En Manila hay gente que vive en los cementerios. Cuando me lo contaron, no lo podía creer. Pero me gustan los “huertos del señor”. Los ritos, costumbres y tradiciones en torno a la muerte me fascinan. Así que, en cuanto le cogí un poco de confianza a la ciudad, me fui a visitarlos y, efectivamente, había gente viviendo en los cementerios. Mucha gente. Personas que nacen, viven y mueren entre tumbas, nichos y cadáveres. Gente que ama y trata de ser feliz rodeada de difuntos, para la cual la muerte es parte de su vida cotidiana.
Alguien escuchaba “Despacito” a todo volumen el día de mi primera visita al North Cemetery de Manila. Varios vecinos entrenaban sus gallos de lidia, otros exhumaban restos humanos que luego tiraban por los rincones en bolsas de basura, algunos cocinaban el almuerzo junto a las tumbas y cientos de niños corrían por todos lados armando una algarabía del carajo. A pesar de todo este barullo, había personas que dormían plácidamente sobre las tumbas.
Acostumbrado al silencio y la paz que impera en los cementerios de Cuba y del resto de América (con la excepción de México, en el Día de Muertos), aquello me parecía una locura. Pero me gustó. Tenía su onda, y era auténticamente filipina.
En el North Cemetery, el mayor de la ciudad, con 54 hectáreas, hay enterrados más de un millón de difuntos. El número de los vivos es imposible de calcular. Y cada día nacen más personas en los cementerios, entre los muertos. Filipinas es el país más católico de Asia, la educación sexual es deficiente y está prohibido el aborto, así que los niños nacen por montones. Según la Comisión de Población y Desarrollo (POPCOM), entidad gubernamental, durante los meses de confinamiento por la pandemia de COVID-19 se gestarán en Filipinas unos 200 000 bebés más de lo previsto, seguro que muchos “fabricados” en los cementerios de la capital.
El otro día, caminando por este camposanto, un amigo reflexionaba sobre la cantidad de parejas que harían el amor cada noche sobre las tumbas. Era, para nuestros cerebros, una imagen bastante inusual, pero nada desagradable (el sexo nunca lo es) y mi amigo me comentaba que preferiría mil veces estar enterrado en una tumba filipina con gente follando encima que en un aburrido cementerio español. Aunque soy partidario de la cremación, confieso que me gustó esa idea del descanso eterno.
En una ciudad superpoblada como Manila, donde unos cinco millones de personas viven en asentamientos informales o simplemente en plena calle, los cementerios funcionan como pequeños barrios donde se vive, aunque parezca increíble, con ciertas “comodidades”. Aquí la gente tiene, de manera ilegal, luz eléctrica, agua y seguridad, pues los camposantos permanecen cerrados durante la noche.
Los habitantes de los cementerios de Manila generalmente se dedican al negocio de cuidar sepulcros. Deben mantenerlos limpios y pintados y por ello reciben un pago de 100 pesos mensuales (unos 2 dólares al cambio) y se les permite vivir en ellos. Muchos duermen directamente sobre las tumbas, a la intemperie o en hamacas tejidas. Los que tienen más suerte y el privilegio de tener un techo, lo hacen en panteones o alguna capilla. Eso sí, todos de una forma u otra buscan hacer su entorno más agradable, con plantas, flores, algún adorno o lo que tengan a mano.
Los cementerios filipinos son coloridos. Las tumbas están pintadas de tonos chillones y predominan los azules, rosas o verdes muy escandalosos. A ese festival de colores hay que agregar las ropas tendidas por todos lados y los “Sari-Sari”, diminutos y atiborrados puestos donde se vende de todo un poco. Y la música… Casi siempre suenan reguetones o baladas románticas mientras los adolescentes juegan baloncesto en improvisados aros y los niños mataperrean a su antojo. Aquí no hay descanso eterno. Los cementerios filipinos exhalan vida, no muerte.
Que tristeza…
Interesante articulo,en Egipto hay algo parecido.