Mercedes* tuvo al primero de sus tres hijos cuando tenía menos de 20 años. Para entonces ya trabajaba desde hacía tiempo: para ella la vida laboral empezó junto con la adolescencia. Hace poco más de 5 años, en sus 40, la crisis en Venezuela la empujó a emigrar. Lo hizo sola, con Perú como destino. El plan era mantener desde allí a la familia, que quedó atrás.
En Perú no encontró condiciones para establecerse. Además, no soportó la distancia con sus hijos; así que decidió regresar a Venezuela a reunirse con los suyos y, hace 8 meses, emigró de nuevo, esta vez camino a Estados Unidos y con compañía. Junto a ella se marcharon su hija menor, de 26 años, su yerno de 25 y los tres hijos de ambos, de 5 y 2 años, y una bebé de 8 meses.
“Estábamos desesperados. Teníamos trabajo en Caracas, pero no era suficiente para vivir. La violencia también era insoportable. No teníamos más nada que perder y decidimos emprender el viaje”, cuenta Mercedes, ya en El Paso, en territorio estadounidense, en la Casa Sagrado Corazón, un albergue de tránsito para migrantes donde ella y su familia se recuperan por unos días de la larga travesía.
Para llegar a la frontera entre México y Estados Unidos, tuvieron que atravesar siete países: Colombia, Panamá, Costa Rica, Honduras, Guatemala y México. Aunque la distancia en línea recta desde Caracas hasta El Paso es de aproximadamente 4,000 kilómetros, el viaje fue mucho más extenso y agotador. Durante ocho meses, recorrieron casi el doble de esa distancia, utilizando diversos medios de transporte y realizando largos tramos a pie, cruzando ciudades, pueblos, selvas y ríos. Fue un peregrinaje arduo y peligroso.
Ella celebra hoy que, a pesar de todo, están bien y pudieron llegar; “porque ese viaje fue muy fuerte. Vimos a otros que quedaron en el camino. Vimos cosas muy feas”, confiesa como quien no quiere volver a vivirlo ni en el recuerdo.
“Caminamos noches enteras. A veces los adultos pasábamos días sin comer y sin bañarnos. Pasé tremendo susto con mis nietos”, dice mientras se asoman lágrimas a sus ojos y un nudo en la garganta no deja que salgan más palabras.
Al cruzar por un río se volteó la lancha precaria en la que viajaban. Los niños casi se ahogan. “Gracias a Dios sé nadar y a uno de los niños pude rescatarlo y volver a subir a la chala. El otro se agarró fuerte de mí. Por suerte nos salvamos”.
Solo desde 2021, son más de 855 mil los venezolanos que han ingresado a Estados Unidos por la frontera.
Evelyn y Mario* atravesaron Centroamérica con sus tres hijos. Están resguardados en el mismo refugio, muy cerca de la frontera con México. La pareja juega con los pequeños, los miman, les hacen gracias y ellos sueltan carcajadas. Estallan todos de alegría… Imposible imaginar lo que la misma familia ha pasado en los últimos meses.
“Casi nos roban a la bebé más pequeña en Honduras. En México nos ofrecieron comprarla. Estuvimos siempre alertas y asustados, sin poder confiar en nadie”, cuenta la joven madre.
“Pasar por la selva del Darién, en Panamá, no es nada comparado con cruzar México”, asegura. Cerca de la capital azteca, cuenta, la policía los detuvo, los extorsionó. Luego los llevaron a una zona de la frontera sur mexicana y ahí los tiraron. Habían retrocedido más de mil kilómetros, gran parte de lo avanzado durante días a pie y soltando dinero.
Carmen*, guatemalteca de unos 30 años, hizo el viaje sola con su hijo pequeño. “Fue traumático”, declara. “Salí con mi bebé de 2 años desde Guatemala. Nos cobraron 2500 dólares por trasladarnos a México. En Ciudad Juárez nos secuestraron y exigieron 8 mil dólares para liberarnos. Nos habían encerrado y amenazado de muerte. Solo me dejaron hacer una llamada a mis padres en Guatemala para conseguir el dinero. Gracias a Dios, lograron reunir la suma. Nos soltaron. No sé cómo logramos salir vivos”, cuenta, mirando al niño, que juega cerca de ella.
