En Jerusalén se viven días intensos. Las callejuelas de la Ciudad Vieja están abarrotadas de fieles, peregrinos, turistas, policías y militares. El motivo: por segundo año consecutivo coinciden las fechas de celebración del Ramadán, la Semana Santa y el Pésaj. Musulmanes, cristianos y judíos, respectivamente, viven a tope sus fiestas; “juntos, pero no revueltos“.
La ciudad tiene tanto de santa como de polvorín. Aquí nacieron las tres principales religiones monoteístas; por aquí anduvieron sus líderes y profetas y, pasados tantos años, las historias se mezclan y confunden. Lo que es sagrado para unos, también lo es para otros. Un pequeño incidente en lugares puntuales, como la mezquita de Al Aqsa, puede desencadenar verdaderas batallas, como ha ocurrido en otras ocasiones. El ambiente es tenso en momentos en que, además, el conflicto palestino-israelí está en su mayor pico de violencia desde la Segunda Intifada.
Los judíos hacen hogueras donde queman el pan y los niños juegan. No podrán comer pan ni nada que contenga levadura durante los días que dure el Pésaj (la Pascua Judía), tal como hicieron sus antepasados al huir de la esclavitud en Egipto. En su lugar comen matzá, un pan ácimo hecho solo con harina y agua.
En el barrio ultraortodoxo de Mea Shearim, las fogatas donde se incinera la levadura son una atracción fantástica para los niños, que de paso achicharran cualquier objeto que les caiga en la mano y salen de ahí más tiznados que un minero.
Los musulmanes viven un mes de ayuno diurno, en el que van a las mezquitas, especialmente a la de Al Aqsa (tercer lugar más sagrado del islamismo) y rezan, rezan y rezan. Solo pueden comer en la noche, cuando, anunciado por un cañonazo, comienza el Iftar, la comida nocturna en la que supongo que arrasarán con todo, pues son gente de montar bien la mesa y comer aún mejor.
A Al Aqsa vienen palestinos que residen en Israel o en Cisjordania (solo los que tienen permiso de entrada), lo que genera un caos terrible en la estación de autobuses a la hora de volver a sus hogares.
Los cristianos, por su parte, siguen la liturgia de rigor para Semana Santa. Para los católicos vivir esos días en Jerusalén y recorrer los sitios en los que, dicen, estuvo Jesús hace casi dos mil años, debe ser la gloria misma. El paraíso en la Tierra. La fe y la pasión afloran en sus rostros.
Eso sí, las procesiones y demás eventos católicos de Jerusalén, vistos por un agnóstico como yo, carecen del boato y la fastuosidad imperantes en sus similares de España o Latinoamérica y están muy lejanos de la crudeza de las flagelaciones y crucifixiones que, emulando al mismísimo hijo de Dios, se celebran cada año en Filipinas.
Mientras esto ocurre en la vieja Jerusalén, en el resto de la región ha habido fuego cruzado. De un lado, milicias palestinas han disparado cohetes hacia Israel desde la franja de Gaza y también desde países vecinos como Líbano y Siria. De otro, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) han lanzado ataques hacia esos territorios. Por suerte, sin víctimas mortales.
No han faltado durante las celebraciones religiosas incursiones de la policía israelí a la mezquita de Al Aqsa, saldadas con cientos de musulmanes detenidos y una treintena de heridos; ataques de palestinos han costado la vida a cuatro personas (tres colonas israelíes y un turista italiano); colonos judíos han agredido a sus vecinos árabes. Sin contar los habituales enfrentamientos entre las FDI y milicias palestinas en ciudades cisjordanas como Yenín, Nablus o Jericó, en los que han fallecido varios militantes.
La situación ha provocado que el Gobierno de Israel multiplique el número de policías y militares en las calles, y que aliente a los ciudadanos a portar sus armas. No es raro ver a civiles con fusiles al hombro; pero se ha vuelto una escena aún más frecuente estos días, que sin embargo debían ser de paz y amor.