Los casos de altos cuadros del gobierno y el Partido, así como de militares de alta graduación acusados de corrupción, sujetos a proceso judicial y sentenciados por los tribunales a penas rigurosas, no son una novedad en la historia del socialismo cubano. Tampoco los de dirigentes del primer nivel (según los denomina el discurso de la nomenclatura), sujetos a investigación y cuestionados políticamente por actuar de manera inapropiada según las normas establecidas para esos cuadros, y expuestos en público, aunque no fueran tildados de corruptos.
Como todo lo cubano tiende a juzgarse con una vara separada, como si fuéramos una especie de ornitorrinco o un error en la sintaxis que rige la historia, la noticia aquí sería que en materia de corrupción no somos tan raros.
Transparency International, la agencia que monitorea la corrupción en el sector público, usa una escala universal, basada en las apreciaciones de los propios ciudadanos en cada país, cuyos indicadores son: soborno, desvío de fondos públicos, funcionarios que se aprovechan de sus cargos, capacidad del gobierno para enfrentarla, nepotismo, leyes que exigen el reporte financiero de los funcionarios, amparo legal a quienes informan sobre soborno y corrupción, predominio de intereses particulares en el control del Estado, y acceso a información sobre actividades del gobierno.
Según esa escala, la posición global de Cuba ha caído, en términos relativos, en los últimos cinco años, desde el lugar 60 en 2019 al 76 en 2023. Ocupamos actualmente la misma posición que Hungría, Moldavia, Macedonia; por encima de Serbia, Bosnia, Montenegro, Albania, Kosovo, Ucrania; en suma, antes de 104 países, incluidos Vietnam, Tailandia, India, casi todos los africanos, los latinoamericanos y caribeños. En América Latina, solo Uruguay, Chile, Costa Rica, y varias islas del Caribe están por encima. O sea, estamos en ese grupo de los menos corruptos, y así ha sido desde hace más de veinte años.
Sin embargo, en la apreciación de los propios cubanos, en los últimos cinco años, esta percepción ha caído de un índice de 48 a 42. Porque una cosa es cómo estamos respecto a otros, y otra cómo hemos descendido respecto a nosotros mismos.
Dicho esto, sería difícil encontrar en algún otro país de la región o de Europa, para no hablar de EE.UU., una línea de castigo a la corrupción más continua y pública. No tengo espacio para detenerme apenas en los que han marcado hitos en la historia de los últimos cuarenta años. Se pueden examinar por separado los más sonados casos de 1987, 1989, 2006, 2009, 2011, 2024, compararlos y precisar sus causas, discutir la tesis de que reflejan un patrón. Distinguirlos de los casos no asociados a corrupción requiere un estudio más amplio, con datos. Calificarlos de un plumazo como maniobras dirigidas a buscar chivos expiatorios para enmascarar la podredumbre del régimen sólo se explica por apego al conspirativismo, propaganda, mala fe o pura ignorancia.
Así como las acciones anticorrupción tienen un récord de precedencia, según la jerga de los abogados, y una ubicación respecto al mundo allá fuera, tampoco es insólita una investigación de las agencias de la seguridad nacional sobre altos funcionarios o militares que pueden haber gozado de la mayor confianza política. Ni aquí ni en ninguna parte.
Digamos, ¿es que acaso cuando se descubre que un político o un jefe militar de alta jerarquía están metidos en negocios sucios, conectados a los cárteles del narcotráfico, dándoles prebendas o pasando información política confidencial a intereses privados a cambio de beneficios personales, se debe a que, la mayoría de las veces, un par de periodistas kamikazes lo revelan en un “medio independiente“? ¿No es una de las tareas de los aparatos de contrainteligencia, que se ocupan de eso, según las reglas de compartimentación y secreto habituales, sin darlo a conocer al resto del gobierno hasta que tengan los indicios para iniciar un proceso judicial?
Algunos comentaristas políticos parecen ignorar esa precedencia, y ese patrón global. Quizás porque, digamos, no les tocó ver por la televisión la llamada Causa 1; y luego las sanciones de la Causa 2.
Esa ignorancia se remonta a los vacíos de la historia que les enseñaron en sus escuelas, y a que tampoco se han puesto a investigar ni a estudiar en serio, en vez de tocarla de oído, y aplicar la teoría más socorrida para interpretar la realidad cubana: la conspiración. Teoría traducida a un ejercicio de imaginación que lo mismo sirve para hablar de la política que para escribir un thriller.
Sacar conclusiones y lanzar “hipótesis“ sobre el caso más reciente, anticipando el informe de la fiscalía, se presenta así por análisis político de fondo. Por ejemplo, la idea de que la denuncia del caso revela una especie de golpe de Estado en slow motion contra el presidente de la República.
En esta novela de política ficción, los personajes que encarnan a los golpistas están cantados desde la primera página, naturalmente. Aunque no haya ninguna evidencia, ningún indicio de que Díaz-Canel ha perdido el respaldo de quien lo propuso y lo ha seguido acompañando públicamente, ni el de las principales estructuras de poder político y militar; sin tener en cuenta que apenas lleva un año de su segundo mandato, tras el cual, según el Artículo 126 de la Constitución, no podrá ser reelegido.
Aunque la corriente que confunde periodismo político con especulación no es privativa de los medios antigobierno, en estos ha alcanzado una condición, digamos, excelsa: mientras más carentes de verosimilitud, más efectivos “literariamente“; mientras más se reclaman profesionales, más hueros y desaforados. Tipificar esa prensa, con sus matices y diferencias, patrones y colorido, requiere también un ejercicio por separado, al que volveré.
