siglo.
“Estamos hablando de un movimiento que puso a todo un país a bailar: eso no es cualquier cosa. Además, sin recursos. Ahí no había un [Roberto] Ferrante poniendo baro detrás, no había ninguna disquera”, apunta Pisani sobre los inicios del género urbano, del que Candyman fue precursor y Santiago de Cuba la olla de presión donde se cocinó aquella revolución musical.

La historia es de quien la cuenta
Desde el día en que Fabien conoció a Rubén Cuesta Palomo, “Candyman”, supo que sería el centro de la historia que llevaba tiempo queriendo contar sobre el reguetón y su impacto en la sociedad cubana. Fue entre 2007 y 2009 que empezó a rumiar la idea de En la caliente, primero en charlas interminables con amigos como el fotógrafo Juan Carlos Alom, en el malecón habanero.
Les llamaba la atención el contraste entre un discurso de desprecio hacia el reguetón y el ambiente que se vivía —y se vive— en determinados sitios y fiestas. “Esa es una historia vieja en Cuba”, anota.

“Por otro lado —explica Fabien—, yo sentía que la generación que me precede chocaba con un sentimiento nuevo que se reflejaba a través del reguetón. Mi impresión es que se produjo una ruptura histórica entre el Gobierno y las instituciones con una realidad que ya no reflejaban; eso generaba, en última instancia, un cambio de sentimiento. Y la música es poderosa: traduce ese sentimiento. Candyman se dice revolucionario porque captó lo que estaba pasando y cambió la manera de sentir”.
Fabien sabía que quería contar la historia desde la calle, donde ocurrían las cosas. Pero antes de llegar a Candyman, se acercó a un grupo de jóvenes que conoció en Regla. “Vivían como rebeldes sin causa. Tenían Moscovich y Ladas tuneados con los que iban a sus fiestas; se sentía que eran únicos, desde su forma de vivir hasta cómo se proyectaban. No tenían mucho que ver con mi generación”, recuerda. A partir de ahí le propuso a Havana Club la idea de una serie de retratos sobre el género, Cuba baila reguetón, que funcionó como investigación preliminar para un proyecto mayor.

“La idea siempre fue ir a Santiago”, aclara Fabien, quien en aquel momento buscaba financiar un viaje a la ciudad oriental junto a dos amigos fotógrafos —entre ellos, Alom— para encontrar a Candyman. Fue clave la ayuda de Abigail Mustelier Bisset, una especie de promotor del género en Santiago a quien Fabien había conocido en La Habana. “Cuando lo encuentro [a Candyman], mi manera de entender la historia cambió y él se llevó el show”.
El primer encuentro ocurrió en un céntrico gimnasio de Santiago, cerca del cuartel Moncada. “Él me estaba esperando con un kimono japonés de seda, en ese gimnasio que gestiona su maestro —quien lo salvó de la locura a través de las artes marciales cuando el rechazo institucional a su música lo rompió emocionalmente—. Él ya había hecho un documental de 20 minutos con unos amigos. Es muy inteligente: sabe que la historia es de quien la cuenta”.


“Él estaba listo. Ya había vivido su historia, sabía que era un personaje trágico y tenía algo que contar. Confieso que al principio me resistí un poco, porque tenía un material muy rico: un retrato generacional con personajes elocuentes e inteligentes. Además, Candyman tiene su manera de contar y te dice lo que él quiere decir; puede ser interesante, pero no siempre responde a lo que le pregunto. Pero ahí estaba el corazón de la película. Nunca imaginé que aquella producción demoraría tanto —15 años— en ver la luz”.

Las cosas nunca salen como uno cree
Producir lo que luego sería En la caliente parecía cosa de coser y cantar, nunca mejor dicho. “Yo pensaba que iba a filmar seis meses y luego terminar la película en dos años, pero las cosas nunca salen como uno cree”, confiesa Fabien Pisani.
El realizador, músico y productor se había embarcado en varios proyectos a la vez. Paralelamente a sus documentales sobre la historia del reguetón, había comenzado las primeras entrevistas de Para vivir —el documental sobre Pablo Milanés— junto a Juan Carlos Alom: a Luis Carbonell, Omara Portuondo, César Portillo de la Luz y, por supuesto, al propio Pablo.
Por aquellos años, Fabien, que reside fuera de Cuba, se muda de París a Nueva York y luego recala en México —su segunda casa— desde donde empieza a organizar el festival Musicabana hacia finales de 2013. También está involucrado en la producción de un proyecto que idea y que termina convirtiéndose en la película 7 días en La Habana. Todo el tiempo está persiguiendo proyectos que lo traigan de vuelta a Cuba. “Me interesa contar Cuba y el Caribe. Pero ese festival, Musicabana, es otro cuento”.



