Había una vez, hace mucho tiempo, una niña que decía “estauta” en lugar de estatua. Por mucho que tratamos de explicarle que se decía es-ta-tua y, por mucho que lo intentó, costó días que aprendiera a pronunciar la palabra como manda la RAE.
En ese proceso, mientras ella aprendía a decir estatua, yo me enamoraba de la palabra estauta. Y aún la pienso y tengo que frenar mi cerebro antes de pronunciar “estauta” y quedar como un adulto un poco idiota.
Y de estautas/estatuas va estoy hoy, que de ellas está llena La Habana. No solo de las clásicas, sino de las que, a tamaño natural y con un total realismo, buscan integrarse con el paisaje y mezlcarse con la gente. Estautas, digo estatuas, que llegan a ser parte de la vida de la ciudad, con las que interactuamos a diario, a veces sin darnos cuenta.
Sin duda una de las más famosas es la de John Lennon. Develada en el año 2000 por Fidel Castro, acompañado de Silvio Rodríguez, la obra realizada por el artista José Villa Soberón tuvo el raro privilegio de ser la primera escultura con seguridad privada de La Habana, luego de que fanáticos del mítico músico de Liverpool se dedicaran a robar, tenazmente y como si fueran reales, las gafas del autor de “Imagine”.
Casi 24 años después, Lennon sigue ahí, sentado en un banco del parque que fue rebautizado con su nombre, viendo como la ciudad se desmorona a su alrededor y esperando la llegada de algún turista que, con el obligado selfi, lo saque un rato del aburrimiento y le haga vivir unos minutos de la fama que quizá añora.
Otra estatua popular, tanto o más que la del músico inglés, es la del Caballero de París. A esta, la fama amenaza con hacerla desaparecer lentamente. El caballero, personaje habanero por excelencia, hombre honesto que la maldad humana convirtió en loco genial, se presta a selfis con todo el mundo, y eso tiene su precio.
No sé cómo o cuando surgió la leyenda urbana de que trae buena suerte tocar la barba o el dedo índice de la estatua de José María López Lledín, verdadero nombre de aquel loco que regalaba flores, poemas y sonrisas. Lo que sé y está a la vista de todos es que la barba y el dedo del Caballero se han pulido y brillan de tan gastados que están. En el caso del índice, más parece una daga que un dedo.
La mayoría de estas estatuas habaneras son obra del escultor José Villa Soberón, quien, en contubernio con ese habanero mayor que fue Eusebio Leal, historiador de la ciudad, animó plazas y rincones con personajes muy disímiles. Para tristeza de todos, Eusebio, San Eusebio, murió; pero Soberón lo inmortalizó en una escultura, “andante”, que recuerda las eternas caminatas del maestro por la urbe que tanto amó y a la que dedicó sus mejores años y sus más grandes ideas.
Nuestras calles o jardines también los habitan personajes como la Madre Teresa de Calcuta, el músico polaco Federico Chopin, el premio Nobel de literatura Gabriel García Márquez, o el mexicano Agustín Lara, mientras el mítico escritor estadounidense Ernest Hemingway, tal vez huyendo del calor habanero, se refugió en la barra de El Floridita, siempre acompañado de un daiquirí bien cargado de ron cubano, como lo tomaba en vida cuando deambulaba como un cubano más por la ciudad.
La de Hemingway es otra de las estatuas aclamada por los turistas que visitan El Floridita.
En cambio, en la cercana Alameda de Paula, mirando al mar sin que nadie repare en él, nuestro poeta nacional, Nicolás Guillén está pensativo. El autor de “Tengo”, pasa sin pena ni gloria para los viandantes, que no reparan en su estauta y que, tal como están las cosas, se olvidarán de uno de los poemas más mentados y parafraseados durante décadas.