¡Esto no tiene nombre! Los vocativos en el español de Cuba

El español en su variante cubana, tan rico en matices, variaciones y situaciones comunicativas, nos dibuja un mapa “confuso” en cuanto a la forma en la que nos dirigimos a los demás.

Ilustración original: Brady.

Hace apenas unos días, mi amigo Rafa me sorprendió gratamente con un mensaje de texto. Corto, concreto, clarísimo: “¿cómo seguiste, chen?”. Llevaba años sin escuchar ese vocativo y, que un socio lo trajera de vuelta, sobre todo ese “chen” que tanto escuché de niño en mi natal Pinar del Río, me hizo pensar en la cantidad y variedad de esas soluciones en nuestra variante del español, por lo general sustantivos o grupos nominales cuya función es llamar la atención de una persona o dirigirse a ella en una conversación.

Nunca había pensado seriamente en los vocativos, ni en los innumerables matices que pueden esconderse detrás de ese proceso de sustitución. El procedimiento clásico, consistiría en acudir a una fórmula que nos permita dirigirnos a quien no conocemos, hacerle saber que necesitamos entablar un diálogo, activar una situación comunicativa. Esto funciona para todos los idiomas: “Señor, ¿me podría decir la hora?”, “Señora, es su turno”, etc. Sin embargo, el español en su variante cubana, tan rico en matices, variaciones y situaciones comunicativas, puede trastocar ese principio y nos dibuja un mapa mucho más confuso.

Tomemos por caso cinco vocativos que heredamos del contacto con lenguas africanas. Todos expresan originalmente un sentido de hermandad, cofradía, solidaridad y, por tanto, cierta cercanía entre conocidos: “asere”, “ambia”, “ecobio”, “monina”, “yénica” (o “yérica”). Estos vocativos, que en un principio tuvieron un uso mucho más restringido, han perdido en la mayoría de los casos su matiz peyorativo y su función como fórmulas para designar exclusivamente al hermano de religión o de etnia. De manera que actualmente pueden designar a cualquier persona que se interpele, sea conocida o no. Incluso, “asere” está tan extendido hoy que no solo tiene función vocativa sino que puede expresar asombro, sorpresa, alegría, o funcionar como una fórmula de saludo. Excepto “yénica”, todos los demás han sido recogidos por el Diccionario de Americanismos como vocablos típicamente cubanos. Un caso parecido sería el uso de “consorte” con esta función entre nosotros y no en el sentido de acompañante, de quien está unido a nosotros con un propósito, aunque también puede escucharse con función sustantiva: “voy detrás del consorte ese”. También se integraron a nuestra lista de vocativos, dejando atrás su significado original, las palabras “socio”, “chévere”, “yunta”, “colega”; cada una de ellas ajustable a diferentes situaciones y contextos comunicativos.

Otras lenguas también nos han aportado, por razones disímiles, palabras útiles a este propósito de llamar sin nombrar. Me refería al inicio al “chen”, cuyo origen se sitúa en la adaptación del change inglés como indicativo de trueque, de negocio… No es raro que el término pasara de designar la acción para hacer referencia a quien la ejecuta. Del inglés también nos quedamos con “Man” y “Men” (man, men: hombre, en singular y en plural), “bróder” (brother: hermano), “síster” (sister: hermana) o “maifrén” (my friend: mi amigo). 

