La 42 edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, o más bien la avanzada no competitiva de un evento que realmente tendrá lugar en marzo, transcurrió con las limitaciones impuestas por la pandemia, en una atmósfera caldeada por la subida de precios en los negocios particulares y la perentoria desaparición de la imprescindible carne de cerdo en las festividades de fin de año, además de los sucesos de San Isidro, y los diálogos promovidos por los jóvenes creadores en el Ministerio de Cultura. Nunca fue más necesario invocar el espíritu de esperanza y reconciliación del adviento cristiano, la proximidad de la Navidad, aunque otros prefirieron desenterrar el hacha de Shangó.
En medio de tantos nerviosismos y preocupaciones, el Festival nos trajo, como siempre, sus grandes y pequeñas películas, enmarcadas en algunas de sus tradicionales secciones no competitivas como Panorama Latinoamericano y La hora del corto. Prefiero comentar la representación cubana en tales secciones, y tratar de dilucidar la manera en que estas producciones se insertan en nuestras tradiciones audiovisuales.
Dos sorpresas innegables se relacionaron con el estreno absoluto en Cuba de dos largometrajes de ficción, presentes en el Panorama Latinoamericano, o lo que es lo mismo, excluidas de la competencia. Aunque se presentó como un filme británico, se rodó completamente en Cuba, con actores y temáticas de la Isla, Mambo Man, codirigida por el realizador británico-iraní Mo Fini y el multipremiado músico cubano Edesio Alejandro. También pude apreciar el regreso a las grandes pantallas cubanas del muy recordado Héctor Medina, con El último balsero, que codirigieron desde Miami los jóvenes Carlos Rafael Betancourt y Oscar Ernesto Ortega.
Con una narración y visualidad indecisas entre el drama realista en torno al valor de las pequeñas cosas, y el prospecto turístico, musical y costumbrista sobre las provincias de Granma y Santiago de Cuba, Mambo Man pareciera una oda al emprendedor a través del improbable personaje de JC, combinación bizarra de agricultor, empresario, comerciante, promotor de música cubana, esposo, padre, y amigo de sus amigos.
Excesivamente abarcadora, y por tanto ambigua y hasta superficial, resulta la construcción del personaje protagónico, JC, de modo que el espectador lo ve actuar en muy diversos “frentes”, y aunque permanece en pantalla la mayor parte del tiempo, nunca llegamos a conocer realmente a este hombre, y es muy difícil identificarse con sus conflictos de cuentapropista atribulado, en tanto sus problemas esenciales se asoman tímidamente dentro de recorridos dramáticos demasiado elementales, intrascendentes, o forzados, como el largo episodio de la venta de joyas, que es el colmo en cuanto a los intentos fallidos por “levantar” el interés dramático del filme, e intenta desplazar tardíamente desde el tono del drama filial o costumbrista y musical, a las aventuras e incluso la comedia.
Así, en una trama de episodios que apenas consiguen articularse en una historia coherente (la prueba mayor a este respecto consiste en lo difícil que resulta contarle a alguien la película, puesto que el narrador debería identificar sus principales nudos dramáticos) Héctor Noas mantiene incólume su prestigio como uno de los mejores actores de la Isla, e intenta sacar máximo provecho de las escenas que se lo permiten, para tratar de dibujar al menos la semblanza plausible de un personaje escrito desde lo externo y accesorio.
A nadie debe extrañar el éxito en el extranjero, e incluso el aplauso probable en Cuba, de Mambo Man, que funciona en tanto amable apelación a apelación a ciertos componentes de nuestra identidad y también antología de los músicos cubanos que aparecen en el catálogo de la disquera Tumi Music, que dirige Mo Fini, codirector y guionista del filme. Incluso hay momentos cuya visualidad y tono responden a los códigos del video musical, pero inmediatamente estas potencialidades son desdeñadas para seguir las huellas de un protagonista que ni canta ni baila, y la estrecha relación con la música termina siendo otro faceta insuficientemente explotada, a pesar de la aparición, demasiado pasajera y ocasional, de instituciones como Cándido Fabré o la Casa de la Trova de Santiago de Cuba.
Mambo Man pudo ser un filme musical, agradable y pintoresco, con un fuerte foco documental que se concentrara no solo en los músicos y su relación con el personaje, sino también en las costumbres, paisajes y tipos humanos del Oriente cubano. Desde el musical, resultaría laudable el innegable embellecimiento de la Cuba campestre (los documentales de Televisión Serrana mostrarían la otra cara de esa misma realidad) pero entonces el guión, el diseño de personajes, la edición y las actuaciones tendrían que haberse puesto en función de otro género, y nadie sabe si este proyecto que imagino sería superior al que tenemos delante, porque estoy hablando de una película que no existe, que no fue.