Finalmente, ¿cómo se relaciona la corrupción, o más estrictamente, la percepción pública de que existen casos no comprobados todavía judicialmente, más de uno, de corrupción, con el complejo contexto de la crisis cubana actual, no solo la “económica“?
Según la psicología política, cuando ocurre una crisis, el sentido de apoyo y solidaridad entre familiares y amigos se refuerza; así como cuando ocurre un desastre natural o una epidemia. Así pasó en el duro contexto de la COVID-19, en buena medida, a pesar del deterioro en la calidad de los servicios de salud, la escasez de medicamentos, etc.
Sin embargo, como he discutido en esta misma columna, una cosa son las relaciones sociales y la racionalización de los efectos de la crisis, y otra el desgaste de la vida cotidiana, a la que la COVID-19 añadió todas las gotas necesarias para rebosar la copa. No por gusto el día en que la curva del coronavirus se disparó hacia arriba, en una provincia que hasta entonces estaba entre las que tenían mejores parámetros en el enfrentamiento a la pandemia, fue precisamente el 11 de julio. Y fue en esa provincia precisamente donde se precipitaron las protestas públicas más violentas, mucho antes que en la capital y otras ciudades.
Una vez que no estamos en medio de un desastre natural ni una pandemia, la capacidad para asimilar el deterioro de la vida cotidiana se reduce, y se puede llegar más fácilmente al límite. Especialmente cuando la situación de depresión se prolonga. Como me dijo el viejo filósofo Aurelio Alonso en su estilo jocoso, “ya no se trata de ver la luz al final del túnel, sino de ver el túnel.“
El ingreso no se polariza de cualquier manera en términos de la dinámica social. De una parte, a la creciente cantidad de pobres, se le suma la cifra de empobrecidos, porque han perdido el nivel de bienestar al que estaban acostumbrados. De otra parte, algunos grupos sociales mejoran y amplían su acceso al mercado, incluyendo el suntuario; pueden darse el lujo de viajar e importar objetos para su consumo sofisticado, ahorrar en divisas que no se devalúan, y enfrentar la inflación en condiciones ventajosas.
En ese contexto de polarización, no es extraño que los “delitos patrimoniales“, la corrupción, el robo, el cohecho, la entronización del mercado negro en los hábitos de consumo y de vida se instalen en “lo cotidiano“, como dicen los psicólogos.
La incompresibilidad del mercado negro, mantenida por la contracción de la libreta de racionamiento, la carestía de productos de primera necesidad para el consumo familiar en las tiendas estatales, y de un acceso limitado a los comercios privados legalizados, está conectada estructuralmente a una demanda social mayoritaria insatisfecha.
Por último, pero no menos importante, la elasticidad de la demanda de bienes y servicios por quienes disponen de recursos, al contribuir a mantener el alza de precios en todos los mercados, repercute indirectamente en esa especie de mecanismo de redistribución del ingreso llamados robo y “pequeña corrupción“.
Es un fenómeno sistémico (inseparable de los restantes problemas del modelo), no simplemente derivado de la demanda de quienes tienen altos ingresos (los privados).
Construir la política anticorrupción sobre la base de controles contables y auditorías, y campañas moralizantes, que les hagan jurar probidad a los cuadros, sin actuar desde el contexto social y económico de la crisis, que abarca al Estado y a la sociedad civil, es un ejercicio ineficaz.
Incentivadas por esta tormenta perfecta, donde convergen numerosos factores internos y externos que ya sabemos, las protestas recientes, el 17M, son expresión orgánica de esa sociedad civil atormentada por una crisis de la que forma parte el incremento de la corrupción.
Como en el 11J, las manipulaciones tienden a desdibujar su naturaleza, pero a estas alturas ya sabemos que constituyen una reacción popular no sólo previsible, sino legítima, que no está dispuesta a esperar por la legislación derivada del Artículo 56, cinco años después de que la nueva Constitución reconociera el derecho a la protesta de calle. [Los derechos de reunión, manifestación y asociación, con fines lícitos y pacíficos, se reconocen por el Estado siempre que se ejerzan con respeto al orden público y el acatamiento a las preceptivas establecidas en la ley.] Y digo que lo sabemos porque la respuesta de las autoridades ha sido política, no policial.
La experiencia de la corrupción como problema crónico en otros socialismos que algunos consideran modelos para el nuestro revela que la dureza del castigo apenas extirpa a algunos corruptos, pero no actúa sobre el fondo del problema.
Como ocurre en la salud pública y en la epidemiología, de las que sabemos más que otros muy prósperos, entender los factores de las epidemias y prevenirlas es la manera más eficaz de lidiar con ellas.
Una médica amiga me lo decía así: “mientras no nos contagiemos con el virus de las ‘neuronas apagadas’, podemos defendernos de todas las epidemias.“
La corrupción es transversal a toda actividad económica, política o social.
Cuba es un país que sufre de carencias inimaginables y de opulencias inocultables. Ambas son resultado de la corrupción rampante de quienes debieran ser ejemplos.
Dar como “consecuencias esperadas” de situaciones difíciles a la corrupción y el delito es dar naturalidad a la falta de principios éticos y la degeneración humana.
Mi respeto y consideración al profesor Rafael
La peor pandemia que ha llegado a nuestros países es que “” a quienes dirigen dirigen no se evalúan sus resultados y jamás se hacen “” autocríticas en público.
“” Solo el único líder de la Revolución , Comandante en Jefe Fidel Castro ha Sido capaz de reconocer los errores en la dirección dentro de este país.