De niño aprendí que las máscaras son asuntos de héroes o villanos, unos se esconden para hacer el bien, los otros para hacer el mal. En tiempos de Covid-19, andar con el rostro cubierto es obligación de todos.
En Asia las máscaras, mascarillas o nasobucos –horrible palabra que los cubanos insistimos en usar, a pesar de que cada uno la pronuncia a su manera- son de uso habitual. Las epidemias recientes, la disciplina, o respeto al prójimo; los han habituado a utilizarlas.
Al llegar a Manila me sorprendió que muchos la usaran para andar en moto, en el transporte público o simplemente para pasear por la calle. Aquí la contaminación es terrible. Yo, como buen cubano, me resistí, con esa ilusión que tenemos de creernos inmunes a todo. Pero la cordura se impuso y hace meses que la uso en la moto. Ahora, viviendo en modo pandemia, no pongo un pie fuera de casa sin mi mascara.
Aquí la mascarilla es obligatoria. No usarla implica una multa de 1.000 pesos filipinos, unos 20 dólares. Pero a inicios de la pandemia las mascarillas, al menos las sofisticadas N95 o las quirúrgicas, habían desaparecido del mercado. Solo quedaban las “washables”, o sea, lavables y reutilizables, de tela simple. Artesanales en muchos casos. Y en ese grupo descubrí las más divertidas, las que imitan rostros.
Como protección no son la gran cosa, sin embargo, son divertidas y baratas. Se ven mayormente en barrios populares, se venden en todos los mercados callejeros, en las esquinas. Imitan rostros de personajes famosos, de algún político –incluso la del presidente Rodrigo Duterte-; o sencillamente sonrisas, lenguas afuera al estilo Rolling Stone, muecas, calaveras…
Me he dedicado a retratarlas, las persigo por toda Manila y aquí va una muestra. He visto escenas tan locas, casi surrealistas, como el celador del cementerio Baesa -lugar donde se incinera a las víctimas del coronavirus- ataviado con una macabra calavera rojinegra. También me he tropezado con algún innovador que, con un pomo plástico de agua, un topper, un par de tuberías y algo de pegamento, se ha hecho un engendro con el que espera sobrevivir en estos tiempos convulsos.
Los filipinos son como nosotros, alegres, bromistas y jodedores. Ríen todo el tiempo. Creo que para ellos usar estas máscaras es su manera de ponerle al mal tiempo buena cara.
Yo no me he librado del mal y he caído en la tentación, tengo dos o tres mascarillas de las cómicas y me resulta muy divertido salir ataviado con ellas, aunque sé que el riesgo de Covid-19 está ahí, detrás de la sonrisa del Jóker.
muy divertido