Mientras desarrolla Musicabana, Fabien continúa filmando a Candyman: a veces solo, en otras ocasiones con otros camarógrafos. Así logra momentos clave del documental, como aquella escena en que el artista rompe a llorar antes de un posible viaje a Estados Unidos. “Tras esas imágenes estoy yo solo con él, una madrugada después de un concierto suyo en el Havaneciendo. Esos tapes se me habían perdido entre tanta mudanza. Recordaba que los tenía, pero no sabía dónde. Al final los encontré dentro de un closet en Brooklyn”, recuerda.
Durante esos años, Fabien siguió en contacto con Candyman y con los demás entrevistados. Viajaba a Santiago una o dos veces al año. “Eran mis socios ya. Iba y descargaba con ellos, hablábamos de música, nos emborrachábamos, íbamos a la playa, al mar en Siboney… y yo les daba la cara, porque ellos estaban cabrones conmigo por lo dilatado del proceso del documental. Yo no podía explicarles desde Nueva York lo difícil que era producir el audiovisual: que si el financiamiento, que si el cine toma tiempo”.

En 2016, Candyman se va de Cuba. “Yo estoy en medio de Musicabana y me entero de que él se pira de Cuba sin previo aviso. De pronto me dicen que anda por Miami. Culmina Musicabana y vuelvo a concentrarme en las películas que había parqueado un poco. Decido irme a México. No era un buen momento en Cuba: Trump llegaba al poder en Estados Unidos. En esas fechas me gano un premio en Panamá y con ese dinero conseguí un editor en México. Retomamos la edición de En la caliente”.
Entonces, el realizador vuelve a buscar a Candyman y lo localiza en 2018. “Estuve cinco días con él en una caravana, en lo que era en ese momento el peor barrio de Estados Unidos: Liberty City. Los tipos con los que sale al final del documental son de la banda del suegro de LeBron James. Es un tipo duro que nos vio filmando y se plantó con dos camionetas para preguntarnos por las cámaras. Cuando le explicamos, se quedó curioso y empezó a rapearle a Candyman. Nos dejó filmar un poco. Le caímos bien”.
Todo parecía marchar viento en popa: habían conseguido el resto de los fondos y Fabien tenía material suficiente. “Pero —se lamenta— llegó la pandemia y tardamos cuatro años más en terminar la película”.

Después de todo ese viaje, ¿qué te ha dicho Candyman tras ver el documental?
A él le encanta. Es un tipo muy inteligente y entiende el valor de lo que hicimos: la reivindicación de la identidad desde la música caribeña hecha en Cuba y desde la resistencia cultural. Entiende que es un trabajo de memoria, de historia y de justicia cultural para un movimiento que empezó en Santiago de Cuba y del cual casi no se ha hablado, al menos desde lo musical.
¿Recuerdas la primera vez que escuchaste reguetón? ¿Qué sentiste?
Sucedió caminando por la Rampa, viendo a esos jóvenes con sus bocinas y a otros vendiendo discos. La escena era completamente nueva para mí, siendo músico y viniendo de una familia de músicos. Yo he sido jazzista y, a veces, siento que el jazz le ha hecho daño a la música cubana por la sobreintelectualización y la hiperelaboración retórica.
Le faltaba sencillez a la música, y por eso fenómenos como Buena Vista Social Club fueron recibidos con tanto alivio en los noventa: había un gesto simple. Con el reguetón siento eso: es una música que le habla directamente a los pies del bailador, con una sencillez riquísima para bailar. Claro que me gustó cuando lo escuché por primera vez. Es música como un gesto sencillo, como una inyección de un brujo africano.


