“En la tierra somos fugazmente grandiosos”, de Ocean Voung, una joya de novela

Uno de esos libros que prometen desde la imagen de portada, ese venado que mira a la cámara desde la cebra de una calle.

Hay novelas que están tan bien escritas —eso es un suspiro. Hay novelas que te envuelven y te quitan el sueño, y te dejan imágenes, frases e ideas para cargar, incluso a través de otras obras por venir. 

En la tierra somos fugazmente grandiosos es uno de esos libros que prometen desde la imagen de portada, ese venado que mira a la cámara desde la cebra de una calle, ahí parado, en esa zona tan vulnerable, una criatura salvaje y hermosa en medio de algo tan civilizado, ese camino que no se ve a dónde lleva.

El mismo título ofrece garantía de calidad literaria, o al menos anuncia la carga lírica y filosófica de la obra. La sinopsis ya completa el enganche: 

«Un hijo escribe una larga carta a su madre, que no sabe leer. La carta es en realidad un examen de conciencia, un repaso a los elementos clave que han ido conformando su identidad: como hijo de una familia de vietnamitas que huyeron de su país rumbo a Estados Unidos y como joven que descubre y asume su homosexualidad. El entorno familiar del chico se compone de la abuela, que tuvo que marcharse de Vietnam con sus hijas, un padre maltratador y ausente, que fue arrestado por agredir a su esposa, y la madre maltratada, que trabaja en un salón de manicura y mantiene una compleja relación con su hijo. En medio de todos ellos está el joven protagonista de esta historia, que creció en Hartford, Connecticut, sufrió acoso escolar por su doble marginalidad –como inmigrante y como homosexual– y descubrió siendo un adolescente el amor y la sexualidad con Trevor…»

“Ay no, otra novela sobre un gay que se victimiza, otra novela sobre un emigrante, otra novela sobre el niño maltratado por la vida y la familia, ya para eso veo la sección de ‘cuéntame tu vida’ de La voz o cualquier otro reality show”.

¡Cuidadito! Para nada se puede catalogar la novela de ese modo, sería injusto, y aunque la historia tiene la energía típica de la autoficción, la diferencia está marcada por la propuesta estética de la prosa de Ocean Voung, ¡qué lirismo, qué vuelo y qué aterrizaje, qué belleza a la hora de contar y meditar!

Narrada en primera persona, como una larga carta dirigida a su madre, está, por supuesto, cargadísima de flujos de conciencia y momentos introspectivos de alta carga poética y existencial. 

La novela es un retrato actualizado de una parte de la sociedad estadounidense, esa otra que vive en los márgenes, en humildes barrios y comunidades llenas de pequeñas casas y apartamentos en las que comparten espacio familias enteras de emigrantes de disímiles países, en granjas, en negocios del área de los servicios, en remolques llenos de basura blanca, en sitios abandonados pero reutilizados, y todos con el ardoroso deseo de alcanzar el “sueño americano”, el American pie que tan bien supo condensar en sus versos Don McLean, y que ha inspirado tantas interpretaciones. 

En su novela, el joven autor ahonda en el peso de su gentilicio, del arraigo cultural que se lleva a dondequiera que se vaya, por encima de cualquier nivel de adaptación o esnobismo: «¿Qué es un país sino una condena a cadena perpetua?»  

Las relaciones entre madre e hijo adquieren carne, huesos y olores en esta historia, que también es un largo ensayo sobre el amor materno-filial, a pesar de las desesperaciones tan típicas de la mujer que pasa trabajo para criar sola a su hijo, hasta que él crece y muchas cosas se les escapan de las manos, y salen los rencores. Ser padres es cargar con culpas, siempre:  «Pero los dos sabíamos que ya nunca volverías a pegarme», expresa el narrador cuando rememora la última vez que su madre le pegó, porque es así, llega un momento en el que las madres dejan de pegarle al hijo varón: «porque ya es un hombre», he escuchado decir. 