Yurian y Alberto*, matrimonio cubano que emigró a Uruguay desde La Habana hace cinco años, decidieron hacer la ruta hacia Estados Unidos. La larga travesía desde el cono sur hasta la frontera duró tres largos meses y les costó 30 mil dólares, incluidos pago a coyotes, pasajes, alojamiento, comida… y un rescate: en su paso por México los secuestraron.
Ahora están en Miami, esperan la cita para la resolución de su caso de asilo en la corte. Mientras trabajan 12 horas diarias, tienen prisa por generar cualquier ingreso posible. “Debemos una buena parte del dinero que invertimos en el viaje”, dice Alberto.
“Todavía tengo pesadillas por lo que pasamos —confiesa Yurian. Era un susto detrás del otro. Cuando estábamos por llegar a la frontera nos secuestraron, nos amarraron y nos retuvieron en una casa con otros migrantes. Nos apuntaban con una pistola y nos gritaban que si no pagamos 5 mil dólares cada uno, nos matarían. Fue la segunda vez que nos pasó durante el viaje. La otra fue al entrar a México. Todos los días me pregunto si valió la pena correr todo ese riesgo. Creo que no”, dice ella. Alberto asiente en silencio.
La meta final y una deuda a saldar
Después de un largo y arduo viaje, las pequeñas Beatriz y Ainoa* pernoctan en otro de los albergues transitorios para migrantes, en El Paso, Texas. A sus 6 años, las niñas han vivido experiencias que marcarían a cualquier adulto.
Beatriz es venezolana; Ainoa, salvadoreña. Llegaron aquí después de que sus familias decidieran escapar de la precariedad económica y la violencia en sus países de origen. Después de semanas de recorrido por Centroamérica, los caminos de las niñas se cruzaron en este punto.
Beatriz entra en la sala y corretea de un lado a otro, entre camas de campaña y gente taciturna. La pequeña se dirige emocionada hacia una zona de juegos. Su cabello lacio y largo baila con cada salto: la alegría de descubrir aquel pequeño oasis de juguetes. Mi presencia ajena, y la cámara colgada al cuello, captan de pronto su atención. Además, cerca de mí estaba Ainoa, su nueva amiga, que me decía orgullosa el nombre que le había puesto a cada muñeco de peluche. Beatriz cambió de dirección y en pocos segundos estaba frente a nosotros.
“Hola”, me dijo con ojitos brillantes. A Beatriz, que no pasa de 1 metro de estatura, la caída de los dientes le ha dejado tres ventanitas en la sonrisa.
“Por lo que veo, el ratoncito le dejó dinero a alguien debajo de la almohada”, bromeé con ella.
“No. Cuando lleguemos a Estados Unidos es que él me espera con el dinero de todos los dientes. Ahora me manda pizza cada vez que se me cae uno”, respondió con una implacable lógica infantil, antes de sentarse junto a Ainoa y mostrar orgullosa que pronto otro diente sumará a su buena fortuna: “Este de acá abajo —señala—, ya está flojito”.
Beatriz ya está en Estados Unidos; pero en la flor de su infancia no comprende que la meta de la ruta migratoria va más allá de la frontera. “Estados Unidos” para ella es el destino final, y ese no es el albergue.
Menores no acompañados
En la odisea que supone ingresar a Estados Unidos de forma irregular por tierra, Beatriz y Ainoa han tenido mucha suerte: nunca han estado solas. Las niñas cruzaron la frontera a Estados Unidos acompañadas por sus familias y engrosaron así la cifra de casi 700 mil personas que en lo que va de año fiscal han llegado al país como parte de una “unidad familiar”, según datos demográficos de la Patrulla Fronteriza de los EE. UU. (USBP) y la Oficina de Operaciones de Campo (OFO).