Hay música mala en todos los géneros y música sin alma, pero la familia de la música es una sola. No tengo ganas de criticar un género que viene de la calle y que da libertad y felicidad a la gente. Al final, lo más difícil de controlar es el cuerpo, y el reguetón se ganó su espacio ahí. Los reguetoneros se crearon un sistema paralelo de promoción, comercialización y distribución; se buscaron su espacio y reivindicaron una nueva manera de ser en Cuba: bailando, vistiendo y peinándose como les daba la gana. Crearon una nueva idea del hombre y de su apariencia, que no tenía nada que ver con la forma en que yo crecí. Ha sido un género importante en un país que estaba asfixiado.
La película está atravesada por la pregunta: “¿Quién tiene el derecho de controlar la producción cultural en un país?”. Por eso cuento cómo funciona la burocracia cultural en Cuba, un asunto muy específico.

¿Qué certezas te deja En la caliente?
Lo primero es gratitud. Tengo la satisfacción de no haber abandonado el proyecto, aunque razones tuve muchas. Y aguanté por ellos, por los protagonistas: no podía quedarles mal.
Lo segundo es la certeza es que estas historias se tienen que ver en Cuba. El público natural está en Cuba. La única manera de mirar al futuro es conversar con estas historias sin filtros ni censura. Estas cosas suceden a nuestro alrededor y, en la realidad, son más crudas de lo que puedo contar en una película, donde intento hacerlo con una estética determinada.
En la caliente quiere dialogar con el presente, la realidad y la historia de Cuba.

Estrenada oficialmente en 2024, durante el Festival Internacional de Cine de Panamá, tu primer largometraje ha tenido cierto recorrido internacional. ¿Qué te ha devuelto el público?
Ha sido un recorrido modesto. Cuba ha pasado de moda en ciertos eventos internacionales: de pronto nadie quiere saber nada de Cuba, no interesa. No es prioridad para los programadores y, además, está el prejuicio con el reguetón. Para mucha gente es difícil entender la película.
Yo la hago para Cuba. A la gente le llama la atención que retratamos una isla que no habían visto. Agradecen que no panfletice ni editorialice. Y algo importante: originalmente no quería otro discurso que no fuera el de ellos, los creadores del género. No quería intelectuales, ni historiadores, ni nadie hablando en nombre de ellos. Pero ellos siempre hablan del poder, de las instituciones, del racismo, del regionalismo, del fatalismo geográfico. Entonces tenía que mostrar la otra parte para entender a qué se estaban enfrentando.

Primero fue la música. Ahora, el implacable tiempo
La música llegó primero a la vida de Fabien Pisani. Estudió percusión en la escuela elemental Manuel Saumell, donde tenía un grupo con Descemer Bueno y Ahmed Barroso. Además, desde los 2 años —Fabien es hermano por parte de madre de Haydée Milanés— creció bajo la influencia de Pablo Milanés, a quien se refiere varias veces como “mi puro”.
Pero más allá de la música, Fabien es un artista completo. Estudió música electroacústica y, en un momento de inconformidad, empezó a leer poesía y filosofía. Se doctoró en Filosofía. “Buscaba entender qué relación quería tener con el saber: ¿ser un funcionario del ministerio del saber, estar en la academia, o tener una relación gramatical con el saber que me permitiera contar y crear historias?”.
Entonces decidió hacer cine. Empezó editando documentales de urbanismo en París. Luego trabajó como asistente de video en películas de horror de serie B en España. De ahí se mudó a Nueva York, donde reconectó con Descemer, Yosvany Terry y amigos poetas. “Mi manera de entender casi todo tiene que ver con la música y me pareció que el medio más musical para expresarlo era el cine”.
Por ese vínculo tan cercano con su padre, que Fabien decidiera hacer un documental sobre Pablo Milanés podría parecer evidente, pero a él le daba pudor. “Nunca me creí con el derecho de contar esa historia, precisamente por la relación privilegiada que tenía con él”.