También se aprende mucho sobre la cultura vietnamita a través de la memoria familiar de Perro Pequeño, el protagonista, mote que le fue puesto por su abuela como un amuleto: 

«Como sabes, en el pueblo donde creció Lan —su abuela—, al niño más pequeño o débil de la prole, como era mi caso, se le pone el nombre de las cosas más despreciables: demonio, niño fantasma, morro de cerdo, hijo de mono, cabeza de búfalo, bastardo… Perro Pequeño es el nombre más tierno que encontraron. Porque los malos espíritus, errantes por el mundo en busca de niños sanos y hermosos, al oír que llamaban a cenar a niños con nombres de cosas horribles y repulsivas, pasaban de largo de la casa y el niño se salvaba (…) Un nombre, delgado como el aire, puede ser también un escudo».

Medita sobre la historia de la humanidad, desde una visión particular que bien se adapta a cualquier contexto, ya que por desgracia tendemos mucho a repetir errores, a pesar de la ley de la negación de la negación, ¿se acuerdan de las clases de filosofía?:

«(…) El pasado no era nunca un paisaje fijo e inactivo, sino siempre algo que se vuelve a ver. Querámoslo o no, viajamos en espiral, creando algo nuevo a partir de lo que ya es pasado».

El trauma familiar heredado a través de la oralidad es, también, el trauma de muchas generaciones que desde el ángulo del estadounidense, del sujeto occidental; se ha quedado en meras fotografías y apuntes de historia, y Ocean Voung se encarga aquí de hacerles entender a todos sus lectores sobre los dolores de la guerra y su radio de acción que traspasa a la generación que la ha sufrido: 

«De niña viste, desde un platanar, cómo se derrumbaba tu escuela tras un ataque norteamericano con napalm. A los cinco años, nunca volviste a pisar un aula. Nuestra lengua materna, por tanto, no es madre en absoluto: es huérfana. Nuestra lengua vietnamita es una cápsula del tiempo, una marca del momento en que tu educación llegó a su fin, reducida a cenizas. Mamá, hablar en nuestra lengua materna es hablar en vietnamita solo en parte, pero enteramente “en guerra”»

Perro Pequeño ha entendido el trauma que constituye el rechazo maternal, o el estiramiento de las deudas familiares, ya que su abuela esquizofrénica tuvo un pasado difícil en Vietnam, fue rechazada por su propia madre al romper su primer matrimonio —que fue arreglado además—, ejerció de prostituta, vivió el terror de la guerra, emigró a Estados Unidos con una hija en brazos y trabajó duro toda su vida, sin embargo, nunca superó el maltrato de su progenitora que, siguiendo preceptos culturales machistas y patriarcales, prefirió ser un títere cultural a un ser humano comprensivo. 

Esto ayuda a entender por qué es tan importante para él escribir esta larga carta de amor y entendimiento. También condena ciertas tradiciones que desde su posición de asiático-americano puede vislumbrar, por estar fuera del juego, y es quizás este desdoblamiento lo que le amplía sus niveles de comprensión sobre lo que sí es más humano, que, definitivamente, no fue lo que vivió su abuela, de ahí sus problemas mentales en la vejez: «Una chica que deja a su marido es lo podrido de la cosecha… —repitió el dicho popular con que su madre la había rechazado—», ¡Fatal, tomen nota como «dicho fatal, no creerlo, sino contradecirlo»! 

En un momento de la trama hay un recuento de anécdotas que marcaron la historia de su familia, fechas que también forman parte de la historia de Vietnam y de los Estados Unidos, más bien, debo aclarar, de la historia mundial, porque en su afán de globalización Hollywood y su pandilla nos han lanzado ene cantidad de versiones de la historia, pero también hay que ver las cosas desde todos los ángulos.