Sin embargo, no todos los niños son tan afortunados. Las estadísticas de la Border Patrol los describen como menores no acompañados. En lo que va de 2024, más de 50 mil de ellos, menores de 17 años, han sido encontrados en medio de la selva o el desierto, enfrentando un destino incierto.
La mayoría de los niños o adolescentes migrantes no acompañados provienen de países como Guatemala, Honduras, El Salvador, México y Venezuela, que enfrentan crisis económicas, sociales y de seguridad. Sin embargo, la migración infantil no se limita a América Latina. Se han registrado menores provenientes de lugares tan distantes como Rumanía, Turquía e incluso China.
Cuba ha visto un aumento significativo en el número de menores no acompañados, con cerca de 800 casos reportados en lo que va del año 2024. En este mismo periodo pero en 2023 habían sido rescatados 300 de la isla.
Como norma, los menores de edad cubren el trayecto con sus padres u otros familiares. Es cerca de la frontera donde suelen separarse para cruzar, ya sea saltando la cerca en el desierto o atravesando el Río Grande. Una de las causas por las que algunos padres envían solos o con otros grupos a sus hijos menores es por la falsa creencia de que con ellos en territorio estadounidense será más fácil el otorgamiento de asilo para los mayores.
La llegada de menores no acompañados se acrecentó cuando la Administración Biden implementó la política conocida en español como “Quédate en México” (Remain in México), que consistió en hacer que los aspirantes a asilo esperaran en el país azteca la resolución de sus casos. Hubo excepciones con menores de edad no acompañados a quienes se les permitió ingresar a Estados Unidos y permanecer en el país debido a su vulnerabilidad, incrementada a menudo por la falta de documentos.
Al ser encontrados, muchos de estos niños y adolescentes llevan un número telefónico escrito en la ropa, la espalda o el brazo; único dato para contactar a alguno de sus padres o un familiar cercano residente o no en los Estados Unidos.
En julio pasado en el sector de Río Grande Border Patrol rescató a dos hermanos hondureños, de apenas 3 y 5 años, después de atravesar la línea fronteriza. Estaban solos.
Los menores de 17 años que cruzan sin la compañía de ningún adulto o que lo hacen con un grupo de personas entre las que no están sus padres o tutores legales y son encontrados por la Patrulla Fronteriza, deben ser transferidos en las primeras 72 horas al Departamento de Salud y Servicios Humanos.
Esta agencia se encarga de ubicarlos en hogares infantiles o instalaciones adecuadas a sus necesidades, con el objetivo principal de encontrar un familiar o adulto responsable que pueda cuidarlos mientras su caso es procesado en las Cortes de Inmigración.
A pesar de esta excepción, la actual legislación migratoria en Estados Unidos no proporciona un trato diferenciado a los niños migrantes respecto a los adultos. Como resultado, los menores no tienen garantizado el acceso a un abogado o un defensor del niño para que los represente durante sus procesos ante las autoridades migratorias y las Cortes de Inmigración.
El Padre Rafael García
Nadie elige dónde nace; pero sí dónde puede ser útil. Tal es la vocación del padre jesuita Rafael García.
Cuando tenía apenas 9 años, en 1963, García, su madre y su hermano se fueron de Cuba para Estados Unidos. La familia se estableció en Miami, una ciudad en la que la presencia cubana ya era fuerte.
Tiempo después, Rafael estudió Arquitectura; pero a los pocos años de ejercer como arquitecto descubrió que su verdadera vocación estaba en otro tipo de construcción: la de la fe y el apoyo a los más necesitados. A los 30 años dejó atrás planos y cálculos para seguir dedicar su vida al servicio religioso.
En 1983 comenzó el camino al sacerdocio y, una década después, fue ordenado. Hace casi treinta años lo nombraron pastor de la parroquia jesuita Sagrado Corazón, en El Paso, Texas, a pocas cuadras de la frontera con Ciudad Juárez, México.
