Hace ya diez años que Jolito Buenaventura maneja un trolley en Santa Mesa, Manila, en la capital de Filipinas de cerca de dos millones de habitantes. Antes Jolito era guardia de seguridad, pero fue despedido y decidió probar fortuna como trolley boy, un trabajo duro y peligroso que le permite dar de comer a su familia.
Manila es una ciudad enorme, inabarcable y con serios problemas de transporte. Los trolleys, unos carros rústicos hechos de barras de metal, madera, rodamientos y algunos tornillos, y que funcionan con tracción humana, permiten a muchas personas trasladarse en distancias cortas a muy bajo costo. Cada viaje cuesta 10 pesos filipinos, unos 20 centavos de dólar.
Jolito construyó su trolley, consiguió una sombrilla de playa para cuando el sol pega fuerte y se lanzó a las vías del tren. Siempre en chancletas, al igual que el resto de sus compañeros.
La jornada de unas 12 horas empujando el trolley es agotadora, pero le permite estar en forma a sus 67 años, cuenta mientras sonríe pícaramente este hombre curtido por el sol y el sudor.
Trabajan de 6 de la mañana a 6 de la tarde y se desplazan por las mismas vías que los trenes urbanos. Es un trabajo riesgoso. Deben estar atentos al pitido del tren, pues indica el momento de bajar los pasajeros, quitar el trolley de las vías y hacerse a un lado.
Al pasar el tren el viaje se reinicia con normalidad. Esto puede pasar una o dos veces en un trayecto de 2 o 3 kilómetros, la distancia más larga que recorren estos vehículos. A pesar del riesgo, los trolley boys están orgullosos de no haber tenido jamás un accidente.
Cada trolley puede transportar unas 10 o 12 personas, sentadas bien apretujadas en bancos de madera, espalda contra espalda. A veces incluso dos conductores se ponen de acuerdo, unen sus trolley –como vagones de un tren real– y empujan ambos carros cargados de pasajeros. En otras ocasiones toca hacer el viaje con solo una o dos personas a bordo.
Cuando hay menos pasajeros los trolley boys aprovechan para descansar, su vehículo es el mejor lugar para una siesta.
Viven al lado de las vías del tren, ahí tienen su hogar, a veces son solo una acumulación de muebles viejos y rotos, sin techo ni paredes. Ahí cocinan, se bañan, duermen, se aman. Ahí, peligrosamente cerca del camino de hierro, juegan sus hijos.
A pesar de lo duro y arriesgado del trabajo, Jolito pretende seguir en este “próspero negocio” hasta su último día.