Quizá añorando épocas pasadas, o quizá aliviados por no tener ya nunca que entrar en batalla, los cañones de La Habana son parte indisoluble de la ciudad.
Bajo techo o al aire libre, en sus emplazamientos originales o confinados en museos y fortalezas, los cañones habaneros han sido testigos del paso implacable del tiempo y los avatares de la capital cubana.
Unos alguna vez entraron en combate, allá por los años de la colonia. Otros nunca llegaron a disparar y quedaron por siempre como guardianes silenciosos y frustrados.
Algunos, más afortunados, se han mantenido lozanos y atentos al horizonte. Otros, en cambio, han sufrido de la desidia y el descuido.
Una parte de ellos cambió de profesión: de piezas de artillería pasaron a ser barreras citadinas, objetos decorativos, cómplices de juegos infantiles o atracciones para el turismo.
En lugar de apuntar a posibles enemigos, como naves piratas o tropas de ejércitos rivales, muchos fueron puestos a mirar el cielo o con sus bocas hacia abajo, enterradas en el pavimiento o los adoquines.
Así, los otrora dispuestos defensores de la ciudad perdieron su atemorizante estampa, su valor primigenio, aunque ganaron nuevas funciones y significados.
Incluso, algunos dejaron de ser cañones y se convirtieron en otra cosa. Fueron fundidos y reutilizados, y hasta dieron forma a los célebres leones del Paseo del Prado.
A los añejos cañones de La Habana, fuese cual fuese su pasado y sea cual sea su ubicación actual, dedicamos nuestra mirada fotográfica de domingo.
En ellos, vistos hoy a través del lente de Otmaro Rodríguez, late también la historia de la capital cubana.