Se llama Casablanca, pero aquí no vive ningún presidente. Es Casablanca, pero aquí nunca se ha dicho aquello de “tócala de nuevo, Sam”. Es Casablanca, está en La Habana y es posiblemente el lugar que más veces visité en mi infancia y mi adolescencia.
Casablanca es un pueblo de pescadores, gente humilde, con sus astilleros, una maltrecha base náutica y poco más. Las joyas de su corona son el pintoresco tren eléctrico que viaja hasta el poblado de Hershey, herencia de tiempos de bonanzas chocolateras y el Cristo de La Habana, esculpido por Jilma Madera y que se alza en una colina desde la que se divisa la bahía y La Habana toda.
Después de años sin ir, regreso a una Casablanca castigada, aplastada por el intenso sol de la tarde. Una Casablanca que ha perdido en la boca de la destrucción muchos de los lugares que recuerdo.
Casablanca era el paseo dominical con mi madre. La aventura de la travesía en lancha hasta el otro lado de la bahía. El olor a mar —a mar sucio y empetrolado, pero mar al fin y al cabo. Y al final, el pequeño parque de diversiones en el que pasaba horas jugando en los viejos aparatos, respirando la brisa marina que tanto bien hacía a mi persistente asma.
En Casablanca vivió muchos años mi tío Payo, el capitán Estrada, el marino de la familia que, curiosamente, nunca aprendió a nadar.
En mi adolescencia, mi padre y su cúmbila Eliecer, que en paz descansen —aunque, conociéndolos, lo dudo—, solían carenar en “La Chusmita” del poblado. Y yo con ellos. Aquel era un lugar en el que se reunían a beber cerveza de pipa los hombres más humildes, trabajadores del puerto y los astilleros, negros en su mayoría, gente buena y noble que acogía al par de periodistas y a un muy joven servidor como si fueran familia. Con ellos jugué cubilete durante horas bebiendo cerveza caliente en vasos de cartón encerado.
De Casablanca recuerdo al negro Chacón, alias El Taíno Tatuado, que andaba hace mucho en la lanchita, de un lado a otro de la bahía, tocando una tumbadora y dándose los manotazos más sonoros del mundo en su cabeza calva y tatuada. Fue de las primeras personas que retraté al inicio de mi carrera, fotos que solo Dios sabe adonde fueron a dar.
La lanchita fue siempre uno de los grandes atractivos de Casablanca. Antes de que se pusiera de moda secuestrarla rumbo a Miami, se podía viajar en la proa y en la popa o simplemente colgando en la parte exterior, disfrutando de las vistas de la bahía de La Habana y sintiendo el aire y el salitre en la cara. Este viaje marino a Casablanca era algo que me encantaba hacer con mis amigos cuando estudiábamos —más bien cuando no, cuando faltábamos a clases— en la secundaria.
Vuelvo a Casablanca después de muchos años. De lo que recuerdo queda poco en ella. Ya no existe “La Chusmita” y el pequeño parque donde jugaba de niño permanece cerrado; los aparatos están rotos y carcomidos por el salitre. La mayoría de las casas van camino al derrumbe o ya llegaron a la destrucción total.
Pregunto en una esquina por la morada de mi viejo amigo el Gran Mago Picadillo —aunque aquí lo conocen por otro nombre. El Guayabo, otro casablanquero de toda la vida, me indica cómo llegar, bromeamos, le hago una foto y sigo solo para encontrar cerrada la casa del mago. Hay otras gentes en la casa de mi tío el marino, que también falleció hace años y supongo que descubra lo mismo si llego a la del flaco Eliecer. Ya no hay estibadores bebiendo cerveza de pipa, ni niños en los columpios con vista a la bahía.
Apenas unos pocos turistas se aventuran por sus calles 100 % seguras en busca de una escalera que los lleve a visitar la estatua de Jesús que corona el poblado. Ya esa es otra Casablanca; la mía, la que llevaré conmigo en la memoria, es la de abajo, la de la gente, los afectos y la brisa de mar.