Hace unos meses hice una especie de experimento social con amigos y conocidos a propósito de una anécdota familiar. Estaba ayudando a mi hijo con una tarea de la escuela para la cual necesitábamos pegar unos papeles de colores. De inmediato pensé en una palabra que me transportó a mi infancia: “pegolín”. Es curioso cómo asimilamos palabras en nuestro vocabulario cotidiano sin detenernos a pensar en ellas.
No lo había hecho con “pegolín” que, al parecer, es un absoluto cubanismo que cada vez se escucha menos. Como no está registrada por la RAE ni aparece en el Diccionario de Americanismos es posible, por ejemplo, que el término provenga de alguna marca comercial que circuló en algún momento en Cuba y de ahí pasó a denominar a cualquier tipo de sustancia que contribuyera a la acción de pegar. Así ha pasado con insumos como el “fa”, por ejemplo, o con electrodomésticos como el “frigidaire” o incluso algunos que perdieron del todo su nombre original (creyones) como las “crayolas”.
La historia con la palabra “pegolín” me hizo pensar en otras que poco a poco van desgastándose, que comienzan a desaparecer del uso frecuente y se quedan como evocaciones de un tiempo pasado. Como con “pegolín”, me pasa con “pinaroma” y “creolina”, aquellas sustancias tan comunes entre los productos de limpieza que se utilizaban en Cuba. Hoy han sido desplazados por nuevos, como los aromatizantes, los desengrasantes, etc.
Sin embargo, al preguntarles a mis amistades por aquellas palabras que evocaban con nostalgia o que les remitían a otro tiempo, muchos de los términos que me sugirieron se relacionaban con nuestra cultura gastronómica. Uno de los recuerdos más populares es el “gofio” que tanta hambre matara durante sucesivas generaciones de cubanos y que ya no suele encontrarse con facilidad. El “gofio”, incluso, fue incorporado a algunas frases muy comunes: “ser un comegofio” (un tonto, un pelele, un bromista), “me tienes la cachimba llena de gofio” (me tienes harto), “no comas más gofio” (no importunes más), “rindes más que un peso de gofio” (eres insoportable, muy inquieto).
Parecen haber quedado en otro tiempo golosinas como el “tetico” (caramelo azucarado con forma de chupete), la “raspadura” (elaborada como subproducto de la caña de azúcar), el “queque” (especie de galleta horneada) y variantes de caramelos como la “melcocha”, los “rompequijá” y aquellos que en Pinar del Río llamábamos “carioca” (con una forma de cono trunco).
Aunque es posible verlos por ahí, no son tan frecuentes como antes los “merenguitos”. Algo similar sucede con el famoso “pirulí”, el “durofrío” y el agua con azúcar, conocida también como “milordo” o “munga”.
En esos vericuetos del tiempo parecen haber quedado la “catibía”, refrigerio derivado de la yuca que se quedó como símbolo de quien está bobeando: “no comas más catibía”; o el crujiente “coscorrón” (en Pinar se le llamaba “cocorrón”), los puestos callejeros de “fiambres”, el carnavalesco “frikandel” o el “membrillo”, el “refresco prieto”.
En Pinar se vendía los fines de semana, allá por los 80, un pan dulce al que le llamaban “acemita”, mientras que el pan blanco se pedía por hogazas (etimológicamente emparentado con la focaccia), término que ya nadie usa.
En otro orden de memorias, tenemos las relacionadas con la cultura etílica, que van desde los envases que cayeron en desuso, como la “perga” (aquel envase de cartón encerado tan popular en carnavales y otros espacios de socialización), o las célebres botellas apodadas “sábado-corto” (en alusión al sábado quincenal en que se trabajaba solo media jornada); hasta nombres de rones auténticamente cubanos como la Coronilla, el Paticruzao o el Matusalén. Los años 90 y la crisis económica hicieron florecer las iniciativas etílicas para suplir la falta de ron industrial.
Así nacieron graciosos términos que aludían, directa o indirectamente a su original proceso de concepción o a los resultados de su ingesta: “guarfarina”, “bájate-el-blúmer”, “chispa ´e tren”, “te-espero-en-el-piso”, “meao/sudor de tigre”, entre otros tantos que varían según la región de Cuba donde fueran concebidos.
No podemos dejar de mencionar las bebidas tradicionales que van quedando en el olvido, como el “aliñao” oriental, concebido tras un largo proceso de fermentación de frutas y alcoholes; o el popular “prú”, también originario de la zona oriental del país.
Otro universo léxico que suele producir nostalgia entre los cubanos es el relacionado con los juegos infantiles fuera de las pantallas, hoy en desventaja frente a la irrupción de la tecnología. Recuerdo, de niño, la popularidad de las peceras y todo lo relacionado con ellas, desde las peleas de “peleadores”, la compra de ejemplares raros o las excursiones a los ríos y arroyos para buscar “limpia-peceras” (que quedó como sinónimo de quien come mucho) o “calandracas” (término que pasó a designar a una persona muy flaca, fea o desaliñada).
Juegos muy populares eran los “yaquis”, la “suiza” (que en otras latitudes se llama solo “cuerda”), las peleas de “chapas”, el “taco”, las “damas chinas” y los “palitos chinos”, el “parchís”, los “riquirraca/riquirriqui”, el “pon”, el “comefango”, las “bolas” o “chinatas”, las “cerbatanas” o el “burrito 21”. Entre los adolescentes era muy popular el pícaro juego de la “botellita” y causaban furor los papalotes, que tenía variantes mínimas: la “chilinga/chiringa”; y máximas: el “coronel”.
El ámbito de la moda también atesora términos que son testimonio de tiempos pasados. Las célebres “manjatas” (apropiación del inglés Manhattan), las “guapitas” (o “desmangados”), los “rolos”, los “pellizcos”, los “pitusas”, las camisas “bacterias”, los “bajichupa”, los calzoncillos y blúmeres “matapasion(es)”. En referencia a variantes de calzado recordamos a los “kikos” plásticos, los “tenis cañeros” y los “chupameao”, los “popis”, las “yutapai”, los “palitos”, las “tiki tiki”. Igualmente, productos de belleza para el pelo como la “brillantina” o el “colcrín” (del inglés cold cream). Y qué decir de aquel término que englobaba la noción de estar a la moda: “pepillo”.
En ese territorio que podemos nombrar afectivamente como la “lengua de nuestros padres” quedaron lugares como la “placita” (el agromercado), el “puesto” o la “casilla”. También medicamentos como el citrogal o el lindano. Muebles y útiles de la casa como el “catre”, el “pimpampún”, la “cómoda”, el “chiforrover”, o aditamentos como el “quinqué” y el “reverbero”.
Ya no se escucha hablar mucho del “betún” ni de los zapatos de charol. En los carnavales es extraño encontrarse “serpentinas”, ni circulan ya muchas “bejovinas” por nuestras calles. Los exámenes ahora se imprimen en modernas impresoras, pero antes se elaboraban a partir de un “esténcil” o máquinas de escribir que hacía copias con “papel carbón”.
En fin, la nostalgia aflora si escuchamos a alguien decir “cojollo”, o “gandío”, o “abicú”. Nos transportamos a una época que puede parecer remota si nos hablan de los “chavitos” y así sucesivamente. Es, como decimos en buen cubano y apropiándonos de otro objeto anacrónico: como darle pa´ atrá al casete.
Pegolín si era una marca comercial de un pegamento sólido que recuerdo de los años 60