Cada 22 de diciembre, en medio del espíritu festivo por el cierre del año y la llegada de un nuevo calendario, se celebra en Cuba una fecha muy entrañable: el Día del Educador. Es curioso y a la vez sorprendente cuánto ha calado esta tradición en el pueblo cubano. A través de ella se recuerda aquella épica fecha que puso fin, al menos oficialmente, a la gran Campaña de Alfabetización de 1961, una empresa de proporciones colosales que situó a la isla en un nuevo horizonte cultural y social.
Pensando en esta ocasión, me he puesto a recopilar denominaciones y formas que han preservado en nuestra peculiar variante del español el amor por quienes se dedican a la noble tarea de la educación; pero también objetos, lugares y acciones que están indisolublemente ligados al universo de la pedagogía en nuestro país.
Un lugar especial en este singular archivo “lengüístico” lo ocupan las figuras centrales del proceso educativo: el maestro y la maestra, el y la profe, el y la “tícher”. Generaciones y generaciones de personas vinculadas al magisterio han “perdido” sus nombres, que han sido sustituidos por ese vocativo en el que se encierra una fórmula del amor y del cariño. Si los encontramos en una cola, de paseo, diez o veinte años después, o en un grupo de Facebook, simplemente los devolvemos al oficio por el que los conocimos: “Profeeee”, “Tícheeeer”.
Algo similar ocurre con quienes, en funciones diversas, estuvieron ligados a nuestra formación: los temidos directores y directoras, la auxiliar (pedagógica), la “seño” de la limpieza o del comedor, los célebres “vida-interna” de las becas. Cada uno de ellos representa un mundo de recuerdos y asociaciones: las veces que nos “fugamos” de un turno, si nos quitaron un “pase”, si nos dejaban salir o no al “recreo”, si suspendían la esperada “recreación” en las noches de preuniversitario, si dejaban usar con mayor libertad el uniforme en el “chequeo de emulación” y así sucesivamente.
De nuestro tránsito por la educación recordamos siempre lugares y momentos, como los célebres matutinos. También aquella hora que señalaba no solo el fin del horario de clases, sino un momento de “cita” para encontrarnos con la persona amada o para ajustar cuentas fuera del recinto escolar: las “4 y 20”. “Nos vemos a las 4 y 20”, de hecho, se ha integrado armónicamente a nuestra reserva de frases más allá de la vida estudiantil, por lo que podemos echar mano de ella si una situación similar se presenta en la vida adulta.
Un destino semejante tuvo también el recordado momento de la “merienda”. Como representaba una suerte de pausa entre clases, la frase “tú fuiste a la escuela nada más que a comerte la merienda”, señala a alguien que no sacó provecho de la educación. También podemos escuchar la variante “a ti te quitaban la merienda en la escuela”, muy usada cuando se desea significar que alguien ha sido un “trajinado” toda la vida.
Ciertas denominaciones escolares suelen ser también marcas definitorias en la vida de una persona. Quizás una de las más célebres es la de ser “un taco” o “un filtro”, que señala a quienes poseen una inteligencia por encima de la media. Siempre recuerdo con cariño a un amigo de la primaria, amante de todos los misterios del universo, a quien llamábamos “el ciencia”.
Otros inventos “lengüísticos” en ese ámbito encerraban una connotación irónica y negativa, como aquellos a los que llamábamos “puntualitos”, estudiantes que cumplían a cabalidad todas las tareas, eran incapaces de ausentarse a un turno o de cometer alguna indisciplina y siempre usaban correctamente el uniforme. Contrario a estos modelos de buen comportamiento estaban los “desastres”, los “barcos” y los “trasatlánticos”, los que siempre intentaban “fijarse” (copiar de otros) en los exámenes o procuraban asistencia ilícita a través de ese popular artilugio estudiantil que son los “chivos”.
La narrativa cubana de los años 80 exploró con mucho interés el imaginario relacionado con las “becas”, ese distintivo espacio de la educación cubana que intentó establecer una relación armónica entre el estudio y el trabajo.
Los que estuvimos “becados”, o pasamos por la experiencia de las “escuelas al campo”, atesoramos nombres y situaciones que suelen ser evocadas con nostalgia. Ya hablaba de esa figura de orden y control que era el “vida-interna”, pero no menos célebres eran los “albergues”, las literas y taquillas, actividades muy nuestras como hacer la “guardia vieja”, pasar el “brillador” en los pasillos, hacer la “cuartelería”, o simplemente luchar el “doble” en el comedor.
No podemos dejar de mencionar esos resultados que marcaron negativamente nuestra experiencia de estudiantes y que después se han quedado como formas de señalar ciertos fracasos de la vida cotidiana: suspender, ir a extraordinario o, en lenguaje universitario, llevar un mundial. “Suspenso y sin derecho a re”, por ejemplo, suele escucharse mucho cuando alguien “poncha” no una asignatura, sino una actividad que, inesperadamente, descubrimos era objeto de evaluación. Da igual si es un fracaso amoroso o el desconocimiento de un asunto que está siendo tratado en una reunión.
“Directo a extraordinario” también pone de relieve una situación similar, aunque destacando que se pasa directo a una segunda oportunidad de evaluación con el acumulado de un intento fallido. Y “llevar algo a mundial” pone el énfasis en una materia o asunto que no dominamos en lo absoluto: “hazme tú la cuenta que yo la matemática la llevé a mundial”.
Sin dudas, son muchos los encuentros memorables y hasta nostálgicos que nos trae ese recuento de nuestros trayectos “pedagógicos”. En uno u otro caso, siempre florece la imagen central de aquella persona que nos esperaba en el aula cada día, dispuesto en medio de todas las batallas de la cotidianidad a dar lo mejor de sí para formarnos en el áspero camino de la vida.
Tiza en mano frente a la pizarra, los profesores del aula fueron muchas veces los Virgilios que animaron en nosotros la vocación, el amor por las letras y los números. En los laberintos de la memoria, el polvo de la tiza se vuelve polvo estelar, origen y destino de todas las cosas que celebramos en la frase: “Mi profe sí era la tiza”.