Hacer el amor… con la lengua

Buscando ciertas formas para agrupar otros vocativos que se usan con frecuencia en el español de Cuba, podríamos decir que algunos apelan a la distinción entre sexos: “hombre” (Hombre, ¿detrás de quién va?), “mujer” (¡Faltaba más, mujer!). Nuestra particular historia de mezclas étnicas y el proceso de clasificación social que fue parte inseparable del mundo colonial, nos dejaron un amplio espectro de referencias que hacen alusión al color de la piel, a la procedencia geográfica o cultural: “blanco”, “negro”, “niche”, “jabao”, “mulato”, “rubio”, “narra”, “gallego”, “indio”, “yuma”. Algunos vocativos pueden distinguir a alguien por su pertenencia geográfica: “habanero”, es quien procede de la capital del país; “nagüe”, alguien asociado a la zona oriental; mientras que “compay” es fórmula mucho más socorrida en ambientes rurales. Otros, señalan el matiz distintivo a partir de la profesión que se ejerce: “guardia”, “médico” o “doctor”, “profe” y nuestro cubanísimo “chofe”, que conservó la fuerza de acentuación original del inglés, pero perdió la “r” final en la pronunciación, circunstancia muy entendible para quien ve perder su parada y grita: “¡Chofe, abre atraaaaa!”. Por nuestra apariencia física, nos pueden llamar “flaco/a”, “gordo/a”, “pepillo/a”. Según la edad que aparentemos, o que alguien decida endilgarnos, podemos ser “menor”, “mayor”, “fiñe”, “señor/a” (y “seño”, para quien cuida a los niños en círculos infantiles o guarderías y para enfermeras), “abuelo/a”, “tío/a”, “puro/a”, “padre/madre”… Para los gemelos, del tipo que sean, todos en Cuba usan el vocativo “jimagua”; y para quien se está iniciando en la santería, “yabó”. De las frutas, se usa mucho hoy “mango”; y, del universo animal, integramos como vocativos “tigre”, “pájaro/a”, “perro/a”, “yegua”, “cherna” y hasta el mitológico “mostro” (de monstruo).

En estos últimos casos es muy interesante cómo el vocativo cambia el matiz de la valoración que se hace de la persona a quien se interpela. Si bien como adjetivos construyeron un campo semántico peyorativo en torno a la homosexualidad (pájaro, yegua, cherna, perra o maricón), usados como vocativos transmiten cercanía, identificación, confianza y no señalan necesariamente a una persona homosexual, como en “¿qué bolá, maricón?”. Un proceso idéntico ha ocurrido con otras dos variantes vocativas muy extendidas hoy, “punto” y “singao”.

El universo de los vocativos puede expresar un amplio espectro de afectos y complicidades que se puede verificar en las modificaciones y ajustes de una misma palabra. Muy ilustrativo es el caso de “chamaco/a” que, según el contexto y la relación entre quienes dialogan, puede ser “chama”, “chamaquile” o “chami”. Papá genera varios vocativos: “papi”, “papa”, “papo”, “pipo”, “papón”… Y de mamá, tenemos: “mami”, “mama”, “mima”, “mumi”…  No necesariamente se tiene que haber perdido la cordura para que nos llamen “loco/a” y mucho menos “loqui”. Como tampoco tenemos que pertenecer a nadie y aún así ser interpelados como “el mío” o “la mía”.

Tan afectuosos pueden ser los vocativos, que podrían rozar el exceso de confianza si no se sabe calcular adecuadamente el contexto comunicativo. No solo sucede con los hoy muy extendidos “papi” y “mami”, sino con variantes que expresan aún más cercanía como “titi” o “chuli”. Sin embargo, siempre he pensado que en cuestiones de la lengua todo se trata de ajustar esos sistemas de distancias que nos pueden acercar o alejar de nuestros semejantes. Hay, en ese sentido, un grado aún más intenso de los afectos, una nota casi sublime en la que se unen lo hermoso y lo confianzudo: personalizar el vocativo a través de un pronombre. Nada es comparable en desparpajo, por apropiación indebida, a un “mi chino” o, aún más intenso, un “mi chini”. Toda la frustración puede borrarse con un “Estamos cerrados por inventario, mi querer”, o “Eso hace siglos que no entra, mi amor”. La mala noticia queda atrás en el sintagma y cierra esa fórmula perfecta del querer al otro, aun sin conocerlo.

Este ejercicio me ha motivado a preguntar entre amigos y colegas, a recordar frases y expresiones que han ido languideciendo o han encontrado una nueva forma en el espacio siempre vivo que es la lengua. Palabras que pierden sentidos, palabras que se mudan de idioma, palabras que ayer nombraban una cosa y hoy nombran otra; como aquella marca de tabacos, Rey del Mundo, que hoy sirve para referirse a cualquier bonachón callejero a quien pedirle asistencia: “dame un cigarrito ahí, Reydelmundo”. Por último, un sano consejo gramatical: el vocativo es el mejor amigo de la coma. Úsela siempre después, si el vocativo está al inicio de la frase, o antes, si se ubica al final. Créame, si su pareja le revisa el móvil, no es lo mismo que el sms diga “Dime, tigre”, que “Dime tigre”…

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