“No envidies lo que tengo sin conocer mis sacrificios”. Lo leí hace poco en la parte trasera de un almendrón destartalado, varado en pleno barrio habanero de Cayo Hueso y al que poco hay que envidiarle. Posiblemente no vuelva a rodar por la ciudad museo que es La Habana.
Es un hecho establecido que los almendrones son parte del paisaje de la isla desde hace mucho, desde que llegaron sin saber que sería “para siempre” y compartir espacio con los Ladas y Moskvich rusos, otros que se resisten a desaparecer de nuestras calles y que sobreviven gracias a la pericia de nuestros mecánicos y al contrabando de piezas desde algunas selectas tiendas “mayameras”.
Entre el sistema de distribución que primó hasta finales de los 90 por un lado, en el que solo podían adquirir un carro los trabajadores de avanzada o los tracatanes de turno, y por otro, los elevadísimos precios de hoy, ni remotamente pagables para la inmensa mayoría, cuando un cubano da con un carro, tiene que durarle toda la vida. Hasta que la muerte los separe y más allá, pues será heredado de generación en generación per saecula saeculorum.
El cubano inventa, nadie lo duda. Somos los reyes del remiendo, el reciclaje y la vida eterna de nuestros añejos autos; tanto, que han pasado a ser imagen icónica de La Habana que se vende en las postales y revistas para turistas.
Soy admirador de nuestros mecánicos, capaces de modificar —y hasta mejorar— los diseños de las marcas más famosas del mercado. Me gusta retratarlos debajo de los autos, haciendo magia. La imagen del hombre devorado, aplastado por la máquina que no puede vivir sin él.
Pero me aburre la foto del almendrón turístico y La Habana de fondo. Por eso estas fotos van por otro lado, por el de los olvidados. Los autos que, por alguna u otra razón, llevan años a la intemperie, cada día más oxidados y carcomidos, con las gomas podridas y los asientos destrozados. Esos que tienen cada vez más lejana la resurrección que los lleve de vuelta a las calles y permanecen bajo el sol y la lluvia como silenciosos monumentos a la supervivencia o la decadencia.
En mis caminatas buscándolos para retratarlos encontré de todo. Algún Lada, pocos autos modernos y muchos almendrones. Algunos tirados a la buena de Dios, otros asegurados como la caja fuerte de un banco.
Aunque el premio se lo lleva uno azul, el más destrozado de los que vi, de marca indescifrable, aplastado como si fuera la única víctima de una batalla de transformers. Fue escachado por un edificio que se desplomó cuando pasó el huracán Ian. Lo más sorprendente no era el estado del cacharro, sino que su dueño lo había puesto a la venta, según me contaron algunos vecinos que se ofrecieron incluso a llamarlo si yo me animaba a comprarlo.
Pero no. Ni mi bolsillo ni mi fe en los mecánicos del barrio dan pa semejante locura. Aunque es probable que alguien lo compre y en un par de años, magia cubana mediante, el amasijo azul ruede por el malecón lleno de turistas, ajenos a su increíble historia mientras van sacándose sus selfies.
Ese escachado es un Plymouth del 55 estimado.. Muchas gracias por el reportaje… muy ameno.
Saludos