La Iglesia del Sagrado Corazón, fundada en 1893 por el Padre Carlos M. Pinto, misionero jesuita italiano, es el edificio más emblemático del Segundo Barrio de El Paso y uno de los templos católicos más antiguos de la ciudad. Desde sus inicios ha sido un pilar espiritual y educativo para la comunidad inmigrante —principalmente mexicana— y un símbolo de esperanza para quienes buscan pertenecer recién llegados al país.
El Padre García sirvió en esta iglesia durante trece años. Luego sus deberes lo llevaron a otros estados, hasta que en 2016 regresó a El Paso.
De entonces a esta parte, se dedicó al cuidado pastoral en el centro de detención del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) y trabajó en dos centros de detención residencial para menores no acompañados, brindando apoyo espiritual y emocional a inmigrantes en situación de vulnerabilidad.
En 2020 su compromiso fue de nuevo reconocido, al ser nombrado párroco de la iglesia Sagrado Corazón, lo que le permitió seguir apoyando a quienes más lo necesitan.
“El mundo es pequeño. Vine a los Estados Unidos de niño, como refugiado, con mi madre y mi hermano. Lo que me tocó vivir de pequeño ahora lo veo todos los días en otras personas. Puedo entender las dificultades que atraviesa esta buena gente, y es mucho peor de lo que yo sufrí. Es una prioridad para la iglesia y para nosotros atender a las personas más vulnerables, y la migración es una de las realidades más fuertes y dolorosas”, reflexiona el padre García.
Su dedicación se puso a prueba en diciembre de 2022, cuando una oleada de migrantes llegó a El Paso. Cientos de personas acudieron desesperadas a la parroquia jesuita en busca de ayuda. Ante la emergencia, el párroco no dudó en abrir las puertas de un gimnasio cercano, improvisando un refugio con los escasos recursos disponibles.
El día 12 de diciembre, después de oficiar la misa en honor a la Virgen de Guadalupe, García anunció la creación de un albergue transitorio para migrantes en el mismo inmueble; se llamaría Casa del Sagrado Corazón.
“Había muchas familias con niños pequeños. Los centros de albergue de la ciudad estaban saturados. Solo alrededor de nuestra iglesia pernoctaban más de mil personas. Había mucho frío”, recuerda el padre sobre esos días de diciembre de 2022.
Con la ayuda de voluntarios que se ofrecieron para cocinar para los recién llegados y organizarlos, el refugio comenzó a tomar forma. Gracias a donaciones de otras parroquias y personas solidarias de todo Estados Unidos, el albergue se equipó con baños, colchones, artículos de aseo personal y comida. También se formó un grupo de asesores para guiar a los migrantes en sus trámites burocráticos.
El refugio tiene hoy capacidad para albergar a 120 personas, pero en momentos críticos ha acogido hasta 200 migrantes.
“Algo muy hermoso, paradójico y hasta bíblico es que recibimos una gran ayuda de los vecinos. Estadísticamente, este barrio es uno de los más pobres de todo Estados Unidos. O sea, el barrio más pobre es el que se abre a las personas aún más necesitadas. Eso no sucede en otras zonas, en las que se ha intentado abrir otros albergues y los vecinos se oponen”.
En la Casa del Sagrado Corazón cada día es un desafío y un aprendizaje. El padre García enfrenta confesiones que van más allá de lo habitual, escucha historias de trauma y abuso, secuestro, torturas, extorsión y violaciones.
“Los secuestros son muy tristes y una realidad que ha existido desde hace años”, comenta con indignación. “Lo que pasan los migrantes en su trayecto, sobre todo al cruzar por México, es terrible. Se sabe que son muchísimas las mujeres violadas, una o más veces, a lo largo del camino”.
A pesar de la dureza y la frecuencia de estos testimonios en la voz de quienes sufrieron o sufren, García confiesa que recibe más de lo que da. “El amor se vive en el dar y el recibir”, sentencia. A través de los migrantes “he confirmado mi verdadera vocación en la vida”, asegura.
*Por razones de privacidad se ha modificado el nombre real de los testimoniantes.
Ver la primera entrega de esta serie aquí.