Los solitarios del Malecón son misteriosos. Cada uno tiene una energía contagiosa que incita a imaginar. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen? ¿Qué sueñan? Con solo acercarse, el encantamiento de ese enigma se hace trizas, aunque a veces la realidad supera, en asombro y armonía, a la ficción.
Supongo que quiere sorprender a su amor, que hace ejercicios bien temprano y pasa por ahí todos los días a la misma hora. La vigilo de lejos para ver si llega y estoy atenta para, cuando se besen, hacer la foto del día. Luego de un rato me cuenta, sin tanto romanticismo, que le dieron botella y se sentó en el muro para esperar la hora de entrada a la Escuela de Automovilismo. Que llegó bien temprano porque hoy le toca el simulador.
El mar lanzó un amasijo de sargazo, hilos y basura. Era como una gran bola de estambre. El niño pasó unos minutos intentando desenredarla y sacó, victorioso, un anzuelo. Parecía un Peter Pan maleconero celebrando su triunfo sobre el malévolo Capitán Garfio. “Ahora lo vendo a 20 pesos”, dijo el niño retando con sus palabras a James Matthew Barrie y entre ambos hicieron más grande la fantasía del barco que surca el cielo.
Observa con tranquilidad cómo la destrucción forma parte de la vida en la ciudad. Se acomoda, cual pitonisa griega, entre el Kháos y el Kósmos. Toda la fe puesta en la agilidad de la pala excavadora, para irse pronto a almorzar con su novio el camionero.
Seguro escribe Ciencia Ficción. Debe ser fanático de Ray Bradbury y está ahí, captando la realidad, tomándole el pulso a la calle para crear en su mente alguna distopía. Pero la verdad es que está esperando a que le baje, de algún piso del Ministerio, una licencia para vender vino en el Malecón. Mientras tanto, te ofrece un trago de su botellita “para consumo personal”. Y con las cosas que ha visto desde que está esperando, tiene material para sesenta mil crónicas marcianas.
Un mensajero del viento, un emprendedor, un chofer de taxi o un padre de familia. Un solitario caminante sin rostro, un hombre mirando al noreste. Un viajero como el equilibrista de Eliseo Diego, imaginando las venturas y prodigios del aire.
Parece que la señora de las flores está posando para la foto. Folclórica y convencional. Cubanísima y universal. Pero sus poses son para la cámara de su teléfono, no para la nuestra. Del lado de allá del mar, alguien le dice que la extraña y que pronto podrán abrazarse.
Ese anda fugado de la escuela. Y seguro está esperando por un colega para hacer alguna “cosa mala”, porque los muchachos a esa edad se vuelven almas descarriadas. Pero supe que, en realidad, tenía una prueba planificada para las 9 de la mañana que se pospuso para las 2 de la tarde porque el profesor “tenía problemas”. Entonces se fue caminando desde el Osvaldo Herrera, en Boyeros y Conill hasta el Malecón. Lleva estudiando una semana entera y ver el mar lo relaja.
“La cosa no está muy buena hoy”, seguro le han dicho sus colegas de varas largas. Lo imagino recorriendo el Malecón de punta a cabo con la ilusión de que lo sorprenda una gran mancha de peces. Pero en realidad, anda buscando a un socio que le arregle la vara que tiene un desperfecto y si los peces que imagino llegan de pronto, él no podrá pescar ninguno.
Tiene estampa de cantante de Cupido, un grupo de electropop español. Tiene pinta de estar componiendo un tema, algo así como: “Tengo tu foto en la cartera, para pagar lo que yo quiera… nananaaaa”. Pero no, lo cierto es que se llama Armandito y está un poco angustiado por los amigos que se le han ido, por los precios del mercado, por todo lo que quiere y no puede. Ojalá pudiera pagar “muchas cosas caras con tu cara”. Pero al menos tiene el Malecón, dice que le alivia todas las penas.
Genial el escrito. También un poco nostálgico
Gracias, soy cómplice.
Me gustó mucho el artículo, refleja un poco la Cuba de hoy, tan nostálgica y enigmática
Genial el artículo, las fotos me gustaron mucho, felicidades. La señora llamada “la señora de las flores” que me imagino sea por el vestido que a lo lejos parecen flores pero no, en realidad son corazones perdonen el detalle.