El campo de refugiados de Yenín huele a pólvora, a goma quemada y a gas pimienta. Hay decenas de autos incinerados o aplastados; casas con agujeros de bala, con fachadas tiznadas por fuego y humo, vidrios rotos; calles con el asfalto levantado por bulldozers blindados del Ejército en busca de minas antipersonales; y miles de casquillos de balas por todas partes.
Es el resultado de la última incursión de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) en el campo, a principios de julio, que duró 48 horas e implicó fuerzas terrestres y aéreas. Helicópteros, drones, blindados y más de mil soldados cayeron sobre el campamento, histórico bastión del movimiento miliciano palestino.
En ese campo se vivió también en 2002 el episodio más violento de la Segunda Intifada (2000-2005), conocido como la Batalla de Yenín, diez días de intensos combates en los que murieron 52 palestinos y 23 soldados israelíes.
Esta vez se combatió menos tiempo y fueron menos las bajas de ambos lados, 12 milicianos palestinos murieron —de ellos 4 menores de edad—, hubo más de 150 heridos y un soldado israelí perdió la vida durante la retirada. Unos 120 palestinos fueron detenidos y el Ejército de Israel incautó armas, municiones y explosivos en poder de la Brigada de Yenín, que concentra desde hace un año las milicias de todas las facciones palestinas.
El mando militar de Israel considera el campamento de Yenín como “el mayor foco de terrorismo en la zona” y creen que en él se han organizado más de 50 ataques contra objetivos israelíes en el último año.
Al entrar al campo, pocas horas después de la retirada de la FDI, un grupo de jóvenes lanza piedras contra un cuartel de la policía de la Autoridad Palestina. Los acusan de traidores, de no enfrentarse al Ejército de Israel durante la incursión en el campo y de dejarlos desprotegidos ante un enemigo poderosísimo. Los chicos gritan, los insultan y apedrean los muros, hasta que del recinto sale un blindado y les dispara granadas de gases.
El aire se hace irrespirable y todos corren a esconderse en edificios cercanos mientras el vehículo policial vuelve a su recinto. Al rato, cuando se disipa el gas, salen de nuevo a la carga y la escena se repite una y otra vez, como si fuera un video reproduciéndose en bucle durante horas.
Toca correr junto a ellos; el gas, cuando se esparce, golpea a todos. Los ojos arden a más no poder, la garganta quema y cuesta respirar.
Sigo recorriendo el campo y unas calles más allá, en la zona más afectada por los combates, un anciano con kufiya y una bandera palestina arenga a la gente. Grita consignas en árabe y muchos lo siguen. Algún que otro niño también se pasea por el campo ondeando una gastada bandera, y un grupo de jóvenes, quizá milicianos, posa para mí sobre un auto destruido. Los palestinos ven su resistencia como una victoria sobre Israel.
Otros caminan estupefactos, asombrados, como zombis, como si no creyeran la triste realidad que ven sus ojos, miran a todos lados y toman fotos. El interior de las viviendas es caótico, la gente ha tapiado las ventanas con colchones y muebles, pero las balas entran igual y destruyen todo lo que encuentran a su paso. A pesar de la insistencia de los palestinos, no hago fotos. Me abstengo de retratar esos hogares deshechos.
Es la segunda vez que visito el campo de refugiados de Yenín. La primera vez no vi armas; esta, sí. Todavía algún que otro miliciano anda con su M-16 al hombro, son héroes para los del campo, serán mártires el día que mueran en combate y siempre terroristas para Israel. Lo que más me impresionó durante aquella visita fueron los cientos de fotos de mártires pegadas en las paredes, ahora hechas añicos por los disparos israelíes.
En el campo de refugiados de Yenín viven más de 20 mil palestinos, refugiados procedentes de territorios ocupados por Israel en 1948 y sus descendientes. Más de la mitad de los habitantes son menores de edad y la tasa de desempleo supera el 70 %. La situación crítica hace a muchos optar por unirse a las milicias, más ahora que estas pagan un salario a los jóvenes que se sumen a sus filas.
Tras la salida de las tropas israelíes, los habitantes del campo que huyeron durante los combates, unos 3 mil, van regresando. Vuelven sin saber en qué estado encontrarán su hogar, traen consigo las pocas pertenencias que lograron salvar en su agitada huida bajo las balas, y la ilusión de continuar sus vidas lo mejor posible; mientras en sus autos ondean banderas de Palestina o fotos de sus muertos en combate.
A pocas horas de la retirada del Ejército israelí, las oenegés han podido entrar y reparten agua y alimentos a los vecinos. El campamento de Yenín sigue sin electricidad ni agua. Pero hay obreros trabajando en restablecer los servicios básicos, excavadoras retirando escombros, bomberos limpiando las calles y gente escoba en mano intentando devolver la normalidad a un lugar que podría estar de nuevo sumido en el caos mañana mismo; cualquier día de estos.