“Él me crió desde los 2 años —cuenta—. Yo crecí en sus brazos. Pero la idea de contar su historia me parecía remota. Fueron dos amigos —Juan Carlos Alom y Franklyn Díaz— quienes me convencieron”. El resultado es Para vivir: el implacable tiempo de Pablo Milanés, un documental de 1 hora y 45 minutos donde prima la intimidad entre padre e hijo.
“La particularidad de esta película es que no está contada desde la objetividad de un director que no lo conoce, sino desde la intimidad de un hijo que conversa con su padre. Gran parte de la película soy yo filmándolo a él. Es un retrato íntimo y épico de una gran historia que él atraviesa”.
El primer corte duraba tres horas y media. “Al final, lo que se lleva la gente es el retrato de un hombre. A quienes lo han visto y no lo conocían les sorprende cuán amoroso era. Para mí fue muy duro terminar la película porque tuve que concluir solo algo que había empezado con él. No estaba en mis planes. Así empieza la película: él y yo, conversando en el balcón de su casa, a las afueras de Madrid, sobre el cierre de la película”.

Logras un testimonio valioso para la historia de la música cubana con Para vivir.
A mi viejo nunca le interesó la posteridad ni cómo se contaría su historia. Pero se embulló porque no me podía decir que no. No le quedaba remedio. Luego se enganchó porque entendió que yo no buscaba la anécdota, sino contar una generación y un momento, y que él era el mejor personaje para hacerlo. Lo cuenta desde dentro, sin resentimientos, a pesar de los contratiempos que vivió en Cuba.
A nivel musical, su historia es relevante por su versatilidad. Atravesó tantos géneros que lo convierten en un revolucionario.
Se enganchó tanto que a veces me llamaba de madrugada para citarme al día siguiente y volver a grabar alguna declaración. Estaba obsesionado con su testimonio. Y creo que la película tiene aura de testamento. Al inicio no iba a ser tan personal, pero fue yendo hacia ahí. Entrevistamos a todas sus esposas. Me di cuenta de que los cinco amores de su vida estaban vivos y era absurdo no conversar con ellas tratándose de alguien cuya obra está atravesada por el amor. En la película también se narra la historia de la canción de amor y la canción revolucionaria, un nudo interesantísimo.
Como parte del proceso de filmación, estuviste en su último concierto en La Habana. ¿Cómo recuerdas ese momento?
Yo estaba en backstage con dos cámaras. Lo recuerdo con muchísima emoción. Él estaba muy frágil y sentía que era muy importante hacer ese concierto. Estaba feliz. Pero no tengo grandes palabras: fue un momento muy simple y muy fuerte, a la vez.

¿Qué esperas que se lleve el público del documental?
Siento que es un intento por dialogar con esa generación de mi puro. Todos esos personajes son “fuera de serie” y, de alguna manera, vuelvo al momento en que empecé a tener conciencia de quiénes eran. Ahora están muriendo.
Es la película de la generación de mis padres y de los padres de mis amigos: una generación que se sacrificó con ingenuidad, que lo dio todo y hoy no tiene nada. Es también una película sobre ese sueño. Luego está la otra faceta: esa generación de cantautores en un momento privilegiado donde la historia y la canción se dan la mano.
De pronto, esos cantantes estaban hablando con millones de personas, conmoviendo, confesando. Eran un acto de fe de un momento histórico. Es especial esa circunstancia: Serrat, Aute, Mercedes Sosa, Caetano, Milton. Todos se escuchan, todos se descubren a través de cassettes clandestinos que circulaban por el continente. También hablamos de eso y de qué pasó con la historia.

Dos figuras capitales para la música de Cuba: Candyman y Pablo Milanés.
Cada uno encarna el espíritu de su tiempo. Y ese espíritu suena diferente, se dice diferente y, probablemente, se siente diferente también. Son dos alegrías distintas.
¿Te sientes satisfecho con ambos proyectos?
Más que satisfecho, siento alivio de haberlos podido culminar después de tanto tiempo, y de haber cumplido mi compromiso con ambos para contar sus historias. Me alegra que estén ahí, que existan, y que la gente pueda verlas.
¿Y ahora? ¿En qué anda tu vorágine creativa?
Estoy trabajando en otras cosas, por supuesto. Pero después de documentales tan laboriosos, construidos a partir de tantas entrevistas y con ese compromiso con la realidad, ahora quiero hurgar en cosas más libres: la experimentación, la poesía, otra forma de libertad.
Eres un artista: música, cine, poesía, filosofía… ¿Cómo te defines como creador?
A mí lo que me gusta es estar y sentirme conjurado, sentir que estoy viviendo. Me interesan las ideas, me interesa soñar. Yo soy un cuentacuentos.