Nadie podrá discutir tampoco el portentoso vínculo de Edesio Alejandro con lo mejor de la música cubana de siempre (ganador del Premio Nacional de Música hace unos días), ni tampoco están bajo cuestionamiento sus aptitudes diversas a la hora de acometer un proyecto y concretarlo, e incluso convertirlo en éxito. Simplemente se espera mucho más de su travesía por la dirección cinematográfica, y al menos yo quiero confiar en que su versátil talento se apoye en la profesionalidad y los saberes de guionistas y editores capaces de evitar que sus buenas ideas se escapen por la tangente, acaso estimuladas por el entusiasmo incombustible de uno de nuestros creadores más relevantes.
En Estados Unidos, específicamente en Miami, se realizó El último balsero, cuyos jóvenes directores acertaron a ilustrar el modo de pensar y de actuar de un protagonista que tiene más o menos su misma edad, y esa proximidad entre los directores-guionistas y el personaje principal (espléndidamente interpretado por el siempre efectivo Héctor Medina) le aporta al filme indiscutibles honestidad y frescura.
https://www.youtube.com/watch?v=5rGbpBeEvqk
Los problemas de adaptación que enfrenta un indocumentado de origen cubano que llega a Miami, justo el día en que se deroga la ley de Pies seco/Pies mojados, son descritos por El último balsero con cierta laxitud narrativa, y inexcusables clichés sobre la identidad cubano-americana, chistes gruesos, y un personaje gay demasiado caricaturesco, y mal actuado, como para ser tomado en serio. Y si bien el principio y el final, consiguen anudar coherentemente la tesis de la película sobre la dura pesadilla en que puede convertirse el American Dream, la tensión del relato a veces se afloja demasiado, aunque nunca derive al aburrimiento, y en otras ocasiones se recurre a ciertos golpes de efecto, medio truculentos, como el modo en que se descubre la verdadera identidad del gay, o del origen de la prosperidad del amigo ya instalado.
A pesar de todos los cuestionamientos posibles, El último balsero es una ópera prima decorosa, reflexión afectuosa y franca sobre el emigrante cubano y su identidad, esta última jalonada por contradictorias indicaciones que apuntan al pasado, el presente o el futuro. A pesar de realizarse con recursos propios y la colaboración de amigos, en un perfil presupuestario muy ajustado, el filme debe constituir, junto con el memorable documental español Balseros, un referente indispensable para la explicación, desde el cine, de lo que ha sido la emigración cubana a Miami, en las primeras décadas del siglo XXI.
Además de los largometrajes de ficción Mambo Man y El último balsero, en esta primera parte del Festival se pudieron ver los cortometrajes Los coleccionistas (escrito y dirigido por Diana Moreno, con apreciable fotografía de Deymi d’Atri) y El niño de goma, de Marcos Díaz, que intenta naturalizar en Cuba, en tono menor, las disquisiciones éticas presentadas por anteriores filmes como el argentino La mujer sin cabeza, o el español La muerte de un ciclista.
También debutaron ante el público el largometrajes documental Cuban Dancer (Roberto Salinas) además de los cortometrajes Tres más uno. Cecilia Todd (Liuba María Hevia), El arquitecto y la escuela (Roberto Santana) y Havana Comes to Brooklyn (América Maldonado). El primero de los mencionados nos presenta una trama medio similar a El último balsero, pero ajustada al cambio de realidad asumido por un joven bailarín de la Escuela Nacional de Ballet, recién emigrado a Estados Unidos y decidido a continuar su carrera en la danza.
A las técnicas más convencionales del documental expositivo recurre Liuba María Hevia para exponer vida y obra de la folclorista venezolana Cecilia Todd, mientras que El arquitecto y la escuela emprende un camino parecido, por las rutas del documental biográfico, o de personalidad, para enaltecer la obra del arquitecto Andrés Garrudo Marañón, el diseñador de la Escuela Vocacional Lenin.
Así, ausente de sorpresas mayores o de impactos particulares transcurrió la representación cubana en esta primera etapa del Festival de La Habana. Para marzo, cuando ocurrirá la segunda etapa, tampoco habrá sorpresas mayores, por lo menos en cuanto a los largometrajes de ficción. Ya veremos si tenemos mejor suerte en las otras modalidades.
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Joel del Río es periodista, crítico de arte y profesor. Trabaja como periodista en el ICAIC y en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de Cuba, en San Antonio de los Baños, donde también ejerce como profesor de los talleres de géneros cinematográficos e Historia del Cine Latinoamericano.