Aquí hay un punto súper interesante, y va para todos esos que apoyan las causas bélicas, y que buscan entender una cosa que es de lesa humanidad y de mayúsculo atraso mental y espiritual: la guerra. Pero nada, el mundo es como es y de tanto defecar sobre nuestra condición humana acabaremos siendo deposiciones flotantes en el espacio. Tampoco quiero ser fatalista, pero hay un reguero de locos ahora mismo mandando a la gente a fajarse, y después de una pandemia estamos al borde de una guerra mundial, otra vez, porque sí, porque los mojones humanoides que dirigen por aquí y por allá se han inventado excusas, y punto, ¡boom bang! que corra la sangre y adelgace la esperanza para cebar los bolsillos de ciertos mandamases. En este pequeño fragmento del relato de Vuong se pone en práctica ese hashtag que anda suelto por ahí: «prohibido olvidar», y es cierto, prohibido olvidar, no se coman un cable: 

«1964: cuando lanzó su campaña de bombardeo masivo contra Vietnam del Norte, el general Curtis LeMay, a la sazón jefe de las fuerzas aéreas de los Estados Unidos, dijo que planeaba bombardear a los vietnamitas hasta hacerlos «volver a la Edad de Piedra». Destruir un pueblo, entonces, es hacerle retroceder en el tiempo. Los militares estadounidenses acabarían por lanzar diez mil toneladas de bombas en un país no mayor que California, superando el número de bombas lanzadas en toda la Segunda Guerra Mundial. 
(…) 
1998: Vietnam abre su primer campo de golf profesional, diseñado en un arrozal bombardeado por las fuerzas aéreas de los Estados Unidos durante la guerra de Vietnam. El terreno de uno de los hoyos se hizo rellenando el cráter de una bomba». 

Casi a mitad del libro es que el narrador empieza a hablar de sus preferencias sexuales con más detalle, algo que había introducido al inicio pero como narraba en orden cronológico no podía ahondar hasta llegar a la edad en la que abrió la puerta del deseo en unos campos de trabajo en los que se apuntó en la adolescencia, mientras empezaba a descubrir también las dificultades que representa el ser un emigrante asiático y la lejanía del sueño americano, que si bien no es una falacia, porque millones de personas lo han logrado, sí que es un salto harto difícil para muchos: 

«(…) El chico de quien aprendí que hay algo aún más brutal y total que el trabajo: el deseo (…) Lo que sentí entonces, sin embargo, no fue deseo, sino la carga en tensión de su posibilidad (…) Alguien me veía, a mí, a quien muy raras veces había visto alguien. A mí, a quien tú habías enseñado a ser invisible para estar a salvo, a quien en primaria habían castigado al rincón de pensar y en quien nadie había reparado hasta horas después, cuando todo el mundo se había ido hacía tiempo y la señora Harding, almorzando en su escritorio, había alzado la mirada por encima de la ensalada de macarrones y exclamado: ¡Dios mío! ¡Dios mío, se me olvidó que estabas ahí! ¿Qué haces todavía ahí?…»

Y he aquí otro punto importante dentro de la novela: la discriminación. Nos damos cuenta de que si los negros y los latinos son discriminados, los asiáticos lo son más, al punto de alcanzar la invisibilidad, de ahí que al final de la novela el autor agradezca a todos los artistas asiáticos que han representado a su comunidad. Menos mal que estos tiempos conocen el poder de la representación. 

« (…) eso es lo que hacen las madres. Esperan. Se mantienen firmes hasta que sus hijos pertenecen a otras personas», medita, como para acariciar el trauma del nido vacío que tiene su madre, que conoce la pérdida y el sacrificio mejor que nadie. 

