Muchos dicen que Albarracín es el pueblo más lindo de España y puede que lleven razón, al final todo es cuestión de criterios. Yo afirmo, con total certeza, que es el más lindo que he visto y ya llevo visitados varios, de esos que a la entrada tienen un cartel que avisa al viajero que está llegando a “uno de los pueblos más bonitos de España”.
Ojalá pueda verlos todos, pero está difícil en tiempos de pandemia y me faltan muchos. La lista de “Los Pueblos más bonitos de España” es larga. En la web oficial del gobierno aparecen más de 100 localidades, todas con mucho encanto e historia. También hay otras listas, las de agencias de viaje, publicaciones turísticas, etc. Eso sí, la mayoría, independientemente de la cantidad de localidades que las conforman, están encabezadas por Albarracín.
Declarado Monumento Nacional desde 1961 y propuesto para ser incluido en la lista de Patrimonio Universal de la Humanidad de la UNESCO, Albarracín, ubicado en la provincia de Teruel, tiene mucha historia que contar. Fue asentamiento celta, romano, de visigodos y de árabes (que lo llamaron Aben Razin; de ahí surgió, al pasar los años, su nombre actual). Todas esas culturas fueron dejando su impronta para que este pequeño pueblo, por donde también anduvo guerreando El Cid Campeador, sea la maravilla que es hoy.
Su nombre oficial es Santa María de Albarracín y en él viven unas 1000 personas, aunque normalmente sus calles suelen estar llenas de gente, pues son muchos los visitantes que van a conocer este importante destino turístico español.
El Albarracín actual es un pueblo anclado en su imagen medieval, rojo, más bien ocre, emplazado a 1182 metros sobre el nivel del mar, en la cima de una montaña y rodeado de una imponente muralla, muy bien conservada y que aún hoy parece protegerlo de ataques enemigos.
Sus calles empedradas son estrechas, sinuosas, con un trazado bastante irregular y con casas muy antiguas. Como buen lugar que vive del turismo, en él abundan los hostales, restaurantes, bares y terrazas donde tomarse una “caña” fría o un buen vino.
Cansa caminarlo pues, aunque es pequeño, uno anda todo el tiempo subiendo y bajando callejuelas o escaleras. Y agota aún más subir a lo alto de la muralla, desde la que se tiene una espectacular vista de Albarracín y del paisaje que lo rodea.
Albarracín para mi es paz, tranquilidad, aire puro. Es uno de esos lugares en los que, si pudiera, si mi maltrecha billetera me lo permitiera —y eso ya es misión imposible—, me quedaría una larga temporada, un mes, un año. Dando caminatas en la hora dorada, o la azul, haciendo fotos hasta el cansancio y escribiendo. No sé por qué, pero este pequeño pueblo medieval se me antoja un lugar ideal para escribir, una novela, cuentos, una autobiografía que no leería ni Dios, lo que sea. Pero me inspira a escribir.
Y luego, al caer la noche, visitaría alguno de sus pequeños y acogedores bares para tomar una buena copa de vino, o dos o tres o más. O unas cervezas frías, en verano para, tal vez al regresar, animado por tan nobles brebajes, toparme con el fantasma del compañero Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como “El Cid”, ese cuyo cantar tanto me atormentó en la secundaria.
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