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Para los míos, para mis compatriotas, para mi Cuba. Para lo que se avecina.
En el umbral de un nuevo año no pido demasiado: apenas un poco de certidumbre. No como consigna ni como promesa, sino como condición mínima para vivir con sentido. Porque si algo se ha ido desgastando con los años no es solo la economía o las expectativas materiales, sino esa confianza íntima —silenciosa pero decisiva— de que el país y sus hijos estarán mejor mañana que hoy.

La certidumbre no es una abstracción filosófica ni un privilegio. Es una herramienta concreta de la vida cotidiana. Es la base desde la cual se puede proyectar, resistir, crear e incluso disentir. Cuando esa certeza se resquebraja, no aparece solo la duda: emergen el cansancio, la desafección y la tentación del repliegue. La vida comienza a vivirse en clave transitoria, como si todo fuera provisorio, como si nada terminara de arraigar.
De ahí que la pregunta resulte inevitable: ¿hace cuánto no tenemos una cuota de certidumbre? ¿Desde cuándo vivir en Cuba se parece más a administrar la incertidumbre que a construir un horizonte? No se trata de garantías absolutas ni de futuros idílicos, sino de algo más elemental: la posibilidad de imaginar el mañana sin la sensación constante de fragilidad. La falta de certidumbre no es solo económica; es también existencial. Se infiltra en las conversaciones familiares, en las decisiones que se postergan, en los silencios que se prolongan. Es una forma de desgaste subjetivo que rara vez aparece reflejada en las estadísticas.



Hace exactamente veinte años, en pleno reacomodo tras la crisis del Período Especial, Fernando Martínez Heredia advertía sobre este punto neurálgico. En su ensayo “Nación y sociedad en Cuba”, incluido en En el horno de los 90, señalaba que resultaría ineficaz enfrentar la guerra cultural del capitalismo contemporáneo únicamente desde las convicciones y vivencias de un pasado de luchas, logros e identidades ya formadas. Aquel mundo —sostenía— contenía valores imprescindibles para enfrentar los desafíos del presente, pero también evidenciaba signos de agotamiento y debilidades morales que lo volvían vulnerable. La cultura hegemónica no avanzaba como restauración de un pasado derrotado, sino como promesa de progreso, como adaptación necesaria, como futuro inevitable.

Hacia el final de ese texto, Martínez Heredia formulaba una advertencia aún más exigente: ante los cubanos se abría una etapa de lucha cultural en la que no bastaría con resistir. Sería necesario ser creativos para salir adelante sin perder la nación ni la forma de vida más justa y humana conquistada. Y añadía una idea central, hoy casi olvidada: la urgencia de una renovación del proyecto revolucionario que integrara la dureza de las realidades actuales con objetivos más ambiciosos que los de 1959.





Dos décadas después, cuando nadie puede negar el desangrado del mito, esa reflexión conserva una vigencia inquietante. No solo porque el contexto global se ha vuelto más agresivo, sino porque la ausencia de certidumbre interna debilita la capacidad de la sociedad para producir sentido, imaginar alternativas y sostener vínculos. Sin renovación, la memoria corre el riesgo de convertirse en ritual; sin horizonte, la identidad tiende al repliegue.

Por otro lado, la certidumbre no es obediencia ni fe ciega. Es coherencia. Es la confianza que se construye cuando existe correspondencia entre el discurso y la experiencia vivida. Es el punto en el que las ideas dejan de ser enunciados abstractos y se convierten en práctica social. Cuando esa coherencia se quiebra, lo que se erosiona no es solo la credibilidad institucional, sino también la relación emocional de la gente con el proyecto común.
Por eso la certidumbre no se decreta ni se impone. No nace de consignas reiteradas ni de relatos autosuficientes. Se construye en la vida concreta: en políticas sostenidas, en la posibilidad real de participar, de ser escuchado, de no sentirse administrado como daño colateral. En términos socioculturales, se construye cuando la nación vuelve a ser un espacio de sentido compartido y no únicamente un marco simbólico.


Hablar de futuro, entonces, exige algo más que promesas. Exige imaginación política, ética pública y una disposición genuina a revisar lo heredado. Ningún proyecto emancipador puede sostenerse indefinidamente solo en la épica del origen. Cuando la revolución deja de interrogarse, deja también de revolucionar.
Tal vez la certidumbre a la que aludía el profesor Martínez Heredia no sea otra cosa que la posibilidad de volver a pensar el país desde la creatividad, no entendida como un eslogan frágil adosado a la idea de resistencia, sino como una práctica consciente orientada a producir sentido, horizonte y proyecto. Una creatividad que no renuncia a la justicia social ni a la dignidad, pero que asume, sin nostalgias paralizantes, que toda forma de vida justa necesita revisarse y renovarse para no agotarse.

Para Cuba, hoy, la certidumbre sería algo modesto y profundo a la vez: sentir que quedarse no es un gesto ingenuo, que imaginar el futuro no es un ejercicio vacío, que la vida cotidiana no transcurre a la intemperie… y sin luz.
















