Ilustración: Fabián Muñoz
El concepto de inercia, nacido en la Física Mecánica para describir la propiedad de los cuerpos de no modificar su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza —usualmente una fuerza muy fuerte—, ha demostrado un valor universal más allá de los predios de su nacimiento. “Tenemos que romper la inercia” —dice a sus subordinados un jefe que quiere “que las cosas cambien”—. Pero las motivaciones, empeños y razones, no han sido suficientes para lograr que sus colaboradores salgan del “más de lo mismo”. “La inercia está matando poco a poco nuestra relación”, killing me softly a lo Aretha Franklin —dice a su compañero una mujer que se siente atrapada en la rutina, en los hábitos que se fueron formando desde el amor, pero hoy están deformando al amor, y no precisamente para bien.
Efectivamente, la inercia tiene su representación en el universo de las relaciones humanas, allí donde las personas percibimos con claridad que se necesita una fuerza especial —ya dije, una fuerza muy fuerte— para poder vencer las rutinas, los hábitos, las decisiones convertidas en principios fundamentalistas de comportamiento. Se trata de una inercia subjetiva que se hace acompañar de la muy conocida resistencia al cambio, de la legitimación de lo repetido, de la preponderancia de lo seguro sobre lo posible, en ocasiones hasta de la desesperanza aprendida. Se trata de mantenernos en el mismo lugar, de la misma forma, para bien o para mal, hasta que una fuerza muy fuerte nos saque del marasmo conductual acomodado.
Es una situación siempre controvertida, porque, como repetía un sabio profesor de Psicología: “los hábitos liberan y esclavizan”. No podemos vivir sin ellos. Necesitamos ciertas rutinas y hábitos para hacer más eficiente la operativa diaria de nuestra vida. También necesitamos ser coherentes y defensores de nuestras decisiones. Ellas son una parte esencial de nuestra vida, de nuestra integración personal. Esto es poco cuestionable. Pero tampoco es cuestionable que, cuando nuestras rutinas y hábitos, nuestras decisiones, se convierten en barreras, en obstáculos para cambiar, para promover más bienestar y felicidad, necesitan ser modificados.
¿Cuándo se hace evidente la necesidad de ese cambio, de ese dejar atrás lo que antes fue no solo favorable, sino incluso necesario? ¿Cuándo tenemos que romper la inercia? Como todas las preguntas sobre el comportamiento de los seres humanos, las respuestas pueden ser varias. Comento algunas.
A veces basta con observar la disfuncionalidad. Aquello que siempre hicimos, y que nos trajo buenos resultados, ahora no está llevándonos por el camino del éxito. Insistimos, porque la experiencia nos dice que “en otras ocasiones lo he hecho así, y me ha salido bien”. Pero esta vez no llega el resultado previsto. La fijación, el empecinamiento, aparecen como manifestaciones de la inercia subjetiva, y tenemos que superarla. Lo único que logramos con seguir su mandato es molestarnos, algunos convocar a la agresividad o la tristeza. No pocos a seguir sin éxito alguno insistiendo ad infinitum: Persistiré, aunque el mundo me niegue toda la razón —cantaba nuestra Elena Burke—. Pero el asunto no es solo la razón. El asunto es sobre todo el bienestar y la felicidad que nos negamos con tales formas de proceder.
En ocasiones, reconocer ese momento en que tenemos que dejar atrás y empezar de otro modo, nos es anunciado por otra persona. Alguien que desde afuera, dicho de una manera clara, tiene la posibilidad de ver lo que nosotros, ensimismados, no logramos percibir. Es muy comprensible. Los magos lo saben: “mientras más miras, menos ves”. Los psicólogos lo podemos sustentar científicamente: la intensidad de la implicación personal en un asunto, más allá de su valor óptimo, supone una relación directamente proporcional con tener una percepción limitada de este. Es decir, mientras más cercanía emocional-personal con el problema, más corremos el riesgo de entenderlo muy parcialmente. Por eso, hay que escuchar a los otros. Es necesario abrirnos a nuevas informaciones, a puntos de vista alternativos a los nuestros, hay que asimilar la experiencia de los otros. El saber y el sentir de otras personas puede ser ese primer impulso que necesitamos para vencer la inercia y empezar a hacer otra cosa.
Seguir aferrado a representaciones ya superadas, mantenernos apegados a formas de pensar y actuar que ya evidencian su obsolescencia, es también señal de que hay que romper la inercia. La fuerza retrógrada de la inercia subjetiva se observa muy claramente cuando el comenzar algo nuevo, es de alguna manera un recomenzar. Recomenzar algo que no se logró del todo. Reiniciar lo que fue interrumpido por razones ajenas o no compartidas. Retomar algo que cuando lo dejamos pensamos que sería un final para siempre. Pero, ya sabemos: “nunca digas de esa agua no beberé más” o Never said never again —a lo James Bond—. Aquí la inercia tiene sus expresiones célebres: “más nunca vuelvo a ese lugar”. Bueno, y es en cierto sentido correcto, porque aquel lugar al que juramos no volver, ya no existe. Ahora es otro, es distinto, ha cambiado. Solo que nosotros no podemos o no queremos verlo. La inercia subjetiva no nos deja.
Hay quienes se quedan atrapados en recetas de bajo calibre: “segundas partes nunca fueron buenas”. Y le aseguro que no saben lo que se pueden estar perdiendo. En otra variante he escuchado a quienes son víctimas del resentimiento: “Lo que me hicieron no tiene perdón”. Se ponen por encima de las leyes terrenales, y hasta de las divinas. Total, para llevar consigo un peso que les dificulta el andar ligero, ascendente, enriquecedor. Todo esto es inercia subjetiva, una fuerza que nos deja como empantanados, en el mismo lugar, lo que quiere decir que nos deja atrás, amarrados al pasado.
Entonces, piénselo y tome el camino de las cosas que favorecen el bienestar. No deje pasar la oportunidad de vivir nuevas experiencias, de abrirse al mundo para ver y sentir que puede crecer hasta el infinito. Concéntrese en todo lo bueno, y verá que lo que no lo es se va extinguiendo por su propio peso. Diga ¡Adiós! a la inercia subjetiva. Deje atrás la comodidad que inmoviliza, la rutina que desensibiliza. Pase por encima incluso de rencores. No es que no tenga razones para sentirlos. Es que no vale la pena hacerlos cómplices de la vida. Suelte ese peso que lo ata a lo peor del pasado y construya lo mejor del futuro. Atrévase a comenzar. Atrévase incluso a recomenzar, dejando atrás las experiencias negativas. Solo tiene que dar el primer paso. Un primer paso auténtico, sin lastres, sin reservas, sin resentimientos. Un primer paso que sea fundador de un nuevo camino, de un nuevo modo de andar. A buen entendedor, pocas palabras. Le aseguro que no se arrepentirá.