El tercer día de su visita, en horas de la mañana, tuvo lugar la entrevista con Guillermo Cabrera Infante en el hotel Packard, por entonces pletórico de turistas norteamericanos de no muy altos niveles de ingreso. Desde luego, para la revista Carteles. Ya para entonces Brando ha logrado comprar una tumbadora a un precio desproporcionado, a todas luces maniobra de un vivo que lo tumbó. También le han obsequiado unos pequeños bongoes con su nombre grabado como recuerdo de su viaje a Cuba.
En la transacción mediaron, según Cabrera Infante, dos cicerones que no aparecen aludidos en ningún otro lugar: Bruno Ross y el chofer Mario Díaz. El fotógrafo Pepe Agraz ha llegado temprano, a las nueve, para dejar constancia del instante: son fotos para la Historia, y Cabrera Infante lo sabe. “Por un momento siento una fuerte sensación de irrealidad. Frente a mí está el mejor actor de Hollywood y uno de los primeros del mundo contestando mis preguntas”, escribe, “tiene fama de huraño y de tener malas pulgas con los periodistas, y todavía no me ha mordido”.
En una de esas fotos de Carteles, el actor figura sonando los cueros con el entrevistador al lado, de cuello y corbata; en otra Brando aparece solo, caminando por un pasillo del hotel con la tumbadora en un forro.
—La tumbadora es una verdadera ganga, dice, noventa pesos. Es cara para un cubano, pero para un americano es muy barata, siendo un turista.
Mira a Agraz y sonríe:
—Yo tengo seis congas más como esta. I just love tumbadoras!
—¿Por qué no ha comprado unos bongoes de los grandes, no este de juguete?
—Oh, este es un regalo. A mí no me gustan los bongoes. Además, tengo un par en Hollywood.
En su habitación del quinto piso, en la azotea del hotel de Cárcel y Prado, parece tener lugar un muestrario de habilidades. Nadie le ha pedido hacerlo, pero Brando desenvaina el instrumento, como una pistola de su cartuchera. Evidentemente, el superobjetivo de esa operación de relaciones públicas consiste en demostrar que él no es un improvisado en esos menesteres, que no por gusto había tomado clases de percusión cubana con Tito Puente (“un genio”, dijo Brando, “que sabía cómo combinar los tiempos y darle sentido a los tambores para provocar a la gente. De él aprendí más que de nadie”) y asistido al Palladium.
Cabrera Infante comenta:
Brando desempaca la tumbadora y comienza a tocar, desentendiéndose de Agraz y de mí. Toca concentrada, furiosamente. En su actitud tensa y ágil y en el sonido del parche aparece la técnica de un verdadero profesional de la tumbadora. Brando parece saberlo y sigue tocando.
También:
Brando toca de nuevo. El cuarto se llena del sonido cortante y aterciopelado de la tumbadora. Al ritmo rápido de la conga se sucede el híbrido del be-bop y luego surge la acompasada y lenta cadencia de la guajira, la misma que soporta las melodías extrañas del mambo.
En una ronda posterior, observa:
Se nota que Marlon Brando siente una profunda pasión por la música, por los tambores cubanos. Sigue tocando y cuando la música se detiene, se levanta y coge otra estación.
De ahí Brando debió haber salido en algún momento para la vivienda de Cala, tras la recomendación que le dieran en Tropicana: tal vez allí podría empatarse con unos cueros tocados por Chano Pozo. Constantino Armesto Murgada no solo era fotógrafo, sino también tocador de tambores desde su adolescencia en Centro Habana, el mismo barrio del mítico percusionista. “Cala alcanzó tanta habilidad” —comenta un periodista— “que los músicos decían que era un blanco con manos negras”. En la Cuba de los 50, llegó a tocar con varias agrupaciones, entre ellas la de Felipe Dulzaides, toda una escuela en el jazz cubano por la que pasaron músicos como Bobby Carcasés y José Luis Quintana (Changuito), entre muchos otros.
Los términos de aquel encuentro se los narró el propio Calas a Jorge Oller en 1967 a bordo del vapor Pino del Agua. En el apartamento del fotógrafo-percusionista estaba, de nuevo, “Sungo“ Carrera, personaje extrañamente omitido por Cabrera Infante a todo lo largo y ancho de su entrevista, a pesar de haber estado con él en el bar de Tropicana. Según el relato de Oller:
“Sungo“ y Marlon se presentaron en el apartamento de Cala en Miramar. Este no quiso creer que el mejor actor de Hollywood fuera a verlo. Pensó que se trataba de una broma. Casi los echa si no le dicen a tiempo que el maestro Romeu los había enviado. Al mirarlo con más atención, no tuvo ya dudas de que se trataba de la misma persona que había visto actuar en el cine. Se disculpó, los mandó a pasar y les ofreció unos high-balls. Chapurreando un poco de español y de inglés, Marlon y Cala comenzaron a hablar de música, de bongoes y tambores, de los famosos cabarets de la playa y La Choricera, la meca del gran Chori, de quien el fotógrafo era un buen socio. Luego Cala le mostró sus instrumentos, entre ellos el bongó que le había regalado Chano Pozo. El actor se regocijó, era lo que desde hacía años buscaba y comenzó a tocarlo feliz, como si fuera un niño con un juguete nuevo.
Luego dice:
Después de un rato, y maravillado de su sonido, sacó del bolsillo su porta cheques y escribió en uno de ellos: “Al portador“, y lo firmó. Se lo dio al asombrado fotógrafo diciéndole: —La cantidad la pones tú. Sungo, viendo el aturdimiento de Cala, quiso ayudarlo y le dijo: —Mira, él está enamorado del bongó, ponle ahí lo que tú quieras, 50 o 70 mil pesos. Él es millonario y eso no representa nada para él. Pero Cala ni por todo el oro del mundo iba a desprenderse de un regalo que le había hecho su gran amigo el rey de los bongoseros. Así lo hizo saber. El artista lo comprendió y se contentó con tocar el prodigioso bongó un rato más, y el fotógrafo se animó a acompañarlo con una tumbadora. Después de casi tres horas de improvisado concierto, los visitantes se retiraron no sin antes pedirle a Cala que los acompañara esa noche a los cabarets de la playa y les presentara al Chori.
Brando regresó al Packard por la noche para continuar la entrevista. Estaba citado con Cabrera Infante para las 9, pero llegó una hora después. Salieron a un restaurante cercano para hablar mientras comían. Pidió, dice Cabrera Infante, un jugo de toronja, un filet mignon y una ensalada de lechuga con dos huevos duros. Al terminar, hay una incitación y, de hecho, una suerte de declaración de principios. Dijo el actor:
—¿Por qué no nos llegamos a los cabarets de la playa? Tengo ganas de oír música cubana de la buena. Podríamos ir al Chori o algo así. No quiero ir a los cabarets elegantes porque no me sentiría cómodo. La gente burguesa no mira y pregunta como la gente del pueblo, pero en su contención hay algo que molesta más que la franca y sana curiosidad popular.
En San Lázaro y Prado cogieron un taxi que los llevó directamente a los predios de El Chori. Un grupo de jóvenes lo identificó.
Pero en los cabaretuchos de la playa lo esperaría, de nuevo, la maldición de la fama.
(Continuará).
Excelente!!!!! Los dos pulgares arriba!