«—(…)¿Ahora vas a llevar vestidos, entonces? 
—Mamá… 
—Te matarán. —Sacudiste la cabeza—. Lo sabes. 
—¿Quién va a matarme? 
—Matan a la gente que se pone vestidos. Lo dicen en el periódico. No conoces a la gente. No la conoces…»

Lo que parece una especie de chantaje emocional por parte de la madre, es solo la demostración de la falta de conocimiento que caracteriza a mucha gente, a causa de la mala o nula educación sexual que sufren las generaciones precedentes a las jóvenes de ahora, y del miedo a la maldad del mundo heteronormativo para con la comunidad diversa. Esta pregunta capciosa es precedida por el temor al sufrimiento y a que su hijo sea asesinado por homofóbicos extremistas. Ser gay no se reduce al travestismo, le deja claro el hijo con sus palabras, y de este modo se nos hace un llamado de atención del deber que tenemos los jóvenes para con los mayores: educarles también, si sus fracturas lo permiten, y si no, exigirles el respeto a la diversidad.

«Era un alivio vernos libres del viejo», por su parte, Trevor, el joven amante blanco, también tiene que lidiar con una buena dosis de incomprensión, rudeza y el cúmulo de frustraciones de la generación de su padre. Estas situaciones me recuerdan esos geniales versos de Ezra Pound: «Oh, qué asqueroso resulta ver a tres generaciones bajo un mismo techo», y es que es así, por estar juntas chocan los intereses y si no hay respeto, se mancilla la convivencia.

«¿Sabías que hay quien se hace rico con la tristeza de la gente? Me gustaría conocer al magnate de la tristeza norteamericana. Me gustaría mirarle a los ojos, estrecharle la mano y decirle: Ha sido un honor servir a mi país». Sin palabras. Ocean nos ha abierto el cuerpo multiracial, multicultural y pluri-de todo del sujeto estadounidense para que le veamos hasta las ideas. 

He aquí tres ejemplos que demuestran lo iconoclasta que se vuelve la persona que ha pasado por tantas traiciones; de su país, de su patria de acogida, de su padre, de la gente que le rodea, de todo lo que se supone que debía protegerle: «Lo bueno de los himnos nacionales es que ya estamos de pie, y por lo tanto listos para echar a correr», «Cuando más cerca he estado de Dios fue con la calma que sentí después del orgasmo», «Tú y yo fuimos norteamericanos hasta que abrimos los ojos».

La lectura es tan abarcadora, y ahora mismo en nuestro contexto sería una maravilla que muchos entendieran el siguiente texto que aparece cerca del final del libro: «(…) ser político es meramente estar furioso, la gran escritura “se emancipa” de lo político, y por ende “trasciende” las barreras de la diferencia, y une a la gente hacia las verdades universales (…) ¿Qué llegamos a ser el uno para el otro sino aquello que nos hicimos el uno al otro?». Ocean alcanza muchas verdades universales con En la tierra somos fugazmente grandiosos, título que adquiere su sentido a pocas páginas del final: 

«Si, comparada con la historia de este planeta, una vida individual es tan corta, un abrir y cerrar de ojos, como suele decirse, entonces ser glorioso, incluso desde el día en que has nacido hasta el día en que te mueres, es ser glorioso durante un tiempo muy breve (…) Para ser glorioso, primero te tienen que ver, pero el hecho de que te vean da lugar a que te puedan perseguir».

He aquí una novela que quizás cueste profundizar desde una primera lectura, pero sí que deja muchísimas imágenes e ideas que se quedarán por mucho tiempo. 

¿Quién es Ocean Voung?

Ocean Vuong, nacido en Ho Chi Minh City, Vietnam, un 14 de octubre de 1988, es un poeta, ensayista y novelista estadounidense de origen vietnamita. Recibió la beca Ruth Lilly/Sargent Rosenberg de la Fundación de Poesía en 2014, el premio Whiting en 2016 y el premio T.S. Eliot en 2017 por su poesía. Su primera novela, On Earth We’re Briefly Gorgeous —esta en cuestión—, se publicó en 2019. Vuong se licenció en literatura inglesa del siglo XIX en el Brooklyn College, dentro del sistema de la City University of New York.

Eso es lo que del autor dice la edición de Anagrama que llegó a mis manos. 

No me cansaré de recomendar esta novela, ¡ufff! Vaya “Librazo”. 

Hasta la próxima. 

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